El Buscador sonrió de oreja a oreja y pasó un brazo sobre sus dos amigos, al tiempo que los guiaba fuera del Jardín de la Vida, hacia un comedor que recordaba. Había gente sentada a la mesa como si nada hubiera cambiado. Los tres hallaron sitio en una mesa dispuesta en un rincón. Los sirvientes les llevaron arroz, verduras, pan moreno, queso y sopa picante. A medida que Zedd iba acabando con todo, los sorprendidos pero risueños sirvientes le llevaban más comida.
Richard probó el queso y, para su sorpresa, se dio cuenta de que le desagradaba profundamente su sabor. Hizo una mueca y lo arrojó sobre la mesa.
—¿Qué pasa? —quiso saber Zedd.
—¡Éste debe de ser el peor queso que he comido en toda mi vida!
El mago lo olió y probó una pizca.
—Al queso no le pasa nada, hijo.
—Perfecto, pues cómetelo tú.
Por supuesto, Zedd no le hizo remilgos. Richard y Kahlan comieron la sopa picante y el pan moreno, sonriendo mientras contemplaban cómo su viejo amigo devoraba. Cuando, por fin, éste estuvo saciado, se dirigieron a la salida del Palacio del Pueblo.
Mientras caminaban por los pasillos, las campanas tocaban una única y larga llamada a la oración. Kahlan miró ceñuda cómo la gente se congregaba en los patios, se inclinaban hacia el centro y entonaban las plegarias. Desde que había cambiado las palabras de la oración, Richard ya no sentía el impulso, la necesidad, de unirse al rezo. Pasaron por delante de un buen número de patios, todos ellos repletos de gente que rezaba. Richard se preguntó si debería hacer algo para poner fin a aquello, pero, finalmente, decidió que ya había hecho lo más importante.
El trío abandonó los grandes y tenebrosos corredores para salir a la luz del sol del invierno. Ante ellos, los escalones descendían en cascada hacia el enorme patio. Los tres se detuvieron al borde de la escalinata. Richard ahogó una exclamación al ver toda la gente que se había reunido allí.
Ante él vio a miles de hombres, en formación y en posición de firmes. En cabeza, a los pies de la escalinata, se encontraba la guardia personal de Michael, que había sido la milicia local antes de que Michael se la apropiara. Las cotas de malla, los escudos y los estandartes amarillos relucían bajo el sol. Detrás formaban casi un millar de soldados del ejército de la Tierra Occidental y, tras éstos, un impresionante número de tropas de D’Hara. Delante estaba Chase, de brazos cruzados y mirándolos. Junto a él se veía una pica con la cabeza de Michael clavada en un extremo. Richard se detuvo, sobrecogido por el silencio. Si un hombre del fondo, a medio kilómetro o más de distancia, hubiera tosido, Richard lo habría oído.
Zedd lo animó a bajar la escalera poniéndole una mano en la espalda. Fue como un empujón. Kahlan le apretó un brazo y también ella descendió los escalones y los amplios descansillos, manteniéndose muy erguida. Chase miraba fijamente a Richard a los ojos. El Buscador vio a Rachel junto al guardián, aferrándose a la pierna del hombre con un brazo y sosteniendo a Sara en la otra mano. Siddin también sujetaba con fuerza la muñeca. Al ver a Kahlan, el niño se soltó y corrió a su encuentro. Kahlan se echó a reír y lo acogió en sus brazos. Justo antes de echar los brazos alrededor del cuello de la mujer, el pequeño dirigió a Richard una sonrisa y le dijo algo que éste no entendió. Kahlan lo abrazó y le susurró algo, lo dejó en el suelo, y lo cogió con fuerza de la mano.
—La milicia local desea jurarte su lealtad, Richard —dijo el capitán de la antigua guardia personal de Michael.
El general de las fuerzas de la Tierra Occidental se colocó junto al capitán y dijo:
—El ejército de la Tierra Occidental también.
—Y las fuerzas de D’Hara —apostilló un oficial de las tropas de D’Hara.
Richard parpadeó. Se sentía aturdido. Sentía la cólera que crecía en su interior.
—¡Nadie va a jurar lealtad a nadie, y mucho menos a mí! Yo soy un guía de bosque, nada más. A ver si os metéis eso en la cabeza. ¡Un guía de bosque!
