—¿Los ves? —gritó a Escarlata con todas sus fuerzas, para que su voz se oyera por encima del viento.
El dragón gruñó afirmativamente. A la luz del atardecer los gars aparecían como puntos negros que se movían por el pedregoso terreno. De las Fuentes Ígneas se desprendían volutas de humo e, incluso a aquella altura, el joven percibía el acre olor de los vapores. Escarlata se elevó verticalmente, haciendo que las piernas de Richard se apretaran contra ella, tras lo cual giró a la derecha.
—Son demasiados —gritó el dragón.
Escarlata volvió la cabeza y uno de sus ojos amarillos se clavó en el joven. Richard señaló.
—Baja allí, detrás de aquellas colinas, y procura que no nos vean.
Escarlata se elevó con poderosos aleteos. Después de subir más, planeó para alejarse de las Fuentes Ígneas. El dragón fue bajando en picado entre las rocosas laderas, retrocediendo hacia donde Richard le había indicado que aterrizara. Con un silencioso batir de alas se posó suavemente en el suelo, cerca de la entrada de una cueva, y agachó el cuello para que su pasajero pudiera bajar. Richard era consciente de que Escarlata no quería tenerlo montado sobre su lomo ni un segundo más del estrictamente necesario.
—Hay demasiados gars —le espetó el dragón, volviendo la cabeza hacia él y mirándolo impaciente—. Rahl el Oscuro sabe que no puedo luchar contra tantos. Por eso los ha reunido; para el caso de que encontrara mi huevo. Dijiste que pensarías en un plan. ¿Cuál es?
Richard echó un vistazo a la entrada de la cueva. Kahlan le había dicho que era la cueva del shadrin.
—Tenemos que distraerlos para quitarles el huevo.
—Tú les quitarás el huevo —lo corrigió Escarlata, respaldando sus palabras con una pequeña lengua de fuego.
—Una amiga me dijo que la cueva atraviesa toda la montaña, hasta donde se encuentra el huevo. Tal vez podría seguirla, coger el huevo y regresar con él.
—Pues ya estás haciéndolo.
—¿No deberíamos discutir antes si es una buena idea? Tal vez se nos ocurrirá algo mejor. También he oído que podría haber algo dentro de la cueva.
Escarlata acercó al joven un ojo de airada mirada.
—¿Algo? —El dragón volvió la cabeza hacia la entrada de la cueva con movimientos sinuosos y lanzó una terrible llamarada hacia la oscuridad. A continuación, retrajo de nuevo la cabeza y anunció—: Ahora ya no hay nada ahí dentro. Ve a buscar mi huevo.
La cueva medía muchos kilómetros, y Richard sabía que el fuego no podría haber hecho ningún daño a los seres que se ocultaran un poco más allá. Pero había dado su palabra. Así pues, recogió tallos de carrizo que crecían cerca de la gruta y los ató en varios haces con la ayuda de una nervuda planta trepadora. Entonces alzó uno de los haces hacia Escarlata, que lo observaba.
—¿Me lo podrías encender?
El dragón frunció los labios y lanzó un hilo de fuego hacia el extremo de la improvisada antorcha.
—Tú esperas aquí —le indicó Richard—. A veces, ser pequeño tiene sus ventajas. A mí no me verán tan fácilmente. Pensaré en algo para recuperar el huevo y volveré a traerlo aquí. Es un largo camino y es posible que no esté de regreso hasta mañana por la mañana. No sé si los gars me perseguirán, por lo que es posible que debamos salir de aquí a toda prisa. Tú estate alerta, ¿de acuerdo? —El joven colgó su mochila de una de las púas del lomo—. Guárdame esto. No quiero llevar más peso del necesario.
Richard no sabía si un dragón podía mostrar preocupación, pero Escarlata parecía realmente inquieta.
—Ten mucho cuidado con el huevo. Mi cría saldrá pronto, pero si la cáscara se rompe antes de tiempo…
—No te apures, Escarlata. —Richard trató de tranquilizarla con una sonrisa—. Recuperaremos tu huevo.
El dragón se acercó con andares de pato a la entrada de la cueva y asomó adentro la cabeza para mirar cómo Richard se alejaba.
—Richard Cypher —le gritó, y su voz reverberó en la cueva—, si tratas de huir, te encontraré y, si vuelves sin mi huevo, desearás que los gars te hubieran matado porque te asaré a fuego lento, empezando por los pies.
