—¿Tendrías la amabilidad de confesarnos tu fe, doctor Marshal?
Oliver parecía estar a medio camino de un viaje intergaláctico. Declaró:
—Concedo a Eli el beneficio de la duda.
—Entonces, ¿crees en los Cráneos? —preguntó Timothy.
—Creo.
—¿Aunque sepas que todo esto es absurdo?
—También era ésa la postura de Tertuliano —intervino Eli—. Credo quia absurdum est. Creo porque es absurdo. El contexto, por supuesto, es diferente, pero la psicología es la misma.
—¡Esa es exactamente mi posición! —exclamé—. Creo porque es absurdo. Ese viejo Tertuliano ha expresado exactamente lo que yo siento.
—Yo no —dijo Oliver.
—¿Tú no? —preguntó extrañado Eli.
—No, creo aunque sea absurdo.
—¿Por qué? —preguntó Eli.
—¿Por qué, Oliver? —pregunté yo también al cabo de un rato—. Sabes que es absurdo y sin embargo crees. ¿Por qué?
—Porque no tengo otra elección —dijo—. Porque es mi única esperanza.
Me miraba fijamente a los ojos. Tenía una expresión completamente desolada, como si hubiera visto a la muerte de cerca y, sin embargo, hubiera conseguido salir vivo pero con cada una de sus opciones aniquiladas, cada una de sus posibilidades marchitas. Había escuchado los cantos y los tambores del desfile mortal al borde del universo. Su mirada glacial me petrificaba. Su voz ronca me traspasaba. «Creo», había dicho, «aunque sea absurdo. Porque no tengo otra elección. Porque es mi única esperanza». Era una especie de comunicado de otro planeta. Sentí la presencia de la muerte, aquí, entre nosotros, en esta habitación, rozando silenciosamente nuestra tierna carne de jóvenes muchachos.
14. TIMOTHY
Nosotros cuatro formamos un extraño grupo. ¿Cómo nos las arreglamos para formarlo? ¿Qué clase de cruces de diferentes formas de vida nos han llevado a compartir el mismo dormitorio?
Al principio, estábamos sólo Oliver y yo. Dos nuevas victimas de la computadora compartiendo la misma habitación de dos camas, sobre el patio de la universidad. Yo acababa de salir de Andover, y estaba lleno de propia importancia. No quiero decir con esto que estuviera impresionado por el dinero familiar. Siempre consideré todo aquello como algo adquirido. La gente que solía tratar conmigo era rica, así que me era difícil hacerme una idea aproximada de hasta dónde éramos ricos. Además, yo no había hecho nada para ganarme aquel dinero (ni mi padre, ni el padre de mi padre, ni el padre del padre de mi padre, ni etc. etc.). Así que, ¿por qué vanagloriarme de ello? Lo que me hacía engreído era el sentido histórico de mis antepasados, el hecho de saber que por mis venas circulaba la sangre de los héroes de la Guerra de Independencia, de senadores, de miembros del Congreso, de diplomáticos y de grandes financieros del siglo XIX. Yo era una especie de resumen circulante de historia. Y me alegraba por ser alto, fuerte y gozar de excelente salud —un espíritu sano en un cuerpo sano, aunque estropeado por la naturaleza—. Al otro lado del campus existía un mundo lleno de negros y judíos, de neuróticos, homosexuales y todo género de inadaptados, pero yo había jugado en la máquina de la vida y había alineado tres cerezas, me sentía satisfecho con mi suerte. También tenía cien dólares a la semana para mis gastos, lo cual resultaba muy práctico, y creo que no me daba cuenta de que la mayoría de los chicos de mi edad tenían que contentarse con muchos menos. Después llegó Oliver, Pensé que la computadora había tenido una feliz idea, pues podía haberme tocado alguien deforme o extraño, alguien de espíritu mezquino y envidioso. Sin embargo, Oliver parecía totalmente normal. Un noble granjero alimentado con cereales de las solitarias llanuras de Kansas. Tenía la misma estatura que yo, uno o dos centímetros más, y aquello me gustaba. Me siento incómodo con la gente pequeña. Oliver era fácil de abordar, no era una persona complicada. Casi todo le hacía sonreír. Una persona que tiene facilidad para vivir. Sus padres habían muerto. Tenía una beca al ciento por ciento. Enseguida saqué la conclusión de que no tenía dinero, y, al principio, tuve miedo de que aquello fuera una fuente de resentimiento entre nosotros. Pero no fue así. Aceptaba el hecho con absoluta frialdad. El dinero no parecía interesarle particularmente, desde el momento en que tenía suficiente para comer y vestirse. Y, además, tenía una pequeña herencia, procedente de la venta de la granja paterna, le divertía más que ofenderle, el impresionante vaivén de dinero que tenía siempre. El primer día me dijo que pensaba meterse en el equipo de baloncesto, y llegué a la conclusión de que tenía una beca de deportes, pero me equivoqué: le gustaba el baloncesto y se dedicaba a ello seriamente, pero había venido a la universidad para «aprender». Aquélla era la verdadera diferencia entre nosotros. No Kansas, ni el dinero, sino el deseo de llegar a algún sitio.
