Rahl el Oscuro sonrió de nuevo. Se lamió las yemas de los dedos y después se los pasó por las cejas.
—Muy bien, Richard. Tenía que asegurarme de que decías la verdad.
—Lo juro, lo juro por la vida del ama Kahlan. Cada una de las palabras que he dicho es cierta.
Rahl asintió e hizo a Michael una señal. Éste relajó la presión sobre el cuchillo. Kahlan cerró los ojos, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Rahl se volvió hacia las cajas y lanzó un profundo suspiro.
—Al fin —musitó—. La magia del Destino ya es mía.
Aunque no podía verlo, Zedd sintió cómo Rahl el Oscuro levantaba la tapa de la caja del centro, la que arrojaba dos sombras; lo supo por la luz que manó de ella. Aquella luz dorada ascendió y, como si pesara mucho, descendió encima de Rahl, al que iluminó con su resplandor dorado. Rahl el Oscuro dio vueltas, risueño. La luz que lo rodeaba seguía sus movimientos. Entonces, el Padre Rahl se elevó levemente, lo suficiente para no apoyar el peso en los pies, y flotó hasta el centro del círculo de arena, con los brazos extendidos. La luz empezó a girar lentamente a su alrededor. Rahl bajó la mirada hacia Richard.
—Gracias por regresar y ayudarme, hijo mío. Tendrás tu recompensa como te prometí. Me has entregado lo que es mío. Lo siento. Es maravilloso. Puedo sentir el poder.
Richard lo miraba impasible, de pie. Zedd volvió a dejarse caer al suelo. ¿Qué había hecho Richard? ¿Cómo había podido? ¿Cómo había podido entregar a Rahl el Oscuro la magia del Destino, que le permitiría gobernar el mundo? Porque había sido tocado por una Confesora, por eso. No era culpa de Richard; él no había podido evitarlo. Todo había acabado. Zedd le perdonó.
Si conservara su poder, conjuraría el Fuego de Vida y pondría en él toda su energía vital. Pero allí, frente al amo Rahl, él no tenía ningún poder. El mago se sentía muy cansado, aunque sabía que no tendría la oportunidad de hacerse más viejo. Rahl el Oscuro se ocuparía de ello. Zedd no se entristecía por él, sino por el resto del mundo.
Bañado en la luz dorada, Rahl fue elevándose lentamente en el aire por encima de la arena de hechicero. Sus ojos chispeaban y exhibía una sonrisa satisfecha. Entonces inclinó la cabeza hacia atrás, extasiado, cerró los ojos y dejó que el cabello rubio le colgara. A su alrededor giraban chispas de luz.
La arena blanca se tornó dorada y fue oscureciéndose hasta adquirir un tono marrón tostado. La luz que envolvía a Rahl se tiñó de color ámbar. Rahl irguió la cabeza, abrió los ojos y la sonrisa se esfumó.
La arena de hechicero se volvió negra. El suelo tembló.
Richard esbozó una amplia sonrisa. El joven recogió la Espada de la Verdad y dejó que la cólera de la espada se reflejara en sus ojos grises. Zedd se puso de pie. La luz que rodeaba a Rahl el Oscuro adquirió un feo tono marrón. Ahora el Padre Rahl tenía los ojos muy abiertos.
Del suelo brotó un estruendoso quejido. La arena negra se abrió a los pies de Rahl. De la tierra brotó un rayo de luz violeta que lo envolvió. Rahl se retorcía en ella y chillaba.
Richard contemplaba la escena como petrificado, respirando agitadamente.
La prisión invisible que mantenía cautivo a Zedd se hizo pedazos. La mano de Chase pudo completar el recorrido hasta la espada y la desenvainó de golpe, al mismo tiempo que echaba a correr hacia Kahlan. Los dos soldados soltaron a la mujer y salieron a su encuentro.
Michael palideció y contempló, horrorizado, cómo Chase atravesaba a uno de los soldados. Kahlan propinó a Michael un codazo en el vientre, agarró el cuchillo y se lo arrebató de la mano. Viéndose desarmado, Michael buscó frenéticamente una vía de escape en todas direcciones. Inmediatamente echó a correr por un sendero entre los árboles.
