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El efecto debía ser, y era, realmente aterrador. Era una advertencia dirigida a los inocentes y un juramento dirigido a los culpables.

Después de desenredarse el cabello, la mujer sacó de la mochila su vestido de Confesora y se lo puso. Cuando Chase regresó, le devolvió la capa dándole las gracias.

—Póntela —le sugirió el guardián—, es más caliente que la tuya.

—La Madre Confesora no lleva capa.

Chase no discutió, sino que comentó:

—Los caballos se han ido. Todos.

—Pues iremos a pie —respondió Kahlan, indiferente—. No descansaremos por la noche, seguiremos andando. Si lo deseáis podéis acompañarme, siempre y cuando no me retraséis.

Chase enarcó una ceja ante aquel involuntario insulto, pero hizo caso omiso. La mujer dio media vuelta y echó a andar sin molestarse en recoger ninguna de sus cosas. Chase lanzó una mirada a Zedd, al mismo tiempo que resoplaba.

—Yo no pienso marcharme sin mis armas —afirmó el guardián del Límite, inclinándose para recoger sus cosas.

—Tendremos que darnos prisa si no queremos perderla. Kahlan no nos esperará. —El mago recogió la mochila de Kahlan, en la que embutió cosas a toda prisa—. Será mejor que cojamos algunas provisiones, al menos. Chase, no creo que salgamos de esto con vida —dijo, alisando un pliegue de la mochila—. El Con Dar es una empresa suicida. Tú tienes familia. No tienes por qué ir.

—¿Qué es una mord-sith? —preguntó tranquilamente el guardián, sin alzar la vista.

El mago tragó saliva y agarró la mochila con tanta fuerza que sus manos temblaron.

—Las mord-sith son mujeres a las que se entrena desde que son niñas en el arte de la tortura y en el uso de un despiadado instrumento para causar dolor llamado agiel. Era esa cosa roja que Rahl el Oscuro llevaba colgada del cuello. Las mord-sith actúan contra quienes poseen magia. Son capaces de arrebatar la magia de su víctima y usarla después contra ella. —A Zedd se le quebró la voz—. Richard no lo sabía, de modo que no tuvo ninguna oportunidad. El único objetivo en la vida que persigue una mord-sith es torturar hasta la muerte a los poseedores de magia.

—Yo también voy —dijo Chase, metiendo rápidamente una manta en la mochila.

—Me alegrará gozar de tu compañía —contestó Zedd.

—¿Son un peligro para nosotros esas mord-sith?

—Para ti no, pues no posees magia, y tampoco para los magos. Yo estoy protegido.

—¿Y Kahlan?

—Para ella tampoco. La magia de una Confesora es distinta de todas las demás. Si una Confesora toca a una mord-sith, ésta muere. Es una muerte terrible. Lo presencié una vez y espero no volver a verlo nunca. —Zedd recorrió con la mirada la sangre del suelo, pensando en lo que los hombres de Rahl habían hecho a Kahlan y también en lo que habían estado a punto de hacerle—. He visto muchas cosas que espero no volver a ver nunca más —susurró.

Mientras Zedd se echaba la mochila de Kahlan al hombro, se notó un impacto en el aire, un trueno silencioso. Ambos echaron a correr por la senda en busca de Kahlan. A poca distancia, se toparon con el cuerpo del último miembro de la cuadrilla, el que montaba guardia. El hombre tenía su propia espada clavada en el pecho y aún sujetaba la empuñadura con ambas manos.

Los dos echaron a correr de nuevo hasta que alcanzaron a Kahlan. La mujer caminaba resuelta, con la mirada al frente, indiferente a todo lo que la rodeaba. Su vestido de Confesora ondeaba y se agitaba a su espalda como una bandera en el viento. A Zedd siempre le había parecido que las Confesoras estaban muy guapas con aquellos vestidos, especialmente con el blanco de la Madre Confesora.

Pero ahora lo veía como lo que en realidad era: una armadura de batalla.