Yo frecuentaba la universidad porque todos los hombres de mi familia lo habían hecho antes de convertirse definitivamente en adultos. Oliver estaba aquí para transformarse en una feroz máquina intelectual. Tenía —la sigue teniendo— una fuerza interior increíble, extraordinaria, aplastante. A veces, durante las primeras semanas, solía pillarle desenmascarado. La sonrisa plácida del granjero desaparecía y su rostro estaba rígido, con las mandíbulas crispadas, brillándole fríamente los ojos. Tal intensidad llegaba a asustarme. Tenía que ser perfecto en todo. Tenía A en casi todo, su media estaba cerca del máximo absoluto. Había conseguido entrar en el equipo de baloncesto y pulverizó los récords como encestador en el partido de apertura. Estudiaba la mitad de la noche, casi no dormía. Sin embargo, se arreglaba para ser también humano. Bebía mucha cerveza, hacía el amor con gran cantidad de chicas (teníamos la costumbre de intercambiar) y tocaba la guitarra decentemente. La única cuestión en que dejaba traslucir al segundo Oliver, el Oliver inhumano, era en la cuestión de las drogas. Quince días después de mi llegada al campus, conseguí hacerme con una pequeña provisión de hasch extra marroquí, y rechazó de manera categórica el probarlo, no quería ni siquiera tocarlo. Había empleado, decía, diecisiete años y medio de su vida para equilibrarse correctamente, y no quería estropearlo todo. Tampoco le he visto nunca darle una calada a un porro de marihuana en los cuatro años que hace que le conozco. No le importa vernos fumar, pero eso no es para él.
Durante la primavera de nuestro segundo curso, Ned se unió a nosotros. Oliver y yo habíamos pedido seguir juntos en la misma habitación. Ned y Oliver tenían dos asignaturas comunes: la física, que Ned tenía que estudiar para completar sus estudios científicos obligatorios, y la literatura comparada, que Oliver necesitaba para completar sus enseñanzas literarias. Oliver tenía mucho interés por Yeats y Joyce, Ned tenía dificultades con la teoría de los cuanta y la termodinámica, así que decidieron formar un acuerdo de ayuda mutua. Juntos representaban la atracción de los extremos. Ned era delgado, pequeño, hablaba bajito, tenía unos ojos grandes y tranquilos y delicado andar. Irlandés de Boston, de antecedentes muy católicos. Había asistido a escuelas parroquiales. Ese año todavía llevaba un crucifijo, y, a veces, incluso iba a misa. Quería ser poeta o escritor. Más bien, «quería» no es el término exacto, como él mismo nos explicó un día. Quienes tienen talento suficiente no quieren ser escritores. O se tiene, o no se tiene. Los que lo tienen, escriben, los que no lo tienen, dicen que quieren escribir. Ned escribía continuamente. Ahora sigue haciéndolo. Tiene un bloc. Escribe todo lo que oye. La verdad es que en mi opinión sus novelas no valen nada, y su poesía no tiene ningún sentido, pero reconozco que mi gusto es más bien deficiente, y no su talento, ya que siento lo mismo hacia autores mucho más célebres que Ned. Por lo menos, trabaja su arte.