Richard recorrió con la mirada el mar de cabezas. Todos los ojos estaban posados en él. Echó un vistazo a la ensangrentada cabeza de Michael clavada en la pica. Cerró los ojos un instante, tras lo cual ordenó a algunos miembros de la milicia locaclass="underline"
—Enterrad la cabeza y el resto del cuerpo. —Nadie se movió—. ¡Obedeced!
Los soldados dieron un respingo y corrieron hacia la cabeza. Richard miró al oficial de las tropas de D’Hara. Todo el mundo esperaba.
—Envía el siguiente mensaje: las hostilidades han acabado. Ya no hay guerra. Procura que todos los soldados movilizados regresen a sus hogares y que las fuerzas de ocupación se retiren. Espero que todos aquellos, ya sean soldados rasos o generales, que han cometido crímenes contra gente indefensa sean juzgados y, si son declarados culpables, sean castigados según la ley. Las tropas de D’Hara deberán ayudar al pueblo a encontrar comida, pues si no, mucha gente morirá de hambre este invierno. El fuego ya no está prohibido. Si cualquiera de las fuerzas con las que os topáis no obedecen estas órdenes, tendréis que reducirlas. Tú y tus hombres los ayudaréis —añadió, dirigiéndose al general del ejército de la Tierra Occidental—. Juntos tendréis tanta fuerza que nadie osará oponerse. —Los dos oficiales lo miraban fijamente. Richard se inclinó hacia ellos—. No lo conseguiremos si vosotros dos no os ponéis de acuerdo.
Ambos mandos se llevaron un puño al corazón a modo de saludo e inclinaron la cabeza. Pero el general de D’Hara alzó la mirada hacia Richard y dijo, todavía con la mano encima del corazón:
—A sus órdenes, amo Rahl.
Richard se quedó perplejo, pero decidió no hacer caso. Seguramente ese hombre estaba acostumbrado a decir «amo Rahl».
Richard se fijó en un guardia que se mantenía algo apartado. Lo reconoció. Era el capitán de los guardias apostados en la puerta cuando Richard abandonó el Palacio del Pueblo apenas unos días antes. Era quien le había ofrecido un caballo y le había advertido sobre el dragón. El joven le hizo una seña para que se acercara. El capitán lo hizo y se quedó frente a él en actitud de firme, con expresión inquieta.
—Tengo una misión para ti. —El hombre esperó en silencio—. Creo que la harás perfectamente. Quiero que reúnas a todas las mord-sith, sin olvidarte a ninguna.
—Sí, señor. —El capitán se veía un poco pálido—. Todas serán ejecutadas antes de que el sol se ponga.
—¡No! ¡No quiero que sean ejecutadas!
El hombre parpadeó, confundido.
—Pues ¿qué hago con ellas?
—Debes destruir sus agieles. Todos. No quiero volver a ver un agiel nunca más, excepto éste. —Richard alzó el que llevaba colgado al cuello—. Después, dales nuevas ropas. Quema hasta el último hilo de sus ropas de mord-sith. Ellas serán tratadas con amabilidad y respeto.
—¿Amabilidad y respeto? —susurró el capitán, abriendo mucho los ojos.
—Eso he dicho. Se les asignarán tareas para ayudar a los demás, se les enseñará a tratar al prójimo como ellas son tratadas: con amabilidad y respeto. No sé cómo vas a conseguirlo; tendrás que hallar el modo por ti mismo. Pareces un hombre listo. ¿Entendido?
—¿Y si se niegan a cambiar? —inquirió el capitán, frunciendo el entrecejo.
—Diles que aquellas que se empeñen en seguir el mismo camino se encontrarán con el Buscador y su espada blanca esperándolas —contestó Richard en tono severo.
El guardia sonrió, se llevó un puño al corazón y le dirigió una elegante reverencia.
—Richard —dijo Zedd en voz baja—, los agieles son objetos mágicos. No pueden destruirse así como así.
—Pues ayúdalos, Zedd. Ayuda a destruirlos, guárdalos bajo llave o haz algo. No quiero que ni un solo agiel haga daño a nadie, nunca más.
Zedd esbozó una leve sonrisa y asintió.
—Me encantará ayudar, muchacho. —Entonces vaciló, se acarició el mentón con un largo dedo y dijo—: Richard, ¿crees de verdad que esto va a funcionar? Me refiero a desmovilizar las fuerzas de D’Hara con ayuda del ejército de la Tierra Occidental.