—Si ella no viene, puede que renuncie a Arizona.
Me daban ganas de darle un buen vapuleo. ¡Renunciar a Arizona! El lo había organizado todo. Había reclutado a las tres personas que hacían falta para que la empresa tuviera éxito. Se pasó horas y horas explicándonos lo importante que era que abriéramos nuestras almas a lo inexplicable, a lo fantástico, a lo inverosímil. Nos había obligado a abandonar todo empirismo y todo pragmatismo, a realizar un acto de fe. Y etcétera, etcétera… Y ahora, cuando una seductora israelita se abre las piernas cuando le ve, está dispuesto a tirarlo todo por la borda para visitar cogidos de la mano los claustros, el Guggenheim y todos los demás santuarios de la cultura urbana. Pues, ¡mierda! Si nos había metido en todo esto, y, haciendo abstracción de la creencia que cada uno de nosotros acordara a su asombroso culto de la inmortalidad, ¡no nos iba a abandonar así como así! El Libro de los Cráneos exige que los candidatos se presenten en grupos de cuatro. Le dije que no aceptaríamos que se escabullera. Se quedó un buen rato en silencio. Muchos vaivenes de la manzana de Adán: señal de gran conflicto interior. El Amor Auténtico frente a la Vida Eterna.
—La verás cuando volvamos del Oeste —le contesté—. Suponiendo que seas de los que vuelvan.
Estaba metido de lleno en uno de sus propios dilemas existenciales. La puerta del cuarto de baño se abrió y Mickey asomó púdicamente la cabeza, enrollada en una toalla.
—Tu Dulcinea te espera —dije—. Hasta mañana.
Encontré otro cuarto de baño cerca de la cocina, y, tras liberarme, volví a oscuras junto a Bess, que me acogió con pequeños suspiros, me agarró por las orejas y me colocó entre sus dos rebosantes montículos. Los pechos voluminosos, me dijo mi padre cuando tenía quince años, son más bien vulgares, y un gentlemen debe utilizar otros criterios para elegir a sus mujeres. Es posible, pero, como almohadas, resultan idóneas. Celebramos por última vez la consagración de la primavera y después me dormí. A las seis de la mañana me despertó Oliver ya completamente vestido. Ned y Eli también estaban levantados y vestidos. Las chicas dormían. Desayunamos en silencio. Café y panecillos. A las siete ya estábamos en la carretera. Riverside Drive, el puente George Washington, Jersey, después la autopista 80 hacia el Oeste. Oliver conducía.
8. OLIVER
«No vayas», me había dicho LuAnn. «Sea lo que sea, no vayas, no te mezcles en eso. No me inspira confianza.» A decir verdad, no le había contado casi nada. Solamente las apariencias. Un grupo de religiosos en Arizona, viviendo en un monasterio; según Eli, si fuéramos a visitarles, sería para nosotros una fuente de enriquecimiento espiritual. Podríamos sacar un gran provecho, le expliqué a LuAnn. Su reacción inmediata fue de miedo. El síndrome del ama de casa: si no sabes de qué se trata, no te acerques. Asustada, recogida en su caparazón. No es ñoña, ni mucho menos, pero tiene los pies demasiado en la tierra. A lo mejor, si le hubiera hablado del aspecto inmortal del asunto, hubiera reaccionado de diferente manera. Pero había jurado no decir ni una palabra. Además, supongo que hasta la inmortalidad hubiera espantado a LuAnn. «No vayas», me hubiera dicho. «Es una trampa. Nada bueno saldrá de todo eso. Es extraño, diabólico y misterioso, y, dentro de la voluntad del Señor, no entra que esas cosas existan. Beethoven murió. Jesucristo murió. El presidente Einsenhower murió. ¿Crees acaso que tú vas a salvarte de morir cuando ellos han tenido que hacerlo? Te lo ruego, no te mezcles en eso.»
La muerte. ¿Qué sabe la pequeña LuAnn de la muerte? Incluso sus abuelos viven todavía. Para ella, la muerte es una abstracción, cosas que le pasaron a Jesucristo y Beethoven. Yo conozco mejor la muerte, LuAnn. Cada noche veo su calavera. Paseo con ella. La escupo. Y Eli viene un día a buscarme y me dice: «Conozco un sitio donde te evitarán la muerte, Oliver. Está en Arizona. Haces una visita a la Hermandad y les sigues el juego, y ellos te arrancarán de la rueda del fuego. No sigas a los demás, no bajes a la tumba, no aceptes la descomposición. Saben cómo sacarte el aguijón de la muerte.»