Chase y el segundo soldado cayeron al suelo. Ambos gruñían, con intenciones asesinas, mientras rodaban uno sobre el otro, tratando de aventajar al adversario. El hombre de armas lanzó un grito. Chase se puso de pie, pero el otro no. El guardián del Límite echó un vistazo a Rahl el Oscuro y emprendió la persecución de Michael. Zedd vislumbró el vestido de Kahlan cuando ésta desapareció en otra dirección.
El anciano mago se había quedado paralizado, como Richard, contemplando fascinado cómo Rahl se debatía. Pero la magia del Destino lo tenía atrapado. La luz violeta y las sombras lo mantenían prisionero en el aire, sobre el agujero negro.
—Richard —chilló Rahl—. ¿Qué has hecho?
El Buscador se acercó más al círculo de arena negra.
—Lo que vos me habéis ordenado, amo Rahl —contestó, haciéndose el inocente—. Os he dicho lo que queríais oír.
—¡Pero era la verdad! ¡No has mentido!
—Sí, he dicho la verdad, pero no toda. Me he saltado casi todo el último párrafo: «Pero, cuidado. El efecto de las cajas es mudable; depende del propósito. Si deseas ser el Amo supremo para así poder ayudar a los demás, mueve una caja hacia la derecha. Si deseas ser el Amo supremo para así hacer sólo tu voluntad, mueve una caja hacia la izquierda. Gobierna según tu elección». Tu información era correcta; la caja que arrojaba dos sombras era la que te mataría.
—¡Pero tú tenías que obedecerme! ¡Fuiste tocado por el poder de una Confesora!
—¿De veras? —replicó Richard, sonriendo—. Recuerda la Primera Norma de un mago. Es la primera porque es la más importante. Deberías haberla tenido más en cuenta. Éste es el precio de la arrogancia. Yo acepto que soy vulnerable, pero tú no.
»No me gustaban las opciones que me ofrecías. Al darme cuenta de que, siguiendo tus normas nunca podría ganar, decidí cambiarlas. El libro decía que para confirmar la veracidad de las palabras debías usar una Confesora. Tú creíste que lo hacías. Primera Norma de un mago. Lo creíste porque querías creerlo. Te he vencido.
—¡No puede ser! ¡Es imposible! ¿Cómo has sido capaz de hacerlo?
—Tú me enseñaste. Nada, ni siquiera la magia, es unidimensional. Mírala en su totalidad, me dijiste. Todas las cosas tienen dos caras. Mira la totalidad. —El Buscador sacudió lentamente la cabeza—. Nunca deberías haberme enseñado algo que no querías que supiera. Gracias, Padre Rahl, por haberme enseñado lo más importante que podía aprender en la vida: cómo amar a Kahlan.
El rostro de Rahl el Oscuro estaba contraído por el dolor. Reía y lloraba al mismo tiempo.
—¿Dónde está Kahlan? —preguntó Richard, mirando alrededor.
—Vi que se iba por allí —contestó Zedd, señalando con un largo dedo.
Richard guardó de nuevo la espada en su funda, mientras posaba los ojos en la figura envuelta en sombras y luz.
—Adiós, Padre Rahl. Espero que mueras aunque yo no esté mirando.
—¡Richard! —chilló Rahl al ver que el joven empezaba a alejarse—. ¡Richard!
Zedd se quedó a solas con Rahl el Oscuro. Bajo la mirada del Anciano, unos dedos de humo transparentes se enroscaron alrededor de la túnica blanca de Rahl y le sujetaron los brazos a los lados. Zedd se acercó más. Los azules ojos de Rahl se posaron en el mago.
—Zeddicus Zu’l Zorander, es posible que hayas ganado, pero no del todo.
—Arrogante hasta el final.
—Dime quién es —le pidió Rahl con una sonrisa.
—¿Quién va a ser? El Buscador.
Rahl estalló en carcajadas, retorciéndose de dolor. La mirada azul se posó de nuevo en Zedd.
—Es tu hijo, ¿verdad? Al menos, he sido vencido por alguien con sangre de mago. Tú eres su padre.