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Solamente una cosa rompía aquel mar de nubes: el Palacio del Pueblo. En la distancia, iluminado por la luz del sol, coronaba orgulloso la meseta, alzándose por encima de las nubes, esperándolo. Richard notó una sensación fría en el vientre. Le quedaba un buen trecho. Había juzgado mal la distancia que lo separaba del palacio; estaba mucho más lejos de lo que esperaba. No podía perder ni un minuto. Cuando el sol llegara a su cenit, Rahl abriría las cajas.

Al dar media vuelta, percibió algo que se movía. El caballo lanzó un aterrorizado relincho. Los aullidos rasgaron el silencio de la mañana. Eran canes corazón.

Richard desenvainó la espada, mientras una avalancha de canes invadía la roca. Antes de que pudiera dar ni un paso hacia el caballo, los canes lo abatieron. Inmediatamente, más canes se abalanzaron sobre el pobre animal. El joven fue presa de una momentánea parálisis, pero enseguida subió de un salto encima de la roca bajo la cual había dormido. Los canes corazón lo atacaron haciendo chasquear los dientes. Richard reprimió con la espada la primera oleada de atacantes y, cuando la segunda pasó al ataque, se retiró a un punto más elevado. Richard blandía la espada, atravesando a las bestias, que avanzaban gruñendo y aullando.

Era como un mar de pelaje marrón que amenazaba con engullirlo en una de sus embestidas. Desesperado, el joven daba tajos y hundía el acero en los canes, mientras trataba de ir retrocediendo. Más canes aparecieron sobre la roca, a su espalda. El joven saltó a un lado y los dos grupos de atacantes chocaron entre sí y empezaron a pelear ferozmente, disputándose quién sería el primero en arrancarle el corazón.

Richard subió más alto, reprimiendo el avance de las bestias y matando a cualquiera que se acercara lo suficiente. No obstante, sabía que era un esfuerzo inútil, pues eran demasiadas. El joven se fundió con la cólera de la magia de su espada y se batió furiosamente, mientras se internaba en las filas de sus enemigos. Ahora no podía fallar a Kahlan. El mundo pareció llenarse de colmillos amarillos que pretendían clavarse en su carne. El aire se tornó rojo con la sangre de las bestias muertas.

De pronto, empezó a arder.

El fuego brotó por todas partes. Los canes corazón lanzaban agónicos aullidos, mientras el dragón rugía de furia. Con la sombra de Escarlata suspendida sobre él, Richard atravesaba con la espada a todo can corazón que osara acercarse lo suficiente. Por todas partes flotaba el olor a sangre y a pelo quemado.

Escarlata lo cogió con una garra por la cintura y lo alejó de las bestias, que saltaban intentando alcanzarlo. Mientras Richard jadeaba por el esfuerzo de la feroz lucha, Escarlata lo llevó volando hasta un claro en otra montaña, donde lo dejó suavemente en tierra y luego se posó.

Richard, al borde de las lágrimas, se abrazó a las escamas rojas del dragón, las acarició y apoyó la cabeza en ellas.

—Gracias, amiga. Me has salvado mi vida. Has salvado muchas vidas. Eres un dragón de honor.

—Me he limitado a cumplir mi parte del trato, eso es todo. —Escarlata resopló, lanzando humo y añadió—: Además, alguien tenía que ayudarte. Parece que tú solo no haces otra cosa que meterte en líos.

—Eres la criatura más hermosa que he visto en toda mi vida —declaró el joven con una sonrisa. Entonces, aún jadeando, señaló la meseta—. Escarlata, tengo que ir allí, al Palacio del Pueblo. ¿Podrías llevarme, por favor?

—¿No has encontrado a tus amigos? ¿Ni a tu hermano?

Richard se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

—Mi hermano me ha traicionado. Me ha vendido a mí y a todo el mundo a Rahl el Oscuro. Ojalá los humanos tuvieran tanto honor como los dragones.

Escarlata gruñó y las escamas que le cubrían la garganta vibraron.

—Lo lamento, Richard Cypher. Vamos, sube. Te llevaré.

