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A mediodía un hombre que no conoces te invita a comer. Al teléfono, su secretaria ha precisado:
– Nuestro director general, el señor Zhou, pasará en persona a buscarle a su hotel.
Cuando bajas a la recepción, un hombre gordo de aspecto refinado, hombros anchos y cara despejada, se precipita inmediatamente hacia ti y te tiende su tarjeta con las dos manos.
– Encantado de conocerle.
Luego añade que ha visto tu obra de teatro y que tiene el atrevimiento de hacerte perder algo de tiempo invitándote a comer.
Subes en su gran limusina Mercedes, signo de su riqueza. Conduce él mismo su coche. Te pregunta qué te gustaría comer.
– Cualquier cosa. Hong Kong es el paraíso de la buena cocina -respondes.
– Pero Hong Kong no es París, donde abundan las bellezas -contesta el empresario Zhou riendo.
– No en todos los sitios. En el metro también hay muchos vagabundos -replicas, diciéndote a ti mismo que tu interlocutor es realmente un empresario.
El coche atraviesa la bahía y entra en el largo túnel bajo el mar que lleva a Kowloon.
– Vamos al hipódromo, es muy tranquilo a mediodía, podremos charlar tranquilamente. Cuando no es la hora de las carreras, sólo van a comer allí los socios del club de hípica.
Empieza a intrigarte que en Hong Kong un rico empresario se interese por tu obra de teatro.
Una vez sentados, el señor Zhou pide unos platos ligeros; ya no bromea sobre las bellas mujeres, se tranquiliza. En este restaurante amplio y confortable sólo están ocupadas unas pocas mesas; los camareros aguardan tranquilamente a la entrada, no es como en los restaurantes de Hong Kong, siempre animados y hasta los topes.
– Debo confesarle que yo vine clandestinamente del continente a nado. En la época de la Revolución Cultural, trabajaba en una granja del ejército en la provincia de Guangdong. Ya tenía el diploma de secundaria y algo en la cabeza, no podía echar a perder mi vida de aquel modo.
– ¡Pero era muy peligroso pasar clandestinamente!
– Claro. En aquella época mis padres estaban presos; entraron en casa y nos confiscaron los bienes. Al fin y al cabo, sólo éramos perros que estábamos dentro de las cinco categorías negras. [4]
– Se podía haber encontrado con un tiburón…
– Eso no era demasiado grave, al menos se podía pelear, era una cuestión de suerte. Lo peor eran los hombres, los focos de los guardacostas que patrullaban la zona barrían la superficie del agua para disparar sobre los clandestinos.
– ¿Cómo lo consiguió?
– Preparé dos cámaras de pelota de baloncesto. Las pelotas de baloncesto de esa época tenían una cámara de caucho con una válvula por la que se podía soplar.
– Ah, sí, los niños que aprenden a nadar las utilizan como flotador. En aquella época no había muchos artículos de plástico -dices, negando con la cabeza.
– Cuando pasaba un barco, desinflaba las cámaras y buceaba. Me estuve entrenando durante todo el verano; también llevaba un tubo para poder respirar debajo del agua.
El señor Zhou muestra una sonrisa un poco forzada, lo que inspira algo de tristeza. Ya no parece un rico empresario.
– Hong Kong está bien porque uno puede hacer lo que quiera. Yo soy un nuevo rico y hoy nadie conoce mi pasado. Hace tiempo que cambié de nombre. Sólo me conocen por el nombre de señor Zhou, dueño de una empresa.
En el fondo de sus ojos y en la comisura de sus labios aparece un rasgo de satisfacción, ha recuperado su aspecto de empresario.
Comprendes que no lo ha dicho para impresionarte, no os conocéis de nada y de pronto te desvela su historia sin el menor escrúpulo; su seguridad en sí mismo probablemente sea una costumbre que le viene de su actual condición social.
– Me ha gustado mucho su obra de teatro, pero no estoy seguro de que la gente de Hong Kong la entienda.
– Cuando la comprendan será demasiado tarde -dices tú tras un momento de duda-. Tienen que haber vivido ciertas cosas.
– Sí, es verdad -añade él.
