Como mago de Primera Orden, sabía perfectamente que ir a D’Hara era una locura, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que ir allí si existía la más mínima posibilidad de rescatar a Richard. Dentro de tres días empezaría el invierno. Rahl el Oscuro sólo tenía dos cajas, por lo que iba a morir. Pero, si no lograban sacar a Richard del Palacio del Pueblo, Rahl el Oscuro lo mataría antes.
Zedd rememoró una vez más el encuentro con Rahl el Oscuro del día anterior. Por mucho que lo intentara, no comprendía qué había sucedido. Había sido de lo más extraño. Era evidente que Rahl estaba desesperado por encontrar la tercera caja, tan desesperado que no lo mató cuando tuvo la oportunidad. A él, el mago que había matado a su padre, al que llevaba buscando tantos años. Pero había otra cosa aún más ilógica.
Al ver a Rahl llevar la espada de Richard, Zedd tuvo escalofríos. ¿Qué razón tendría Rahl el Oscuro, capaz de dominar la magia de ambos mundos, para llevar la Espada de la Verdad? Y, sobre todo, ¿qué le habría hecho a Richard para arrebatarle la espada?
Lo más desconcertante del comportamiento de Rahl había sido cuando amenazó a Kahlan con la espada. Zedd nunca se había sentido más impotente en toda su vida. Había sido una estupidez tratar de detenerlo con dolor. Aquellos que estaban en posesión del don y que habían sobrevivido a la prueba del dolor, podían soportarlo. Pero ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? Ver a Rahl el Oscuro amenazar a la Confesora con la Espada de la Verdad le había dolido enormemente. Por un momento había estado seguro de que Rahl iba a matarla, pero enseguida, antes de poder reaccionar —aunque poco habría podido hacer él—, a Rahl se le llenaron los ojos de lágrimas y bajó el arma. ¿Por qué Rahl el Oscuro iba a molestarse en usar la espada si quería matar a Kahlan, o a cualquiera de ellos? Podía matarlos con un simple chasquido de sus dedos. ¿Por qué iba a querer usar la espada? ¿Y por qué no lo había hecho?
Pero, lo peor de todo, era que había vuelto la hoja blanca. Al verlo, a Zedd casi se le habían salido los ojos de sus órbitas. Las profecías hablaban de aquel que volvería la Espada de la Verdad blanca, sin especificar más. La idea de que ése pudiera ser Rahl el Oscuro lo aterraba en lo más íntimo de su ser. Que pudiera ser Richard quien volviera blanca la espada ya lo asustaba, pero que fuese Rahl…
El velo, lo llamaban las profecías, el velo entre el mundo de la vida y el de la muerte. Las profecías pronosticaban que si la magia del Destino rompía ese velo, por medio de un agente, únicamente podría restablecerlo aquel que hubiera vuelto blanca la Espada de la Verdad. De no ser así, el inframundo invadiría el mundo de los vivos.
La palabra «agente» tenía una terrible trascendencia que inquietaba mucho a Zedd. Podría significar que Rahl el Oscuro no actuaba por cuenta propia, sino que era un simple agente. Un agente del inframundo. Así lo daba a entender el hecho de que hubiera llegado a dominar la Magia de Resta, la magia del inframundo. Asimismo daba a entender que, incluso si Rahl fracasaba y moría, la magia del Destino rasgaría el velo. Zedd trató de no darles más vueltas a aquellas profecías. Con sólo imaginarse que el inframundo se desbordaba de sus límites, sentía una mano que le atenazaba la garganta. Si eso ocurría, prefería estar muerto. Prefería que todos estuvieran ya muertos.
Zedd volvió la cabeza para contemplar el sueño de Kahlan. La Madre Confesora. La última de las Confesoras creadas por los antiguos magos. El corazón le dolía al pensar que Kahlan sufría; le dolía al recordar que había sido incapaz de ayudarla cuando Rahl la amenazó con la espada; le dolía por el amor que la mujer sentía por Richard y por lo que no podía decirle.
Si, al menos, no hubiera sido Richard. Cualquiera menos Richard. No hay nada sencillo.
De pronto, se levantó. Algo ocurría. Chase debería haber regresado hacía rato. El mago despertó a Kahlan poniéndole un dedo sobre la frente.
