Выбрать главу

– Ahora no tengo ganas de volver al hotel, paseemos un poco -dice ella.

Un bar da a la acera. Su gran ventanal apenas está iluminado por unas velas colocadas sobre las pequeñas mesas llenas de hombres y mujeres.

– ¿Entramos? -preguntas tú-. ¿O vamos a la orilla del mar?, será más romántico.

– He nacido en Venecia y he crecido a la orilla del mar -replica ella.

– Entonces podemos decir que eres italiana, es una ciudad maravillosa, con un sol deslumbrante.

Tienes ganas de volver a calentar un poco el ambiente, dices que has ido a la plaza San Marcos, que a medianoche las terrazas de los cafés y de los restaurantes estaban llenas, que del lado del mar, una orquesta tocaba al aire libre. Todavía recuerdas que era el Bolero de Ravel, su tema repetitivo flotaba en la noche. Las jóvenes chicas que paseaban por la plaza llevaban en la muñeca, en el cuello o sobre los cabellos un círculo de plástico fosforescente que los vendedores ambulantes vendían por las calles. Se las veía ir de un lado a otro. Bajo los puentes de piedra, las parejas de enamorados estaban sentadas o tumbadas en las góndolas tranquilamente. Algunas llevaban incluso delante una lámpara con una vela y se deslizaban por la superficie negra del mar. En Hong Kong, en cambio, no hay gusto por lo refinado, sólo es un paraíso para comer, beber e ir de compras.

– Pero todo eso sólo se monta para los turistas -dice ella-. ¿Estabas de viaje?

– En aquella época no podía permitirme ese lujo, me invitó una asociación de escritores italianos. Una vez allí, me dije que sería maravilloso encontrar a una veneciana para quedarme en aquella ciudad.

Ella interrumpe.

– Es una ciudad muerta, sin el menor aliento, sólo vive para el turismo, no tiene más vida que esa.

– Sea como sea, allí la gente vive muy feliz -dices.

Añades que cuando volviste al hotel, en plena noche, las calles estaban casi vacías, pero dos jóvenes italianas continuaban divirtiéndose ante el hotel. Bailaban alrededor de un radiocasete que había en el suelo. Las miraste un buen rato y te sonrieron. Hablaban en italiano, pero, aunque tú no entiendas italiano, viste claramente que no eran turistas.

– Tuviste suerte de no entender lo que te decían; intentaban ligar contigo -dice ella fríamente-, eran prostitutas.

– No estoy seguro -reflexionas un momento-. De todos modos, eran muy cálidas y adorables.

– Los italianos son todos cálidos. Difícil decir si son adorables.

– Exageras un poco, ¿no? -preguntas.

– ¿No les hiciste ninguna señal? -replica.

– No habría tenido suficiente dinero -dices.

– Yo tampoco soy una puta-dice.

Tú dices que es ella la que ha empezado a hablar de Italia.

– Nunca he vuelto.

– Bueno, no hablemos más de Italia.

Le echas una mirada, muy desanimado.

Una vez en el hotel, subís a la habitación.

– No hacemos el amor, ¿de acuerdo? -dice ella.

– De acuerdo, pero no podemos partir en dos esta gran cama.

Intentas ocultar tu desengaño.

– Podemos dormir cada uno en su lado, o charlar tranquilamente.

– ¿Hablar hasta que amanezca?

– ¿Nunca has dormido con una mujer sin tocarla?

– Claro, con mi ex mujer.

– Eso no cuenta, ya no la querías.

– No sólo no la quería, sino que, además, tenía miedo de que me denunciara…

– ¿Por las relaciones con otras mujeres?

– No, era imposible tener otra mujer en aquella época, tenía miedo de que denunciara mis ideas reaccionarias.

– Porque no te amaba -dice ella.

– Ella tenía miedo, miedo de que le ocurriera cualquier desgracia por estar conmigo.

– ¿Qué desgracia?

– Imposible hablar de eso en pocas palabras.

– No hablemos más de eso entonces. ¿Nunca has dormido con una mujer que amaras o que apreciaras sin hacer el amor?

