LuAnn, piensa por ejemplo en Kansas. Tú sólo conoces Georgia, pero piensa por un momento en Kansas. Kilómetros y kilómetros de cereales, un viento arenoso azotando la llanura. Creces en un pueblo de novecientos cincuenta y tres habitantes. ¡Oh, Señor! ¡Danos también en este día nuestra muerte cotidiana! El viento, el polvo, la carretera, las caras alargadas y angulosas. ¿Quieres ir al cine? Medio día de viaje hasta Emporia. ¿Quieres comprar un libro? Para eso es mejor ir a Topeka. ¿Comida china? ¿Pizza? ¿Enchiladas? Bromeas. En nuestra escuela hay ocho cursos y diecinueve alumnos. Sólo un profesor. También él nació aquí y no sabe muchas cosas. Como era endeble para la agricultura, pidió trabajo en la escuela. El polvo, LuAnn. El trigo ondulante, las largas tardes de verano. El sexo. ¿Sabías, LuAnn, que el sexo allí no es ningún misterio, sino una necesidad? A los trece años te vas detrás de la granja, al otro lado del río. Es la única diversión que hay. Todos hemos jugado. Christa se baja los vaqueros. Es curioso, no tiene nada entre las piernas salvo algunos rizos rubios. Ahora, déjame mirar a mí, te dice. Ven, súbete encima de mí, así. ¿Te parece excitante, LuAnn? No tiene nada de excitante. Hacemos eso porque no tenemos otra cosa que hacer. A los dieciséis años, todas las chicas están gordas, y la rueda sigue girando. Es la muerte, LuAnn, la muerte en vida. No podía más. Necesitaba evadirme. No a Wichita, ni a Kansas City, sino hacia el Oeste, hacia el verdadero mundo, el mundo de la televisión. ¿Imaginas todo lo que he tenido que revolver para salir de Kansas? ¿Ahorrar dinero para comprar libros? ¿Hacer cien kilómetros diarios para ir y volver del instituto? Soy un digno imitador del digno Abe Lincoln, sí, porque era la única e irreemplazable vida de Oliver Marshal la que estaba viviendo y no podía permitirme el lujo de derrocharla haciendo crecer cereales. Bien, una beca para una de las universidades de Ivy League. Notas brillantes en primero de medicina. Soy como un alpinista, LuAnn. El diablo me quema la cola y necesito llegar cada vez más alto. Pero, ¿para llegar a dónde? ¿Para pasar cuarenta o cincuenta años agradables y luego un hasta luego y gracias por todo? No, no me resigno. A lo mejor la muerte era buena para Beethoven o para Jesucristo o para el presidente Eisenhower, pero, sin pretender ofender a nadie, creo que yo soy diferente. Simplemente porque no puedo sentarme y dejarme llevar. ¿Por qué tiene que ser tan corta la vida? ¿Por qué ha de terminar tan deprisa? ¿Por qué no nos dejan que nos bebamos el universo? La muerte ha estado rondando a mi alrededor durante toda mi vida. Mi padre murió a los treinta y seis años. Cáncer de estómago. Un día empezó a echar sangre por la boca y dijo: «Me parece que he adelgazado algo últimamente.» Diez días más tarde parecía un esqueleto, y diez días más y era un esqueleto. Le habían otorgado treinta y seis años de vida. ¿Qué vida es ésa? Cuando murió, yo tenía once años. Tenía un perro y murió. Hocico gris, orejas colgantes, rabo juguetón; hasta la vista. También tenía abuelos, como tú, precisamente cuatro. Murieron, uno, dos, tres, cuatro, caras curtidas, losas en el polvo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Quisiera ver tantas cosas, LuAnn! África, Asia, el Polo Sur, Marte y los planetas de Alfa Centauro. Me gustaría ver amanecer cuando empezara el siglo XXI, y, también, el XXII. ¿Pido demasiado? Sí, en efecto. Ahora tengo todo eso a mi disposición, y, sin embargo tengo que perderlo todo, como los demás; pero me niego a resignarme. Por eso me dirijo al Oeste, el sol del amanecer brilla en el espejo retrovisor, Timothy ronca a mi lado, y Ned escribe una poesía sentado en el asiento de atrás, Eli está taciturno por el asunto de la chica que Timothy no le ha dejado traerse. Y todo esto lo pienso por ti, LuAnn. Todas estas cosas que no sabría explicarte. Las meditaciones sobre la muerte de Oliver Marshal. Pronto llegaremos a Arizona. Entonces conoceremos las decepciones y desilusiones, y nos iremos a tomar una cerveza diciéndonos que era evidente, desde el principio, que esta historia era un camelo, y cogeremos otra vez la ruta del este para continuar el proceso que lleva a la muerte. Pero, ¿quién sabe, LuAnn? ¿Quién sabe? Por lo menos, existe una posibilidad. Una pequeña y minúscula posibilidad de que el libro de Eli diga la verdad. ¿Quién puede negarlo?
