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—Quieres devorar la ciudad, ¿eh? Como un turista en París.

—Es la primera vez que vengo a Chicago —le contesté—. Quiero ver lo más posible.

—De acuerdo. Tienes razón.

Pero quise saber por qué parecía tan sorprendido en mi interés por visitar una ciudad que no conocía. Parecía estar incómodo y deseoso de cambiar de conversación. Insistí. Finalmente, me explicó, con esa sonrisa que pone siempre que quiere demostrar que va a decir algo con implicaciones insultantes pero que no debe tomarse demasiado en serio:

—Me preguntaba, simplemente, por qué alguien que parece tan normal, tan insertado en la sociedad, se interesa tanto en un pase turístico.

A pesar suyo, desarrollo su idea; para Eli, la sed de experiencias, la investigación del conocimiento, el deseo de conocer lo que hay encima de las montañas son rasgos que caracterizan ante todo a los que están desfavorecidos de una forma o de otra, los miembros de una minoría, la gente que tiene handicaps o taras físicas, los que están preocupados por inhibiciones sociales o cosas por el estilo. Un granjero atlético, como yo, no es normal que posea los típicos neurotismos de los intelectuales. Se supone que yo debo ser una persona relajada y tranquila, como Timothy. Esta pequeña demostración de interés no corresponde a mí personalidad, tal y como lo interpreta Eli. Como las cuestiones étnicas le importan tantísimo, estaba dispuesto a obligarle a decir que el deseo de aprender es un rasgo que tienen fundamentalmente los suyos, con algunas honorables excepciones, pero no ha llegado a decirlo, aunque probablemente lo haya pensado. Lo que me preguntaba a mí mismo, y todavía me lo pregunto, es por qué piensa que soy tan equilibrado. Hay que medir un metro sesenta y cinco y tener un hombro más alto que el otro para padecer el tipo de obsesiones y las compulsiones que Eli identifica con la inteligencia. Eli me subestima. Se ha hecho de mí una imagen estereotipada: el gran goy. Guapo y un poco cretino. Me gustaría que, durante sólo cinco minutos, mirara el interior de mi cerebro.

Casi habíamos llegado a Saint Louis. El coche avanzaba por la desierta autopista entre los campos cultivados. Pronto atravesamos una cosa triste y desleída que se llamaba East Saint Louis, y, finalmente, se alzó ante nosotros, al otro lado del lago, el deslumbrante Gateway Arch. Llegamos a un puente. La idea de atravesar el Misisipí tenía a Eli completamente atontado. Sacó medio cuerpo por la ventanilla para mirar con el mismo respeto que si estuviera atravesando el Jordán. Una vez en la orilla de Saint Louis, paré el coche ante una colina circular. Los otros tres salieron como locos y se pusieron a merodear por los alrededores. Me quedé sentado frente al volante. Todo me daba vueltas. ¡Cinco horas sin parar! ¡Qué éxtasis! Finalmente, también yo me bajé. Tenía dormida la pierna derecha. ¡Qué cinco maravillosas horas, cinco horas solos el coche, la carretera y yo! Lamentaba haber tenido que parar.

13. NED

Hacía una noche fresca en los montes Ozark. Agotamiento. Anoxia. Náuseas. Los dividendos de la fatiga del coche. Basta ya, basta. Paramos aquí. Cuatro robots con los ojos enrojecidos bajamos titubeando del coche. ¿Realmente hemos hecho más de mil seiscientos kilómetros hoy? Illinois, Missouri, Oklahoma: largos trayectos a ciento veinte, ciento treinta por hora. Si hubiera dependido de Oliver, hubiéramos hecho quinientos más antes de parar. Pero ya no podíamos más. Incluso Oliver reconoce que su forma decayó después de los mil primeros kilómetros. A la salida de Joplin, estaba grogui, tenía los ojos vidriosos, las manos anquilosadas incapaces de seguir el giro que su cerebro registraba, y le faltó poco para echarnos a la cuneta. Timothy ha conducido tal vez unos doscientos mojones hoy. Yo he tenido que hacer el resto, en varios trozos, en total unas tres o cuatro horas de auténtico terror. Se hace lo que se puede. El desgaste físico es demasiado fuerte; la duda, la desesperación, la desmoralización, se han colado entre nosotros. Hastiados, deshechos y desilusionados, nos arrastramos hacia el motel que hemos elegido, cada uno de nosotros preguntándose en su fuero interno cómo ha podido lanzarse hacia semejante aventura. ¡Sí! El Motel del Momento de la Verdad, Ninguna Parte, Oklahoma. ¡El Motel del Borde de la Realidad! ¡El Albergue del Escepticismo! Veinte habitaciones, estilo colonial, fachada de plástico imitando ladrillos y columnas de madera blanca a cada lado de la entrada. Aparentemente somos los únicos clientes. La chica de la recepción, unos diecisiete años, más o menos, mascando chicle, con el pelo sujeto en forma de fantástico moño postizo, a la moda de los años sesenta, debe sujetarlo con algún fluido especial, una especie de fijador. Nos mira con una plácida languidez. Muy maquillada; párpados turquesa bordeados de negro, una cualquiera, una tirada, demasiado creída para ser una puta conveniente.

—La cafetería cierra a las diez —nos dijo con extraño y arrastrado acento.

Timothy piensa invitarla a pasar la noche en su habitación, está claro. Debe querer incorporarla a no sé qué especie de colección de figuras típicamente americanas que está haciendo. En fin, si me permiten dar mi opinión en calidad de observador imparcial a la orden de los perversos polimorfos, no estaría tan mal si se quitara todo aquel maquillaje y el postizo que lleva como peinado. Pechos pequeños y altos bajo su uniforme verde, pómulos y nariz salientes. Mirada bovina, labios fofos, eso no podría arreglarse. Oliver lanza a Timothy una furiosa mirada, advirtiéndole que no inicie nada con ella. Por una vez, Timothy cede. La atmósfera depresiva reinante le ha hecho ser razonable. Nos da dos habitaciones contiguas de dos camas cada una, veintiséis dólares en total; Timothy saca su todopoderosa cartulina plastificada.

—Está nada más pasar la esquina de la izquierda —nos dijo metiendo la tarjeta en la máquina; una vez terminados los gestos mecánicos, hace total abstracción de nuestra presencia y se sumerge en el espectáculo que ofrece un televisor japonés puesto sobre el mostrador.

Doblamos la esquina de la izquierda, pasamos delante de una piscina vacía y encontramos nuestras habitaciones. Hay que darse prisa si queremos llegar a tiempo para cenar. Dejamos las maletas, nos refrescamos un poco, y corrimos hacia la cafetería. Había una sola camarera, hombros cargados, también mascando chicle. Podía ser hermana de la anterior. También ella había tenido un día agotador. Un acre olor a coño nos ataca cuando se inclina sobre la mesa de formica para dejar los cubiertos ruidosamente.