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Cuando se crearon las guardias rojas, los jóvenes como él, que no pertenecían a las «cinco categorías rojas» también fueron invitados a participar en la reunión. Danian mostró su carácter por primera vez. Sentado a un extremo de la mesa, les dijo a los jóvenes que no estaban cualificados para ser de las guardias rojas «Todos los que asisten hoy a nuestra asamblea de guardias rojas pueden ser considerados como los compañeros de camino de nuestras tropas revolucionarias», luego le dijo a él, llamándole por su nombre: «¡Tú también, por supuesto, eres uno!». Sin embargo, él había leído La historia del Partido Comunista de la Unión Soviética y sabía lo que realmente significaba la expresión «compañeros de camino». En aquella repentina visita de las guardias rojas, si Lin no le hubiera avisado, habrían encontrado sus manuscritos y su suerte habría estado en manos de aquel tipo.

Danian, que todavía no quería romper con él, le dijo sencillamente:

– Hemos venido a buscar pruebas de las actividades reaccionarias de Tan Xinren. Tú no tienes nada que ver con esto. ¿Dónde están tus cosas? Sepáralas de las de él.

El sonrió y respondió:

– Ya esta, ¿puedo ayudaros?

Contestaron a coro:

– Esto no te concierne, ¿dónde está su escritorio?

– Ese de ahí, los cajones no están cerrados con llave.

De pie en su rincón, era lo único que podía decir para defender a Lao Tan, pero al mismo tiempo, ya se había desmarcado de él. Más tarde supo que, mientras él volvía a toda velocidad a su casa, las guardias rojas habían pegado un aviso en la entrada del edificio del trabajo: «¡Abajo el elemento contrarrevolucionario histórico Tan Xinren!». Desde aquel momento, Lao Tan pasó a estar incomunicado en el edificio y perdió su libertad.

Revolvieron las libretas, las traducciones, las cartas, las fotos y los libros en inglés de Tan. Durante su tiempo libre, Tan traducía novelas escritas en inglés, obras de autores de Asia o de África más o menos revolucionarias. Pero una de esas novelas tenía en la portada la imagen de una mujer occidental casi desnuda. Pusieron ese libro aparte. En el fondo del cajón, escondido bajo un viejo periódico, encontraron un sobre blanco que contenía algunos preservativos.

– ¡Vaya con el cerdo, también hace esas cosas! -dijo Danian, blandiendo los profilácticos.

El ambiente era alegre para aquel al que no le concernía. Todos pretendían mostrar que estaban limpios y eran inocentes. Lin y él también se rieron, aunque evitaron mirarse.

Después, durante los interrogatorios contra Tan, le preguntaron sobre la mujer con la que mantenía «relaciones anormales entre personas de sexo diferente», porque sospechaban que debía de formar parte de una red de espionaje. Tuvo que confesar sus relaciones con una viuda. De inmediato las guardias rojas de la entidad de trabajo de esa mujer registraron la casa de ella. Los poemas melancólicos de estilo antiguo que encontraron en los cajones de Tan quizá fueron escritos para ella. Los habían guardado como pruebas evidentes de que él «añoraba su paraíso perdido, y tenía ideas contra el Partido y contra el socialismo».

Al ver que dos baldosas del suelo estaban un poco sueltas, las guardias rojas quisieron arrancarlas.

– ¿Queréis que vaya a pedir una pala a casa del vecino? -preguntó él voluntariamente a Danian para mostrar un cierto interés en el registro. Al mismo tiempo quería tomarles el pelo; si agujereaban el suelo un metro de profundidad, ¡quizá hicieran algún descubrimiento arqueológico! El miedo sólo vino después.

Trajo un pico de casa del vecino, un viejo obrero jubilado. Realmente se pusieron a agujerear el suelo y llenaron la habitación de cascotes y arena, hasta el punto de que se hizo imposible moverse. Poco después acabaron tirando el pico y dándose por vencidos.

Más tarde supo que la sección de seguridad de su institución recibió un informe del comité de vecinos del barrio que señalaba que de aquella habitación provenían sonidos de un emisor de radio. Ese informe sin duda venía del vecino, el viejo obrero llamado Huang. Mientras Tan y él estaban en el trabajo, el viejo jubilado, que se pasaba el día encerrado en casa, debió de oír algún sonido de la radio que habían dejado encendida tras la puerta cerrada con llave y de inmediato pensó que debía de tratarse de un emisor que difundía información secreta. Al permitir encontrar a un enemigo, él probaría su fidelidad hacia el Líder y el Partido. Después del registro, cuando encontró al jubilado en el patio, éste todavía tenía la misma sonrisa en su cara arrugada. La catástrofe le había pasado rozando.

Cuando las guardias rojas se marcharon, él se quedó observando la habitación llena de baldosas rotas y de tierra. Se dio cuenta de que cuando un drama de aquel tipo te caía encima, ya era demasiado tarde. En aquel momento decidió quemar sus manuscritos y sus diarios, enterrando para siempre su lirismo, sus recuerdos de infancia, su narcisismo y sus ilusiones de adolescente, así como su sueño de hacerse escritor.

10

No hay nada que tenga menos sentido que hablar de la Revolución Cultural a oscuras, con la luz apagada y junto a una mujer a quien puedes tocarle la piel; sólo una judía con un cerebro alemán y que habla chino puede encontrar eso interesante.

– ¿Continúo? -preguntas tú.

– Te escucho -dice ella.

Le hablas también de una redactora de mediana edad que trabajaba en el mismo despacho que tú. Un dirigente político vino a buscarla y le dijo que tenía una llamada telefónica de la sección de seguridad. Unos minutos más tarde, ella regresó, ordenó lo que había en la mesa y explicó, mientras recorría el despacho con una mirada impasible, que debía volver a su casa porque su marido se había suicidado con el gas. Como el encargado de la sección ya había sido apartado de su servicio y el jefe, Lao Liu, había sido calificado de ajeno a la clase e infiltrado en el Partido, sólo podía pedir permiso al personal que había en aquel momento en el despacho. Al día siguiente llegó antes de la hora de empezar el trabajo y escribió un dazibao en el que explicaba que no aprobaba la actitud de su marido, quien, según ella, «había roto voluntariamente con el pueblo y con el Partido».

– Para, es demasiado triste -te dice ella al oído.

Tú dices que a ti no te apetece en absoluto continuar.

– Pero, dime una cosa, ¿para qué hacían eso?

– Había que encontrar a los enemigos. Sin el pretexto de los enemigos, ¿cómo habrían podido llevar a cabo su dictadura?

– ¡Eso es el nazismo! -dice ella enfadada-. ¡Deberías escribir todo eso!

Dices que no eres un historiador y que tienes suerte de no haber sido devorado por la historia, inútil pagarle todavía un tributo.

– Entonces escribe tu experiencia personal, lo que tú has vivido. Hay que escribir todo eso, ¡tendrá un gran valor!

– ¿El valor de un documento histórico? Llegará el día en el que se abrirán miles y miles de toneladas de archivos; lo que yo haya escrito sólo será un montón de viejos papeles que no servirán para nada.

– Sin embargo, Solzhenitsin…

La interrumpes para decirle que tú no eres un combatiente, un abanderado.

– Pero un día, eso cambiará, ¿no crees? -pregunta ella.

Necesita creerlo.

Tú dices que no eres profeta, que tienes los pies en la tierra y no esperas que te reciban con vítores si algún día vuelves; de hecho, no crees que puedas volver allí algún día vivo, no puedes perder el tiempo que te quede.