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Todavía exhausto por su anterior carrera, Richard corrió como una exhalación. Jadeaba. El camino volvía a discurrir entre los árboles por lo que, al menos, no tenía que preocuparse de que los hombres lo vieran. Los rayos del sol destellaban entre las copas. El camino estaba flanqueado por viejos pinos, y un suave colchón de hojas amortiguaba sus pasos.

Ya había descendido una buena parte del sendero cuando empezó a buscar el desvío. No podía estar seguro del trecho que había recorrido; el bosque no le ofrecía ningún punto de referencia y tampoco recordaba exactamente dónde nacía el atajo. No era más que una trocha y era muy fácil pasar de largo. Pero el joven siguió adelante, con la esperanza de encontrárselo a cada nuevo recodo. Al mismo tiempo trataba de pensar en qué le diría a la mujer cuando llegara hasta ella. Su mente iba tan rápida como sus piernas. Es posible que lo tomara por un compinche de sus perseguidores, que se asustara o que no lo creyera. No tendría mucho tiempo para convencerla de que fuera con él, de que deseaba ayudarla.

Desde una pequeña elevación el joven buscó de nuevo el desvío, pero no lo vio y siguió corriendo. Ahora resoplaba. Sabía que si no llegaba a la bifurcación antes que ella, los dos estarían atrapados, y no tendría otra alternativa que dejar atrás a los hombres o luchar. Richard se sentía demasiado exhausto para plantearse ninguna de ellas. Este pensamiento le dio alas a los pies. El sudor le corría por la espalda y la camisa se le pegaba a la piel. El frescor de la mañana se había convertido en un calor asfixiante, aunque él sabía que sólo lo sentía así por el esfuerzo que realizaba. El bosque era una mancha borrosa que desfilaba a ambos lados.

Justo antes de una pronunciada curva a la derecha llegó por fin al atajo, y a punto estuvo de saltárselo. Buscó huellas, para comprobar si la mujer había pasado por allí y tomado la trocha. No había ninguna. Aliviado y agotado, Richard cayó de rodillas y se sentó en cuclillas, tratando de recuperar el aliento. Por ahora todo iba bien; había llegado a la bifurcación antes que ella. Ahora tenía que lograr que lo creyera antes de que fuera demasiado tarde.

Mientras se apretaba con la mano derecha el costado, en el que sentía dolorosas punzadas, y trataba de recuperar el resuello, Richard empezó a preocuparse por la posibilidad de hacer el ridículo. ¿Y si no era más que una chica y sus hermanos que jugaban? Quedaría como un tonto. ¡Cómo se reirían de él!

El joven contempló la herida en el dorso de la mano, que se veía roja, y le dolía. Asimismo recordó lo que había visto en el cielo y la decidida manera de andar de la desconocida, no parecía una niña que jugara. Además, era una mujer y no una chica. Richard evocó el estremecimiento de temor que le habían provocado aquellos cuatro hombres. Era el tercer incidente extraño de la mañana: cuatro hombres siguiendo de cerca y sigilosamente a una mujer. No hay dos sin tres. No, se dijo meneando la cabeza, no se trataba de un juego. Él sabía qué había visto. No era un juego. La estaban acechando.

Richard se irguió un poco y sintió que su cuerpo emitía oleadas de calor. Se dobló por la cintura, con las manos abrazándose las rodillas, e inspiró profundamente antes de erguirse por completo.

Sus ojos se posaron en la mujer, que en ese momento doblaba el recodo y, por un instante, se quedó sin aliento. Su abundante y larga mata de brillante cabello castaño realzaba las curvas de su cuerpo. Era alta, casi tanto como él, y tendría aproximadamente la misma edad. Llevaba un vestido casi blanco, con escote cuadrado y una pequeña bolsa de piel curtida a la cintura. La tela era fina y lisa, parecía incluso relucir. Richard nunca había visto un vestido igual, sin las habituales puntillas ni volantes, sin estampados ni colores que distrajeran del modo en que la tela moldeaba sus formas. Era un vestido simple y elegante. La mujer se detuvo y los largos pliegues del vestido, que arrastraba por el suelo, se arremolinaron regiamente en torno a sus piernas.

