La mortecina luz del amanecer y el gorjeo de los pájaros le dieron la bienvenida al mundo exterior. Abajo vio a docenas de gars merodeando. Richard se sentó detrás de una roca para descansar. Podía ver el huevo allí abajo, rodeado por vapor. Asimismo vio que era demasiado grande para atravesar con él la cueva. Además, no quería volver a ver una cueva ni en pintura. ¿Qué iba a hacer si no se lo podía llevar por la cueva? Pronto amanecería. Tenía que pensar en una solución.
Algo le picó en la pierna. Richard lo aplastó. Era una mosca de sangre.
¡Maldición! Ahora los gars lo encontrarían. La sangre los atraería. Tenía que pensar en algo.
Una segunda mosca lo picó, y entonces se le ocurrió una idea. Rápidamente, desenfundó el cuchillo e hizo pedazos la pernera del pantalón empapada de sangre. Usó las tiras para limpiarse primero la pierna de sangre y luego ató una piedra al extremo de cada una de ellas.
A continuación, se llevó a los labios el silbato del Hombre Pájaro y sopló con todas sus fuerzas. Sopló una y otra vez. Después, cogió una tira de tela con la piedra atada al extremo y la hizo girar sobre su cabeza, hasta que al final la lanzó. La piedra cayó entre los gars. Richard fue arrojando bien lejos las tiras de tela manchada de sangre, hacia su derecha, entre los árboles. Aunque no las oía, sabía que las moscas de sangre se habían despertado. Tal cantidad de sangre fresca las lanzaría a un frenesí alimenticio.
En el cielo aparecieron pájaros, al principio un puñado pero luego cientos y miles, que descendían en picado hacia las Fuentes Ígneas y se comían las moscas. Abajo reinaba el caos. Los gars bramaban mientras las aves se lanzaban en picado contra ellos para cazar las moscas posadas en las barrigas de las bestias, o para cazarlas al vuelo. Había gars corriendo por todas partes, y algunos alzaron el vuelo. Por cada pájaro que los gars abatían, cientos ocupaban su lugar.
Richard descendió la colina medio agachado, corriendo de roca en roca. No había peligro de que lo oyeran, pues los pájaros armaban un buen alboroto. Los gars agitaban frenéticamente los brazos para tratar de cazar los pájaros, al mismo tiempo que aullaban y chillaban. El aire hervía de plumas. Richard deseó que el Hombre Pájaro estuviera allí para presenciar el espectáculo.
El joven abandonó la protección que le ofrecía una roca y corrió hacia el huevo. En medio del caos los gars tropezaban unos contra otros, atacándose entre sí en vez de a los pájaros. Uno de ellos lo vio, pero Richard lo atravesó con la espada. Al siguiente le cercenó las piernas a la altura de las rodillas. El gar cayó al suelo aullando. Un tercero lo atacó, y Richard le cortó un ala, y al siguiente, los brazos. Los dejaba deliberadamente con vida para que echaran a correr como locos, aullando y chillando, alimentando así la confusión. En medio de tanto caos, algunos gars lo vieron pero no lo atacaron. Pero Richard sí.
Junto al huevo mató a dos. Levantó el huevo del nido con ambos brazos. Estaba caliente, pero no quemaba. Pesaba más de lo que había supuesto, por lo que tuvo que llevarlo con ambos brazos. Sin perder tiempo, corrió hacia la izquierda, hacia el barranco que separaba las colinas. Los pájaros volaban en todas direcciones y algunos se estrellaban contra él. Reinaba un caos absoluto. Entonces vio a dos gars que iban a por él. Richard dejó el huevo en el suelo, mató al primero y cortó las piernas al segundo. A continuación reemprendió su precipitada carrera, aunque siempre teniendo cuidado de no caer y romper el huevo. Otro gar lo atacó. La bestia eludió el primer embate de la espada, pero Richard lo atravesó cuando se abalanzó sobre él.
Jadeando por el esfuerzo, el Buscador corrió entre las colinas. Notaba los brazos doloridos y cansados por llevar tanto peso. Los gars aterrizaban a su alrededor, con ojos verdes relucientes de rabia. El joven dejó el huevo en el suelo y embistió contra su primer adversario, al que cortó de un tajo parte de un ala y la cabeza. Sus compañeros se lanzaron contra él, aullando.