Piensas un poco y dices:

– Sí, alguna vez.

– ¡Eso está bien!

– ¿Qué es lo que está bien?

– Debías de respetarla, respetar sus sentimientos.

– No necesariamente, apreciar a una mujer sin tocarla, si se duerme en la misma cama, es muy difícil.

Para ti, en todo caso.

– Eres sincero -dice ella.

Tú se lo agradeces.

– Inútil agradecérmelo, todavía no tengo pruebas, hay que verlo.

– Es la verdad. Ocurrió así; sin embargo, después, me supo mal no haber podido hacerlo, pero ya no la volví a ver.

– Eso quiere decir que a pesar de todo la respetabas.

– No, en realidad tenía miedo -dices.

– ¿Miedo de qué? ¿De que te denunciara?

Dices que no se trataba de tu ex mujer, era otra; ella no pretendía denunciarte, estaba muy decidida a estar contigo, pero tú no te atreviste.

– ¿Por qué?

– Tenía miedo de que los vecinos se dieran cuenta, era una época terrible en China; no tengo ganas de hablar de nuevo del pasado.

– Habla, si hablas te sentirás más aliviado.

Ella parece comprender.

– Es mejor no hablar más de asuntos de mujeres.

Piensas que ella se está comportando como si fuera una buena hermana.

– ¿Por qué esto sería un asunto sólo de mujeres? Tanto los hombres como las mujeres somos todos seres humanos, siempre hay algo más aparte de las relaciones sexuales. Debe de ser también así entre tú y yo.

Ya no sabes de qué debes hablar con ella. De todos modos, no podéis meteros en la cama de inmediato. Examinas con atención un grabado de colores con el motivo cuidado en su cuadrado dorado.

Se quita las horquillas, se suelta el pelo y se desnuda mientras te explica que su padre volvió después a Alemania, que en Italia costaba ganarse la vida mucho más que en Alemania.

No le preguntas por su madre, guardas silencio prudentemente y te esfuerzas en no mirarla, pensando que no volverás a vivir de nuevo el sueño maravilloso de la noche pasada.

Ella entra en el cuarto de baño con un camisón largo. Deja la puerta abierta y continúa hablando mientras deja caer el agua:

– Fue después de la muerte de mi madre cuando empecé a estudiar chino en Alemania. Los estudios de la lengua china están muy desarrollados allí.

– ¿Por qué aprender chino? -preguntas tú.

Ella dice que quería alejarse lo máximo posible de Alemania. Cualquier día, si los neofascistas levantaban cabeza, podían denunciarla. Habla de sus vecinos de la calle en que vivía, aquellos hombres y aquellas mujeres perfectamente civilizados y elegantes, que siempre saludaban con un ademán frío de cabeza al cruzarse con ellos. Cuando se los encontraba durante el fin de semana, limpiando su coche hasta que reluciera, como si fuera un zapato, ella debía pararse un instante para decirles algo, pero ¿quién sabe si un día, si alguna vez el ambiente cambiara, como en Serbia recientemente, no serían los mismos que venderían, cazarían, violarían y también masacrarían a los judíos? Ellos o sus hijos.

– El fascismo no existe sólo en Alemania, nunca has vivido realmente en China, el terror de la Revolución Cultural no tiene nada que envidiar al fascismo -dices con frialdad.

– Pero no es lo mismo, los fascistas cometen un genocidio sólo porque en tus venas corre sangre judía, no es una cuestión de ideología, de punto de vista político. No tienen teoría -argumenta, elevando la voz.

– ¡Teoría de mierda! ¡No entiendes nada de China, tú no has vivido el terror rojo, esa enfermedad contagiosa puede hacer que todo el mundo se vuelva loco! -Ahora empiezas a irritarte tú.

Ella ya no dice nada. Lleva un camisón ancho, el sujetador en la mano, sale del cuarto de baño y levanta los hombros en tu dirección. Se sienta al borde de la cama, con la cabeza gacha; su cara está pálida, se ha quitado el lápiz de labios y el rímel, lo que refuerza su tierna feminidad.