9. NED
Hemos andado setecientos o novecientos kilómetros hoy sin intercambiar prácticamente una palabra desde que salimos esta madrugada. Nos unen y nos separan algunas tensiones. Eli está enfadado con Timothy, yo también. Timothy está abrumado por Eli y por mí. Oliver está harto de todo el mundo. Eli está contra Timothy porque no le dejó traerse a la morenita que recogió ayer por la noche. Mis simpatías están con Eli; sé lo difícil que le resulta entenderse con las chicas, y me imagino lo angustioso que debió ser para él separarse de ella. Sin embargo, Timothy tiene razón: traerse a la chica era algo impensable. También yo le reprocho a Timothy sus intromisiones en mi vida sexual. Podía haberme dejado irme con aquel chico a su casa y recogerme por la mañana. Pero no, tiene miedo de que me den una paliza por la noche y me dejen tirado en una acera. «Sabes lo que suele pasar, Ned: tarde o temprano, los maricas acaban por recibir una paliza y se mueren sobre la primera acera que encuentran.» No quería perderme de vista. ¿Qué puede importarle a él si recibo una paliza mientras me dedico a la busca de mis dudosos placeres? Lo que le importa es que eso rompería el mandala. La figura de las cuatro esquinas, el rombo sagrado. Siendo tres, no podrían presentarse ante los Guardianes de los Cráneos; soy indispensable. Así que Timothy, que no hace más que decir que no se cree ni una palabra del mito del Monasterio de los Cráneos, está, sin embargo, decidido a llevar a todo el rebaño intacto hasta las puertas del santuario. Me gusta esa clase de resolución repleta de contradicciones. Timothy dice que éste es un viaje de locos, pero tengo la intención de seguir hasta el final, ¡y velaré para que todo el mundo continúe!
Esta mañana hay otras tensiones en la atmósfera. Timothy está de morros y como distante, sin duda porque detesta el papel paternalista que tuvo que interpretar ayer; nos está reprochando que le hayamos obligado a hacerlo. Sospecho que Timothy también está algo resentido conmigo porque le prodigué mis favores a la pobre Mary. En el código de Tim, cuando se es marica, se es marica y punto. Debe creer, probablemente con razón, que a veces me lanzo a la heterosexualidad con una buena panda de espantapájaros sólo para fastidiar a los tipos como él.
Oliver está también más taciturno que de costumbre. Imagino que le parecemos tremendamente frivolos y nos detesta por ello. ¡Pobre Oliver! Un self-made man, como él mismo no deja de recordarnos con su desaprobación, más implícita que explícita, de nuestros respectivos comportamientos. Se trata de una figura linconiana, salida de la desolación de los campos de cereales de su Kansas natal a base de esfuerzos, sacrificios y trabajo, para alcanzar el envidiable status de estudiante de medicina en la universidad, exceptuando una o dos, más tradicional del país, y que, por alguna mala jugada del destino, se encuentra compartiendo su piso y posible futuro destino con: 1) un poeta homosexual; 2) un miembro de la clase ociosa; 3) un judío erudito y neurótico. Mientras Oliver se dedica a la conservación de la vida mediante los ritos de Esculapio, yo me contento con rellenar incomprensibilidades contemporáneas, y Eli se contenta con traducir y dilucidar incomprensibilidades olvidadas, y Timothy se contenta con coleccionar dividendos y jugar al polo. Sólo tú, Oliver, tienes alguna utilidad social, tú, que has hecho voto de aligerar a la humanidad de sus males. ¡Ah! Y si el monasterio de Eli existiera de verdad y nos dieran lo que vamos a buscar, ¿al estado de qué quedaría convertido tu arte, Oliver? ¿Para qué sirve ser médico cuando existe una fórmula mágica que concede la vida eterna? ¡Tendrás que despedirte de tu trabajo, Oliver!