Выбрать главу

Richard nunca se había encontrado en una situación similar a aquélla. Él nunca se permitía perder los estribos y su simpatía lograba casi siempre convertir los ceños en sonrisas. Y, si las palabras no bastaban, era lo suficientemente rápido y fuerte para poner fin a las amenazas antes de que nadie resultara herido, o simplemente daba media vuelta y se iba. Pero sabía que aquellos hombres no querían hablar y era evidente que no le tenían miedo. El joven deseó poder dar media vuelta e irse.

Richard buscó los ojos verdes de la desconocida y contempló el semblante de una mujer orgullosa que le imploraba ayuda.

—No pienso abandonarte —le susurró con voz firme, inclinándose hacia ella.

El rostro de la joven reflejó alivio. Entonces, asintió levemente y posó una mano en el antebrazo de Richard.

—Quédate entre ellos y no permitas que me ataquen todos a la vez —susurró la mujer—. Y no me toques cuando se acerquen a mí. —La mano de ella le apretó el brazo y sus ojos no se apartaron de los del joven, esperando la confirmación de que había entendido sus instrucciones. Richard asintió—. Que los buenos espíritus nos amparen —dijo ella.

Entonces dejó que ambas manos le cayeran a los costados y se volvió para encararse a los dos hombres de su espalda. Tenía el rostro muy sereno y desprovisto de cualquier emoción.

—Lárgate, chico. —La voz del jefe sonaba más dura, y sus feroces ojos azules relampagueaban—. Es mi última oferta —masculló.

Richard tragó saliva y procuró que su voz sonara segura de sí.

—Ambos pasaremos. —El corazón parecía que se le quería salir por la boca.

—No será hoy —replicó el jefe de modo tajante. Dicho esto sacó un cuchillo curvo de inquietante aspecto.

El otro hombre desenvainó una espada corta que llevaba a la espalda y, con una depravada sonrisa, se la pasó por el interior de su musculoso antebrazo, manchando la hoja de sangre. A su espalda Richard percibió el sonido del acero al ser desenvainado. El miedo lo tenía paralizado. Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. No tenían ninguna posibilidad. Ninguna.

Por un breve instante nadie se movió. Richard se encogió cuando los cuatro hombres profirieron gritos de batalla, como hombres dispuestos a morir en un combate a muerte. Entonces lanzaron una aterradora carga, todos a una. El que enarbolaba la espada corta arremetió contra Richard. Mientras lo veía acercarse, el joven oyó detrás de él cómo otro de los hombres agarraba a la mujer.

Entonces, cuando ya casi tenía al atacante encima, se produjo un fuerte impacto en el aire, como un trueno silencioso. No obstante, fue tan violento que sintió un agudo dolor en todas las articulaciones del cuerpo. A su alrededor se levantó un polvo que se extendió en círculo.

El hombre de la espada también se resintió y, por un instante, se olvidó de Richard para concentrarse en la mujer. Se precipitó contra ella. Richard se apoyó en la pared de roca y lo golpeó en pleno pecho con ambos pies tan fuerte como pudo, lanzando al atacante fuera de la senda, hacia el vacío. Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente por la sorpresa al tiempo que caía de espaldas hacia las rocas de abajo, sosteniendo aún la espada en alto con ambas manos.

Richard se llevó un buen susto al ver que uno de los dos atacantes que tenía a su espalda también caía al vacío, con el pecho desgarrado y cubierto de sangre. Antes de poder pensar en ello, el jefe cargó contra la mujer con su cuchillo curvo. Al pasar junto a Richard, lo golpeó con la base de la mano en el centro del pecho. El golpe dejó al joven sin resuello y lo empujó con fuerza contra la pared, impulsando su cabeza contra la roca. Mientras pugnaba por permanecer consciente, el único pensamiento de Richard era que tenía que detenerlo antes de que llegara a la mujer.

Haciendo acopio de unas fuerzas que no sabía que poseía, agarró al hombre por su fornida muñeca y lo obligó a darse la vuelta. El cuchillo trazó un arco hacia él, la hoja brillando a la luz del sol. Los ojos azules del atacante reflejaban un hambre asesina. Richard no había estado tan asustado en su vida.