La preocupación de Zedd se reflejó en la mujer.
—¿Qué ocurre? —susurró.
Zedd guardó silencio, tratando de percibir signos de vida alrededor.
—Chase todavía no ha vuelto.
—Tal vez se ha quedado dormido —sugirió Kahlan, pero Zedd enarcó una ceja—. Bueno, quizás haya una buena razón. Tal vez no sea nada.
—Nuestros caballos se han ido.
Kahlan se puso de pie y buscó su cuchillo.
—¿Sientes dónde está?
—No está solo. —Zedd se estremeció—. Lo acompañan otros que han sido tocados por el inframundo.
El mago se puso de pie de un brinco. Justo entonces Chase apareció en el campamento, impulsado por un empellón, se tambaleó y cayó de cara al suelo. Tenía los brazos atados a la espalda y estaba cubierto de sangre. El guardián del Límite gruñó caído en tierra. Zedd sintió la presencia de hombres alrededor del campamento. Eran cuatro y lo que percibió en ellos lo asqueó.
El hombretón que había empujado a Chase hizo acto de presencia. Tenía el pelo corto y rubio, erizado, con un único mechón de pelo oscuro. Sus fríos ojos y su sonrisa causaron escalofríos al mago.
—Demmin Nass —dijo Kahlan entre dientes. La Confesora estaba medio agachada.
—Ah, has oído hablar de mí, Madre Confesora —comentó el hombre con una perversa sonrisa, metiéndose ambos pulgares debajo del cinturón—. Ni que decir tiene que he oído hablar mucho de ti. Este amigo tuyo ha matado a cuatro o cinco de mis mejores hombres. Será ejecutado más adelante, después de los festejos. Antes, quiero que disfrute viendo qué te hacemos.
Kahlan miró alrededor y vio que otros tres hombres, no tan fornidos como Demmin Nass pero sí más que Chase, salían del bosque. Estaban rodeados, aunque aquello no era problema para un mago. Todos los hombres eran rubios, muy musculosos y, pese al frío de la mañana, se veían sudorosos. Era evidente que Chase no se lo había puesto nada fácil. Por el momento no empuñaban armas, se sentían los amos de la situación.
Tanta confianza irritó a Zedd, y sus sonrisas lo enfurecieron. A la luz del amanecer, los cuatro pares de ojos azules tenían una mirada muy penetrante.
El mago era consciente de que se hallaba frente a una cuadrilla y sabía qué hacían las cuadrillas a las Confesoras. Muy bien. Zedd notó que la sangre le hervía en las venas: no iba a permitir que le hicieran eso a Kahlan. Mientras él siguiera con vida, no.
Demmin Nass y Kahlan se miraban de hito en hito.
—¿Dónde está Richard? ¿Qué le ha hecho Rahl? —preguntó Kahlan.
—¿Quién?
—El Buscador —contestó la mujer con la mandíbula tensa.
Demmin sonrió.
—Ah bueno, ahora eso es asunto del amo Rahl y mío. A ti no te importa.
—Responde —exigió la mujer.
La sonrisa del hombretón se hizo más ancha.
—Ahora mismo deberías preocuparte de otras cosas, Confesora. Estás a punto de hacer pasar un buen rato a mis hombres. Quiero que no lo olvides y que te asegures de que disfrutan. El Buscador no es asunto tuyo.
Zedd decidió que era el momento de poner fin a aquello antes de que ocurriera nada más. Así pues, alzó ambas manos y lanzó la red paralizadora más potente que pudo tejer. Un fuerte estallido de luz verde, que se desvió simultáneamente en cuatro direcciones, iluminó el campamento. La luz golpeó a cada uno de los cuatro hombres con un impacto sordo.
Antes de que el mago tuviera tiempo de reaccionar, pasaron cosas terribles.
La luz verde golpeó a los hombres e, inmediatamente, rebotó. Demasiado tarde Zedd se dio cuenta de que estaban protegidos por un hechizo, por magia del inframundo, que él no había podido detectar. Los cuatro rayos de luz verde, procedentes de las cuatro direcciones, convergieron en el mago. Zedd quedó paralizado por su propia red. Estaba indefenso. Por mucho que se esforzara, no podía mover ni un solo músculo.