Richard se acercó y se detuvo a tres pasos de distancia, pues no quería parecer una amenaza. La mujer se mantenía derecha y en silencio, con los brazos a los lados. Sus cejas se arqueaban airosamente, como las alas de un halcón en pleno vuelo. Sus ojos verdes se posaron sin miedo en los del joven. La conexión fue tan intensa que a Richard le pareció que su propio yo se perdía en esa mirada. Sentía que la conocía desde siempre, que ella siempre había sido una parte de él, que las necesidades de esa mujer eran las suyas. La desconocida lo contenía con su mirada con la misma firmeza que una argolla de hierro; buscaba sus ojos como si fueran su alma, tratando de hallar una respuesta. «Estoy aquí para ayudarte», dijo Richard mentalmente, y nunca había dicho ni pensado algo más en serio.

La mirada de la mujer se relajó y lo dejó libre. En sus ojos Richard vio algo que lo atrajo más que su belleza: inteligencia. Ésta brillaba en sus ojos, ardía en ella y, por encima de todo, el joven sintió que aquella mujer era totalmente íntegra. Se sentía seguro.

Una alarma se disparó en su mente, recordándole por qué estaba allí y que no había tiempo que perder.

—Estaba allí arriba —dijo señalando—, y te vi.

La mujer miró hacia donde señalaba. Él miró a su vez y se dio cuenta de que señalaba una maraña de ramas y hojas. No podían ver la colina porque los árboles tapaban la vista. El joven bajó el brazo sin decir nada, y trató de obviar la plancha. Los inquisitivos ojos de la mujer volvieron a posarse en los suyos, a la espera.

—Estaba allí, sobre una colina —empezó de nuevo Richard, hablando bajo—. Te vi andando por el camino que bordea el lago. Unos hombres te siguen.

La mujer no mostró ninguna emoción, pero no desvió la mirada.

—¿Cuántos son? —preguntó.

—Cuatro —respondió él, aunque la pregunta se le antojó extraña.

La mujer palideció.

Entonces volvió la cabeza, observando el bosque a su espalda y escrutando brevemente las sombras. Finalmente, sus verdes ojos buscaron de nuevo los de Richard.

—¿Quieres ayudarme? —Exceptuando su palidez, su exquisito rostro no revelaba ninguna emoción.

Antes de que su mente formulara el pensamiento, Richard se oyó a sí mismo contestar afirmativamente.

—¿Qué propones? —inquirió la mujer, y su semblante se suavizó.

—Hay una trocha que nace aquí. Si la tomamos y ellos continúan por el camino principal, podremos despistarlos.

—¿Y si no? ¿Y si nos siguen?

—Ocultaré nuestras huellas. —El joven meneaba la cabeza para tratar de tranquilizarla—. No nos seguirán. Vamos, no hay tiempo...

—¿Y si lo hacen? —lo interrumpió ella—. ¿Cuál es tu plan?

—¿Son muy peligrosos? —preguntó Richard tras estudiar brevemente la cara de la desconocida.

—Sí —respondió simplemente, y se puso tensa.

El modo en que pronunció el sí lo sobresaltó. Por los ojos de la mujer cruzó una fugaz mirada de puro terror.

—Bueno, la trocha es estrecha y escarpada —contestó Richard, pasándose una mano por el pelo—. No podrán rodearnos.

—¿Vas armado?

El joven negó con la cabeza, demasiado enfadado consigo mismo por haberse olvidado el cuchillo para responder en voz alta.

La mujer asintió y dijo:

—Entonces debemos darnos prisa.

Tras tomar la decisión no cruzaron ni media palabra más, pues cualquier sonido podría delatarlos. Richard borró sus huellas y le indicó por señas que fuese ella delante, de modo que él quedara entre la mujer y sus perseguidores. La mujer no vaciló. Los pliegues de su vestido ondearon tras ella cuando avanzó. Los jóvenes y exuberantes árboles del Ven se apiñaban a los lados de ambos, convirtiendo la vereda en una estrecha, sombría y verde vía amurallada que se abría paso entre la maleza y el ramaje. No podían ver nada a su alrededor. Richard iba mirando tras de sí, aunque la vista apenas le alcanzaba. La mujer avanzaba con prontitud, sin necesidad de que él la animara.