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Dentro de la mochila encontró algo más: el tarro de crema de Denna, que aún contenía un resto del ungüento de aum que él mismo había preparado cuando Rahl hizo daño a la mord-sith. Denna debía de haber recogido el sobrante y se lo había metido en la mochila. El agiel le llevó a la memoria unos recuerdos que le hicieron sonreír tristemente. ¿Cómo era posible que aún sintiera cariño por alguien que lo había torturado sin piedad? Porque la había perdonado, por eso, la había perdonado con la magia blanca.

El ungüento de aum obró maravillas; le alivió el ardor de las heridas y le calmó el dolor. Richard lanzó un débil gemido y mentalmente dio las gracias a Denna por habérsela puesto en la mochila. Acto seguido, se despojó de lo que quedaba de sus pantalones.

—Estás gracioso sin pantalones.

Richard giró sobre sus talones. Escarlata lo estaba observando.

—A ningún hombre le gusta escuchar algo así de una hembra, ni siquiera si esa hembra es un dragón. —El joven le dio la espalda y se puso los nuevos pantalones.

—Estás herido. ¿Fueron los gars?

—No. Fue en la cueva —respondió en voz baja. Aún tenía muy fresca la horrible experiencia. El joven se sentó, se recostó contra la pared y clavó los ojos en las botas—. Tuve que meterme por un pequeño agujero en la roca. No había otro camino. Pero me quedé atascado. —Richard alzó la mirada hacia los ojos amarillos del dragón—. Desde que abandoné mi hogar para detener a Rahl el Oscuro, he estado muchas veces asustado. Pero allí, atascado en el agujero, a oscuras, con la roca que me oprimía tanto que no podía ni respirar… bueno, fue una de las peores experiencias de mi vida. Mientras estaba atascado algo me agarró una pierna y me clavó unas garras pequeñas pero muy afiladas. Eso fue lo que me hizo mientras trataba de escapar.

Escarlata se quedó mirándolo largamente, en silencio, con una garra posada encima del huevo.

—Gracias, Richard Cypher, por cumplir tu palabra y recuperar mi huevo. Aunque no seas un dragón, eres muy valiente. Nunca creí que un humano sería capaz de arriesgar la vida por un dragón.

—No lo hice sólo por tu huevo. Lo hice porque debía, para que me ayudaras a encontrar a mis amigos.

Escarlata meneó la cabeza.

—Y también eres honrado. Creo que, tal vez, lo habrías hecho de todos modos. Siento mucho que te hayan herido y que te llevaras tal susto, y todo por ayudarme. Normalmente, los hombres tratan de matar a los dragones. Es posible que tú seas el primero que haya ayudado a uno. Supongo que entiendes por qué dudaba.

—Bueno, me alegro de que decidieras intervenir. Los gars estaban a punto de atraparme. Por cierto, ¿no te dije que te mantuvieras al margen? ¿Por qué me seguiste?

—Me avergüenza confesar que creí que tratabas de escapar. Me había acercado para echar un vistazo cuando oí el alboroto. Te compensaré. Te ayudaré a encontrar a tus amigos, como te prometí.

—Gracias, Escarlata —respondió Richard con una amplia sonrisa—. Pero ¿y el huevo? ¿Puedes dejarlo solo? ¿No temes que Rahl lo robe de nuevo?

—No, de aquí no podrá. Cuando me arrebató el huevo busqué sin descanso un sitio como éste, por si lo recuperaba. Aquí estará seguro. Rahl no podrá llegar hasta él. En cuanto a dejarlo solo, eso no es problema. Cuando los dragones se marchan de caza simplemente calientan la roca con su aliento, para que el huevo no se enfríe en su ausencia.

—Escarlata, el tiempo apremia. ¿Cuándo podemos irnos?

—Enseguida.

46

Fue un día frustrante. Escarlata sobrevoló a baja altura densos bosques, y ambos examinaban con atención los caminos y senderos. No hallaron ni rastro de sus amigos. Richard se sentía descorazonado. Estaba tan exhausto que apenas podía seguir asido a las púas del dragón, pero no quería descansar; tenía que encontrar a Zedd y a Kahlan. Por si el cansancio no fuera suficiente, tenía un terrible dolor de cabeza de tanto forzar la vista. Cada vez que avistaban gente, olvidaba la fatiga y la falta de sueño, pero cada vez tenía que decirle a Escarlata que no eran sus amigos.