El dragón batió las alas con movimientos lentos y continuos, que lo elevaron por encima del mar de nubes que cubrían las llanuras Azrith. Transportaba a Richard al último lugar al que éste hubiera querido ir si tuviera elección. Gracias a Escarlata, un viaje que a él le hubiera tomado casi todo el día a caballo, le costó menos de una hora. El dragón retrajo las alas y se lanzó en un vertiginoso picado hacia la meseta. El viento azotaba las ropas del joven. Desde el aire, Richard pudo apreciar el Palacio del Pueblo en toda su magnitud. Parecía imposible que fuese obra de la mano del hombre, pues era como un sueño. Era como si las mayores ciudades del mundo se hubieran unido.

Escarlata sobrevoló la meseta, sobre una multitud de torres, muros y tejados, todos distintos, que hicieron que Richard se sintiera mareado. El dragón salvó la muralla exterior y se posó en un enorme patio, agitando las alas para que el descenso fuese suave. No había ni soldados ni ninguna otra persona a la vista.

Richard bajó del dragón deslizándose por sus escamas y aterrizó sobre los pies con un ruido sordo. Escarlata bufó.

—Los seis días de nuestro trato han acabado. La próxima vez que nos veamos, podré comerte.

Richard le sonrió.

—Como quieras, amiga mía, pero dudo que volvamos a vernos. Hoy voy a morir.

—Procura que eso no suceda, Richard Cypher —le dijo el dragón, observándolo con uno de sus ojos amarillos—. Sería una lástima no poder comerte.

Richard sonrió más ampliamente, mientras le frotaba una brillante escama.

—Cuida de tu pequeño dragón cuando salga del huevo. Me encantaría poder verlo. Apuesto a que será tan hermoso como tú. Sé que odias que los humanos te monten porque lo hacen en contra de tu voluntad, pero gracias por permitirme conocer el placer de volar. Lo considero un privilegio.

—A mí también me gusta volar. —Escarlata lanzó una vaharada de humo—. Eres una persona excepcional, Richard Cypher. Nunca había conocido a nadie como tú.

—Soy el Buscador. El último Buscador.

Escarlata asintió con su enorme cabeza.

—Cuídate mucho, Buscador. Posees el don. Úsalo. Usa todos los medios a tu alcance para luchar. No te rindas. No te sometas. Si tienes que morir, que sea luchando con todo lo que tienes y todo lo que sabes, como haría un dragón.

—Ojalá fuese tan sencillo. Escarlata, antes de que El Límite cayera, ¿llevaste alguna vez a Rahl el Oscuro a la Tierra Occidental?

—Sí, varias veces.

—¿Adónde fuisteis?

—A una casa de piedra blanca con tejados de pizarra, mayor que las otras casas. Una vez lo llevé a otra, una muy sencilla. Allí mató a un hombre; oí los gritos. Y, en otra ocasión, a otra casa también muy sencilla.

La casa de Michael, la de su padre y la suya propia. Richard bajó la mirada hacia el suelo, sufriendo el dolor de oírlo.

—Gracias, Escarlata —dijo, tragando saliva, y alzó de nuevo la vista hacia el dragón—. Si alguna vez Rahl el Oscuro intenta someterte de nuevo, espero que tu pequeño dragón esté a salvo y que puedas luchar hasta la muerte. Eres una criatura demasiado noble para ser sometida.

Escarlata esbozó una sonrisa y remontó el vuelo. Richard la observó mientras describía un círculo sobre su cabeza. Entonces, volvió la cabeza hacia el oeste y el resto del cuerpo lo siguió. Richard se quedó mirándola unos minutos, hasta que se perdió en la distancia. Luego, entró en el palacio.

El Buscador observó a los guardias de la entrada, prestos para la lucha, pero los hombres se limitaron a saludarlo cortésmente con una inclinación de cabeza. Era un invitado que regresaba. Los vastos pasillos lo engulleron.

Richard tenía una idea bastante aproximada de la dirección en la que se encontraba el jardín donde Rahl guardaba las cajas, y hacia allí se dirigió. Durante un buen rato no reconoció los corredores, pero luego algunos empezaron a parecerle familiares y recordó arcos, columnas y patios de oración. Pasó junto al pasillo en el que se encontraban las habitaciones de Denna, pero evitó mirar en esa dirección.