48

Lloviznaba. El agua le corría a Richard por la cara y le goteaba de la punta de la nariz, lenta pero continuamente. Con un gesto impaciente, se pasó la mano. Estaba tan cansado que apenas sabía qué hacía. Lo único que sabía con seguridad era que no podía hallar a Kahlan, Zedd y Chase. Los había buscado sin descanso, recorriendo la maraña de sendas y trochas que conducían hacia el Palacio del Pueblo, avanzando y volviendo a retroceder. Pero no había ni rastro de ellos. Richard era consciente de que había una infinidad de caminos y sendas, y de que sólo había explorado una parte muy pequeña. Únicamente se había concedido un breve descanso por la noche, sobre todo pensando en el caballo, y a veces había seguido él buscando a pie. Desde que había abandonado el campamento de su hermano, el cielo había estado cubierto de densas nubes bajas, lo que limitaba la visibilidad. El joven se sentía furioso por su aparición, justo cuando más necesitaba a Escarlata.

Sentía que todo conspiraba en su contra, que los hados eran favorables a Rahl el Oscuro. Seguramente Rahl ya tenía en su poder a Kahlan. Era demasiado tarde. Kahlan ya debía de encontrarse en el Palacio del Pueblo.

Richard espoleó al caballo para que ascendiera por una empinada senda que se abría entre grupos de altos pinos. El esponjoso musgo amortiguaba el ruido de los cascos del animal. La oscuridad lo ocultaba casi todo. Mientras iba subiendo entre la niebla y la oscuridad, los árboles fueron raleando, dejando al joven expuesto al frío viento que azotaba la ladera, que hacía flamear su capa y gemía. Richard se echó la capucha sobre la cara para protegerse de los elementos. Aunque no podía ver nada, sabía que había llegado a la cima del paso de montaña y que empezaba a descender la ladera del otro lado.

Era noche avanzada. El amanecer iluminaría el primer día de invierno; el último día de libertad.

Richard descubrió un pequeño refugio bajo un saliente rocoso y decidió dormir unas pocas horas antes del alba, que sería la última para él. Penosamente se apeó del húmedo lomo del caballo y lo ató a un arbusto. Ni siquiera se molestó en desprenderse de la mochila, sino que se limitó a envolverse bien en la capa, hacerse un ovillo bajo la roca y tratar de dormir, pensando en Kahlan, pensando en lo que tendría que hacer para evitar que cayera en las manos de una mord-sith. Después de ayudar a Rahl el Oscuro a abrir la caja que le iba a proporcionar el poder que tanto anhelaba, Rahl lo mataría. Por mucho que Rahl le asegurara que sería libre para continuar con su vida, ¿qué tipo de vida le esperaba después de ser tocado por el poder de Kahlan?

Además, sabía que Rahl el Oscuro mentía, que su intención era matarlo. Lo único que podía esperar era una muerte rápida. Sabía que con su decisión de ayudar a Rahl estaba condenando a Zedd, pero muchos más se salvarían. Vivirían bajo el yugo de Rahl el Oscuro pero, al menos, vivirían. Richard no podía soportar la idea de ser el responsable del fin de toda la vida. Rahl no había mentido al decirle que había sido traicionado y, probablemente, tampoco mentía cuando aseguraba que sabía qué caja lo mataría. E, incluso si mentía, Richard no podía poner en peligro la vida de todos. No tenía otra opción que ayudar a Rahl el Oscuro.

Las costillas aún le dolían por la tortura que había sufrido a manos de Denna. Todavía sentía punzadas al tumbarse y al respirar. Desde la noche que abandonara el Palacio del Pueblo, tenía pesadillas en las que revivía todo lo que Denna le había hecho, las pesadillas que Richard le había prometido que tendría. Soñaba que colgaba indefenso mientras Denna lo torturaba, sin poder detenerla ni escapar. También soñaba que Michael estaba allí, contemplando su martirio. A veces soñaba que la torturada era Kahlan, y Michael estaba presente.

Se despertó bañado en sudor, temblando de miedo y gimoteando, aterrorizado. Los sesgados rayos del sol, que acababa de aparecer en el horizonte, hacia el este, penetraban debajo de la roca.

Richard se levantó y, mientras estiraba sus entumecidos músculos, contempló el alba del primer día de invierno. Hacia el este se desplegaba un inmenso manto de nubes, como un mar gris teñido de naranja, del que sobresalían los altos picos que rodeaban la montaña en la que él se hallaba.