Los árboles y las rocas de alrededor brillaron cuando el fuego consumió varias de las bestias. Richard alzó la vista y vio a Escarlata suspendida en el aire sobre su cabeza, agitando sus enormes alas y quemando todo lo que le rodeaba. Con una garra cogió el huevo, mientras con la otra lo cogía a él por la cintura y lo alzaba. Justo levantaban el vuelo cuando dos gars lo atacaron. Uno fue víctima de la espada de Richard y el otro del fuego de Escarlata.
El dragón lanzó un rugido de furia contra los gars mientras se elevaba, con Richard suspendido de una de sus garras. El joven decidió que ésa no era su forma favorita de volar, pero, desde luego, era mejor que luchar contra esas inmundas bestias. Otro gar apareció por debajo de él y trató de llegar al huevo. Richard lo golpeó en un ala. El gar se desplomó aullando y dando vueltas. Ninguno más atacó.
Escarlata se fue elevando cada vez más en el aire, alejándose de las Fuentes Ígneas. Suspendido de una garra, Richard se sentía como si fuera la comida que una mamá pájaro llevaba a su polluelo. La garra de Escarlata le hacía un poco de daño en las costillas, pero no se quejó. No quería que el dragón lo dejara ir y que se estrellara contra el suelo.
Volaron durante horas. Richard acabó encontrando una posición un poco más cómoda en las garras de Escarlata y se dedicó a contemplar las colinas y los árboles que desfilaban a sus pies. También vio ríos, campos e incluso algunas ciudades y aldeas. Las colinas fueron creciendo en altura y haciéndose más escarpadas, como si la roca brotara del paisaje. Ante ellos se alzaban precipicios y picos de rocas recortadas. Escarlata se deslizaba por encima de las rocas, que a Richard le daba la impresión que iba a rozar con los pies. Ahora el paisaje era desolador y desprovisto de toda vida. La piedra, marrón y gris, parecía haber sido apilada al azar por un gigante, como monedas sobre una mesa, de modo que formara delgadas columnas. Las había solitarias y otras agrupadas en racimos, aunque las más se habían desplomado.
Por encima de las columnas de roca, y más allá, se elevaban enormes precipicios rocosos y escarpados, llenos de grietas y hendiduras, de salientes y repisas. Un puñado de nubes flotaba por delante de los precipicios. Escarlata viró hacia una pared rocosa. Justo cuando Richard creía que iban a estamparse contra ella, el dragón se detuvo de pronto en el aire con un revoloteo de sus enormes alas y lo dejó en una cornisa antes de aterrizar.
En el fondo de la cornisa había un agujero en la roca, por el que Escarlata se introdujo a duras penas. En lo más profundo del agujero, en un lugar resguardado del calor y la luz, había un nido de piedras en el que Escarlata depositó el huevo, tras lo cual le lanzó su flamígero aliento. Richard observó cómo acariciaba el huevo con una garra, lo inspeccionaba, dándole suavemente la vuelta, y lo arrullaba. El leviatán lo rodeó con una suave lengua de fuego, ladeó la cabeza, escuchó y observó.
—¿Está bien? —preguntó Richard en voz baja.
Escarlata posó en él unos ojos amarillos de amorosa mirada y respondió:
—Sí, está bien.
—Me alegro, Escarlata. De veras que sí.
El joven fue a acercarse al dragón, que se había aposentado acomodado junto al huevo. Inmediatamente, Escarlata alzó la cabeza en actitud amenazante. Richard se detuvo.
—Sólo quiero la mochila. La llevas colgada de una púa a la espalda.
—Lo siento. Adelante.
Richard recuperó su mochila y se situó a un lado, junto a la pared, para tener más luz. Al echar un vistazo por encima de la cornisa, se dio cuenta de que debían de encontrarse a mucha altura. Con el ferviente deseo de que Escarlata fuese un dragón de palabra, Richard se sentó y sacó unos pantalones de repuesto.