¿Cómo dejar escapar semejante oportunidad?
La muerte, LuAnn. Piensa en la muerte de LuAnn Chambers, el jueves que viene, por ejemplo. No en mil novecientos noventa y siete, sino el próximo jueves. Vas a visitar a tus abuelos a Elm Street, cruzas la calle y un coche se echa sobre ti después de derrapar, como el de esos pobres portorriqueños la otra noche… no, retiro lo dicho. No creo que la Hermandad de los Cráneos pueda evitar una muerte accidental, violenta. Sea cual sea su método, no es milagroso, solamente retrasa el proceso físico. Volvamos al principio, LuAnn. Vas por Elm Street para visitar a tus abuelos y de pronto una vena te estalla en las sienes traidoramente. Hemorragia cerebral. ¿Por qué no? Imagino que también sucede a los veintiún años. La sangre empieza a hervir dentro de tu cráneo, tus piernas parecen de algodón, caes sobre el bordillo de la acera revolviéndote como un gusano. Sabes que está pasando algo horrible, pero ni siquiera te da tiempo a gritar; y en diez minutos has muerto. Has sido borrada del universo, LuAnn, o mejor dicho, te han quitado el universo. No hablemos de lo que le va a pasar a tu cuerpo: los gusanos en tus entrañas, tus ojos azules convertidos en lodo… Piensa simplemente en lo que has perdido, en todo lo que te dejas atrás. Los amaneceres y los atardeceres. El aroma de un filete a la plancha. El fino contacto de un jersey de cachemira. El suave roce de mis labios sobre los bordes de tus senos. Has dejado a tus espaldas el Gran Cañón, Shakespeare, Londres y París, el champán y tu boda por todo lo alto en alguna iglesia, a Peter Fonda, a McMacney, el Misisipí, la Luna y las estrellas. Nunca tendrás hijos, nunca probarás el verdadero caviar, porque te has muerto en la acera y los jugos ya fermentan en ti. ¿Para qué pasar por todo eso, LuAnn? ¿Por qué traernos a este magnífico mundo para después quitárnoslo todo? ¿Voluntad divina? No, LuAnn. Dios es amor, y jamás nos hubiera hecho algo tan cruel; así que Dios no existe, sólo existe la muerte. Y tenemos que procurar evitar a la Muerte. ¿Que sólo una minoría muere a los diecinueve años? Es cierto, LuAnn. En ese punto he forzado un poco las cosas. Digamos que vives hasta mil novecientos noventa y siete. Te casas en la iglesia, tienes hijos, ves París y también Tokio, brindas con champán y pruebas el caviar verdadero. Y hasta te vas a la Luna con tu marido para pasar las vacaciones, con tu marido el rico doctor. Y entonces llega la muerte y te dice: O.K., LuAnn, ha sido un paseo muy agradable, pero ya se ha terminado. ¡Hop! Tienes cáncer de útero, se te pudren los ovarios, o cualquiera de esas enfermedades de mujer; durante las noches se ramifica, te vas en hemorragias y acabas en el hospital envuelta en un mar de fluidos apestosos. ¿Acaso el hecho de haber vivido cuarenta o cincuenta años te da suficientes fuerzas como para hacer las maletas? ¿Acaso la broma no es todavía más cruel cuando te das cuenta de lo maravillosa que es la vida para palmar luego? Nunca has pensado en esas cosas, LuAnn, pero yo sí. Y te lo digo: cuanto más se vive, más se desea vivir, por supuesto, a menos que estés enfermo o seas anormal, o estés solo en el mundo y la vida sólo sea un tormento para ti. Pero si amas la vida, nunca tendrás suficiente. Yo no tengo ganas de dejar esto. He pensado en la muerte de Oliver Marshal, puedes creerme, y es algo que rechazo totalmente. ¿Por qué empecé medicina? No para forrarme recetando píldoras a las ricachas, sino para poder especializarme en geriatría; en los fenómenos de la senectud y la prolongación de la vida: para poder meterle a la muerte un dedo en el ojo. Era mi gran sueño, todavía lo es; entonces Eli viene y me cuenta lo de los Cráneos, y yo le escucho. Rodamos a cien kilómetros por hora hacia el Oeste. La muerte de Oliver Marshal puede llegar dentro de ocho segundos —¡crac!, ¡bang!, ¡clonk!—, o dentro de noventa años. También podría no producirse nunca. No producirse nunca.