En ese instante supo que estaba a punto de morir.

Entonces, el último hombre, armado con una espada corta cubierta de sangre, pareció salir de la nada para chocar contra el jefe y hundirle el acero en el vientre. El choque fue tan violento que lanzó a ambos por el precipicio. El grito de rabia del último hombre se oyó durante toda la caída, hasta que se estrelló contra las rocas del fondo.

Un atónito Richard se asomó por el borde, sin poder apartar la vista. Con cierta renuencia se volvió hacia la mujer, temeroso de mirar, aterrorizado de encontrársela cubierta de sangre y muerta. Pero ésta estaba sentada en el suelo, apoyada contra la pared del precipicio, exhausta pero ilesa. Tenía una mirada ausente. Todo había acabado de manera tan repentina que Richard no comprendía qué había pasado ni cómo. De pronto él y la mujer estaban solos, en silencio.

El joven se dejó caer junto a ella en la roca calentada por el sol. El golpe en la cabeza contra la pared le había provocado un intenso dolor de cabeza. Richard no le preguntó si estaba bien, era evidente. Se sentía demasiado abrumado para poder hablar y notaba que a ella le ocurría lo mismo. La mujer se dio cuenta de que tenía sangre en el dorso de la mano y se la limpió en la pared, añadiendo una mancha de sangre a las ya existentes. Richard creyó que iba a devolver.

No podía creer que siguieran vivos. Parecía imposible. ¿Qué había sido ese trueno silencioso? ¿Y el dolor que le causó? Nunca antes había visto nada igual. Se estremecía al recordarlo. Fuera lo que fuese, ella tenía algo que ver, y le había salvado la vida. Había sido algo sobrenatural, y Richard no sabía si quería saber más detalles.

La mujer recostó la cabeza contra la roca, la volvió hacia el joven y le dijo:

—Ni siquiera sé tu nombre. Quería preguntártelo antes pero me daba miedo hablar. —Con un gesto vago señaló el borde del precipicio—. Estaba muy asustada... No quería que nos encontraran.

Por su voz Richard pensó que iba a echarse a llorar y la miró. Su impresión había sido equivocada, pero él sí tenía ganas de llorar. El joven asintió para indicar que la comprendía.

—Me llamo Richard Cypher.

Los ojos verdes de la mujer escrutaron la faz del joven. La suave brisa impulsaba mechones de pelo hacia su rostro.

—Hay muy pocas personas que se hubieran quedado junto a mí —dijo ella con una sonrisa. A Richard su voz le pareció tan atractiva como el resto de su persona. Hacía juego con la chispa de inteligencia que brillaba en sus ojos. El joven se quedó casi sin aliento—. Eres una persona excepcional, Richard Cypher.

El joven notó consternado que se ruborizaba. La mujer desvió la mirada, fingiendo que no lo notaba, al tiempo que se apartaba el pelo de la cara.

—Yo me llamo... —Empezó a decir ella, pero se lo pensó mejor, se volvió hacia él y añadió—: Me llamo Kahlan. Kahlan Amnell.

—Tú también eres una persona excepcional, Kahlan Amnell —dijo el joven, mirándola fijamente a los ojos—. Hay muy pocas personas capaces de enfrentarse a esos hombres como hiciste tú.

La mujer no se ruborizó pero sonrió de nuevo. Era una sonrisa extraña, una sonrisa especial que esbozaba con los labios apretados y sin mostrar los dientes; el tipo de sonrisa de alguien que decide confiar en otra persona. Sus ojos centelleaban. Era una sonrisa cómplice.

Richard se llevó la mano a la parte posterior de su dolorida cabeza, se palpó el chichón y con los dedos comprobó si sangraba. En contra de lo que esperaba, no. Entonces volvió a fijar la vista en la mujer, preguntándose qué habría ocurrido, qué habría hecho ella y cómo. Primero estaba lo del trueno silencioso, luego había arrojado a uno de los hombres al vacío, otro había matado al jefe en vez de a ella y después se había matado.