El dragón descendió y pasó casi rozando las copas de unos pinos que crecían en la linde de un campo, a la vez que lanzaba un grito tan penetrante que Richard se sobresaltó. El dragón se ladeó y describió una curva tan brusca que el joven se mareó. El rugido del dragón había levantado un ciervo, que ahora corría por el alto pasto marrón. Escarlata se lanzó en picado hacia el campo, ganando cada vez más velocidad. Sin ningún esfuerzo, agarró al ciervo y le rompió el cuello. Le había resultado tan sencillo conseguir una presa que Richard se sintió intimidado.

Escarlata se remontó más y más atravesando algodonosas nubes hacia la dorada luz del atardecer. Richard se sentía como si la esperanza abandonara su corazón de igual modo que la luz abandonaba el día. Sabía que Escarlata volvía a su nido. Quería pedirle que prolongaran la busca un poco más, mientras aún había luz, pero sabía que el dragón tenía que regresar al nido para ocuparse del huevo.

Era casi de noche cuando Escarlata aterrizó sobre el saliente rocoso. El dragón esperó a que Richard se apeara, deslizándose sobre sus escamas rojas, antes de correr hacia el huevo. El joven se apartó a un lado y se arrebujó en la capa.

Después de revisar el huevo, arrullarlo y calentarlo con su aliento, Escarlata se ocupó del ciervo, no sin antes decirle a Richard:

—Diría que no comes demasiado. Supongo que podría darte un poco.

—¿Me lo asarás? Yo no como carne cruda.

Escarlata contestó afirmativamente, por lo que Richard se cortó un buen pedazo, lo clavó en la punta de la espada y sostuvo ésta en alto, a la vez que ladeaba la cabeza para protegerse del calor. El dragón envolvió el pedazo de carne en una suave lengua de fuego. Richard volvió a apartarse a un lado y comió la carne tratando de no mirar cómo el dragón despedazaba el ciervo con los colmillos y las garras, lanzando al aire grandes pedazos y tragando sin apenas masticar.

—¿Qué vas a hacer si no encontramos a tus amigos?

Richard tragó antes de contestar:

—Tenemos que encontrarlos.

—Sólo faltan cuatro días para el invierno.

—Lo sé. —Con los dedos pulgar e índice, el joven separó una pequeña tira de carne.

—Un dragón prefiere morir antes que someterse —declaró Escarlata, agitando la cola.

—Si uno elige solamente por sí mismo, es posible, pero ¿y los demás? —replicó Richard, alzando la mirada hacia el leviatán—. Tú decidiste someterte para salvar tu huevo, para dar a tu cría la oportunidad de vivir.

En vez de responder, Escarlata gruñó y regresó de nuevo junto a su huevo, al que acarició con las garras.

Richard sabía que si no conseguía dar con la última caja y detener a Rahl, tendría que salvar la vida de todos los demás, tendría que salvar a Kahlan de caer en manos de una mord-sith y, para ello, debería ayudar a Rahl a abrir la caja correcta. De ese modo Kahlan podría llevar el tipo de vida a la que estaba acostumbrada una Confesora.

La idea de ayudar a Rahl el Oscuro a hacerse con el poder absoluto lo deprimía y lo desesperaba. Pero ¿es que acaso tenía elección? Tal vez Shota no se había equivocado. Zedd y Kahlan iban a intentar matarlo. Tal vez merecía que lo mataran por pensar en ayudar a Rahl el Oscuro. En caso de poder elegir, prefería evitar que una mord-sith hiciera daño a Kahlan. Tendría que ayudar a Rahl.

El joven se recostó contra la roca, demasiado trastornado por las elecciones que tenía para acabarse la carne. Apoyó la cabeza en la mochila, se abrigó con la capa y pensó en Kahlan. Inmediatamente se quedó dormido.

Al día siguiente Escarlata se internó en D’Hara y voló encima de donde antes se alzaba El Límite, inspeccionando caminos y sendas. Unas nubes altas y delgadas filtraban la luz del sol. Richard deseaba que sus amigos no estuvieran tan cerca de Rahl el Oscuro, pero si Zedd había localizado la piedra noche antes de que Rahl la destruyera y había averiguado que se hallaba en el Palacio del Pueblo, seguro que se dirigían hacia allí. El dragón planeaba a baja altura sobre todos los que veía, dándoles un buen susto, pero nunca eran quienes buscaban.