– ¿Le gusta el teatro? -preguntas.
– Normalmente no voy. Veo más los ballets o voy a algún concierto. Me gusta ir a las óperas o a los conciertos de cantantes occidentales famosos. Ahora puedo disfrutar de las artes, pero nunca había visto una obra como la suya.
– Comprendo -dices riendo-. Pero ¿cómo le vino la idea de ver mi obra?
– Un amigo me llamó y me habló de ella.
– Eso quiere decir que hay gente que, a pesar de todo, la entiende.
– Es alguien que también viene de China.
Tú dices que esa obra la escribiste cuando todavía vivías en el continente, pero que sólo la has podido estrenar fuera. Lo que ahora escribes ya no tiene nada que ver con todo aquello.
Dice que a él le ocurre lo mismo, su mujer y sus hijos nacieron aquí, son verdaderos nativos de Hong Kong. Pronto hará treinta años que está en la isla, hasta él se considera ya de Hong Kong; tan sólo mantiene unas pocas relaciones de negocios con el continente y el comercio cada vez está más difícil; ya ha retirado grandes sumas de dinero.
– ¿Dónde va a invertir ahora? -No puedes evitar hacerle esa pregunta.
– En Australia. Después de ver su obra de teatro todavía lo tengo más claro.
Dices que tu obra no sólo habla de China, sino de las relaciones humanas en general.
Dice que lo entiende, pero necesita un lugar para poner a salvo su capital.
– ¿Acaso en Australia no se corre el riesgo de expulsar a los chinos si los de Hong Kong acuden en masa allí? -preguntas.
– Es justamente de eso de lo que quería hablar con usted.
– No conozco la situación de Australia, yo vivo en París -replicas.
– ¿Cómo es en Francia? -pregunta mirándote fijamente a los ojos.
– El racismo está por todos los lados, Francia no es una excepción -dices.
– Entonces en Occidente también es muy difícil para los chinos…
Agarra su vaso medio lleno de zumo de naranja y lo posa en la mesa de nuevo.
Tú te pones en su piel y le dices que, ya que su familia ha nacido y crecido aquí, debería serle posible continuar sus negocios en Hong Kong y asegurar su dinero.
Dice que se siente muy honrado de que hayas decidido compartir con él esa modesta comida, que le gusta tu estilo, que seas tan sincero.
Tú le contestas que él es el sincero, que todos los chinos llevan una máscara y que les cuesta mucho quitársela.
– De hecho, si podemos hacernos amigos es porque no hay ninguna relación de interés entre nosotros.
Dice eso con un tono de profunda convicción. Está claro que ha conocido todas las vicisitudes de ese bajo mundo.
A las tres de la tarde una periodista tiene que entrevistarte y has quedado con ella en un café al lado de Wanchai. Él dice que puede llevarte allí. Dices que debe de estar muy ocupado, que no hace falta que te acompañe. Él añade que puedes venir a verlo cuando quieras a Hong Kong. Se lo agradeces, luego le dices que es probable que sea la última vez que una de tus obras se represente aquí, que seguro que os volveréis a ver, pero que esperas que no sea en Australia. Él dice que no, no, que cuando vaya a París irá a verte. Tú le dejas tu dirección y tu teléfono, y él anota de inmediato en su tarjeta el número de su móvil y te la entrega, mientras asegura que si necesitas su ayuda en lo que sea, que lo llames cuando quieras y que espera que os volváis a ver.
La periodista es una chica con gafas. Cuando entras en el café, ella se levanta de su asiento frente al mar, ante un ventanal inmenso, y te hace una señal. Dice quitándose las gafas:
– Normalmente nunca llevo gafas, pero sólo había visto su foto en el periódico y tenía miedo de no reconocerlo.
Guarda las gafas en su bolso y saca una pequeña grabadora.
– ¿Puedo grabar? -pregunta.
Dices que por ti no hay ningún inconveniente.
[4] La expresión se utilizaba para designar a todos aquellos que procedían de familias de terratenientes, a los campesinos ricos, los contrarrevolucionarios, los malos elementos y los derechistas. Fueron las principales víctimas de las persecuciones durante la Revolución Cultural.