Richard volvió la vista hacia la mole que tapaba la entrada de la cueva.
—Te he dado mi palabra. Si los gars me capturan, procuraré matar el mayor número posible para que puedas recuperar el huevo y escapar.
Escarlata lanzó un gruñido.
—Procura que eso no pase. Todavía tengo intención de comerte cuando todo esto acabe.
Richard sonrió y se internó en la oscuridad. Ésta era tan densa que absorbía la luz de la antorcha. El joven se sentía como si estuviera caminando hacia la nada. Sólo veía una pequeña porción de suelo delante de él. A medida que fue avanzando, el suelo de la cueva empezó a descender, y el aire se hizo más frío. La cueva se convirtió en un serpenteante túnel con techo y paredes de roca, que se introducía más y más en las profundidades de la tierra. De pronto, el túnel desembocó en una enorme sala con un lago de mansas aguas verdes. El sendero discurría por una estrecha cornisa al borde del lago. La titilante luz de la antorcha mostró un techo recortado y paredes de piedra lisa. Siguiendo el sendero, Richard se introdujo en un corredor ancho pero muy bajo, por el que únicamente podía avanzar agachándose. Después de caminar así durante más de una hora, el cuello empezó a dolerle. De vez en cuando presionaba la antorcha contra el techo de roca para que la ceniza se desprendiera e iluminara con más fuerza.
La oscuridad era opresora; lo rodeaba, lo seguía, lo arrastraba y lo impulsaba a seguir adelante con maravillas ocultas: delicadas y coloridas formaciones rocosas, semejantes a flores, brotaban de la roca sólida; y resplandecientes cristales destellaban al paso de la tea. El único sonido era el crepitar de la antorcha, que el eco le devolvía desde la oscuridad.
Richard atravesó salas de asombrosa belleza. En la oscuridad crecían inmensas estalagmitas, algunas de las cuales se encontraban con sus compañeras estalactitas antes de alcanzar el techo. En algunos lugares las paredes aparecían cubiertas por láminas de cristales semejantes a joyas fundidas.
Algunos corredores no eran más que hendiduras en la roca por las que Richard tenía que pasar pegado a las paredes, mientras que otros eran agujeros que tenía que recorrer andando a cuatro patas. Curiosamente, el aire no olía a nada. La cueva era un lugar de noche perpetua, que nunca había conocido ni la luz ni la vida. Mientras seguía avanzando, cada vez más sofocado por el esfuerzo, el aire se fue haciendo tan gélido que el sudor se le evaporaba. Al sostener la antorcha cerca de la otra mano, vio que cada uno de sus dedos desprendía vapor como si la energía vital se le escapara por los poros. Dentro de la cueva no reinaba el frío típico del invierno, sino que más bien era un tipo de frío capaz de arrebatar todo el calor de una persona si se quedaba allí el tiempo suficiente, matándola lentamente. Sin la luz, estaría perdido en cuestión de minutos. No era un lugar en el que los incautos o los desafortunados pudieran sobrevivir. Richard comprobaba a menudo la antorcha y los carrizos que llevaba.
La noche eterna transcurría muy lentamente. A Richard le dolían las piernas de tanto subir y bajar. Se sentía agotado y sólo deseaba que la cueva se acabara de una vez. Tenía la impresión de llevar andando toda la noche, aunque no tenía ni idea del tiempo transcurrido.
La roca se fue cerrando a su alrededor. El liso techo descendió hasta obligarlo a avanzar de nuevo encorvado, y siguió bajando hasta que tuvo que arrodillarse sobre el frío y húmedo suelo, cubierto por un viscoso lodo que olía a podrido. Era el primer olor que percibía en mucho tiempo. Las manos se le quedaron heladas con el hediondo y húmedo lodo.
El túnel se encogió hasta convertirse en una simple abertura, un agujero negro en la roca. A Richard no le atraía en absoluto la idea de meterse en una abertura tan estrecha. El aire gemía al atravesar el conducto, agitando y sacudiendo la llama de la antorcha. El joven introdujo la tea dentro del agujero, pero únicamente vio negrura. Mientras la sacaba, se preguntó qué debía hacer. Era un agujero terriblemente pequeño, con el techo y el suelo lisos, y no tenía ni idea de cuánto medía ni de qué se encontraría al otro lado. Desde luego, el aire pasaba por él, lo que indicaba que conducía al otro lado de la cueva —donde se encontraban los gars y el huevo—, pero a Richard le parecía demasiado pequeño.