Te pide dulcemente perdón, dice que ha despertado tus recuerdos, que, para ella, comprender tu sufrimiento es lo mismo que comprenderte a ti. ¿No lo entiendes?
Dices que sales del infierno, que no tienes ganas de volver.
– Pero debes hablar de ello, eso te hará bien.
Su voz se ha vuelto más dulce, le gustaría consolarte.
Tú le preguntas si ha jugado alguna vez con gorriones, o si ha visto a los niños hacerlo. Se les ata a la pata un hilo fuerte y se sujeta un extremo con la mano. El pájaro echa a volar con todas sus fuerzas mientras lo sujetan. Acaba cerrando los ojos y muere ahorcado con el hilo. Dices también que cuando eras pequeño cazaste una mantis religiosa. Tenía unas patas largas y finas, un cuerpo verde y unas pinzas que blandía como sables; esos bichos parecen arrogantes, pero en la mano de un niño, si éste le ata un hilo a la pata, se la arranca muy rápido al tirar un poco del hilo. Le preguntas si ella también ha vivido esas cosas.
– ¡Pero los hombres no son gorriones! -protesta.
– Tampoco mantis religiosas, claro. El hombre tampoco es un héroe, es incapaz de resistir a la violencia del poder, sólo puede huir.
La habitación está totalmente a oscuras, una oscuridad profunda, casi palpable.
– Abrázame -dice ella con una voz profunda y llena de dulzura, que, tras haberte atormentado, te quiere reconfortar.
Te aprietas a su cuerpo, pegándote a la carne, casi traspasando su camisón, pero no sientes ninguna excitación. Ella te acaricia con sus dulces manos que pasean sobre ti, te ofrece su cuerpo. Tú le dices que estás excitado pero un poco nervioso; con los ojos cerrados, piensas que te gustaría calmarte para poder disfrutar de su ternura.
– Bueno, entonces háblame de las mujeres -te dice dulcemente al oído, como una amante; pegada a ti-. Háblame de ella.
– ¿De quién?
– De tu mujer, se llamaba Lin, ¿no?
Dices que no era tu mujer, que era la esposa de otro hombre.
– Entonces era tu amante. ¿Has estado con muchas mujeres en China?
– Sabes que en China era imposible en aquella época.
Añades que, aunque no se lo crea, ella fue la primera mujer con la que estuviste.
– ¿La amabas? -pregunta.
Dices que fue ella la que te sedujo la primera vez, que no tenías ninguna intención de llegar a nada con una historia imposible.
– ¿Todavía piensas en ella?
– Margarita, ¿por qué me preguntas esas cosas?
– Me gustaría saber qué lugar ocupan las mujeres en tu corazón.
Le dices que, por supuesto, ella era una mujer adorable, recién salida de la universidad, que era guapa y atractiva, que no había muchas mujeres que se maquillaran como ella en China, por aquel entonces. Cuando la conociste, llevaba un vestido muy ajustado y zapatos de cuero con tacón alto, una ropa especialmente provocativa. Como era la hija de un alto dirigente y gozaba de una buena situación, era altiva y caprichosa, pero le faltaba un poco de romanticismo. Tú sólo vivías para tus libros y tus ilusiones. El trabajo rutinario era totalmente insípido para ti, pero, además, siempre había activistas que querían entrar en el Partido para convertirse en aquellos funcionarios que organizaban grupos de estudio de las obras de Mao en horas extras, después del trabajo. Obligaban a todos a que les siguieran y decían que los que no querían participar en aquellos grupos tenían un problema ideológico. Hasta las nueve o las diez de la noche, cuando por fin volvías a casa, no podías ponerte a escribir lo que te diera la gana, ni perderte en tus pensamientos, ante tu mesa de trabajo, bajo la lámpara, frente a tus libros: sólo en aquel momento por fin eras tú mismo.
Durante el día vivías en un mundo diferente y, como te quedabas hasta altas horas de la noche, siempre tenías aspecto de estar medio dormido. Incluso dormitabas durante las reuniones. Quizá por eso, te ganaste el apodo de «el Soñador», pero si te hubieran llamado directamente «el Durmiente», no te habrías ofendido en absoluto.
– El Soñador es un buen apodo.
Ella ríe un poco, su voz vibra en su opulento pecho.
Dices que para ti era una especie de coartada, sin eso hacía tiempo que te habrían «desenmascarado»
– ¿Ella también te llamaba así? ¿Se enamoró de ti por eso?
– Sí, es posible.
Dices que tú también estabas enamorado de ella, que no se trataba sólo de deseo sexual. En aquella época desconfiabas de las chicas que habían cursado estudios universitarios, porque ellas aspiraban a progresar y se esforzaban en parecer totalmente inocentes. Tú tenías claro que tus pensamientos eran oscuros; la breve experiencia del amor que tuviste en la universidad fue suficiente para ti. Si ellas hubieran comentado las cosas extrañas que decías en privado, en una de las habituales confesiones ideológicas que tenían lugar en el Partido o en la Liga de la Juventud, se te habría caído el pelo.
– Aun así, eran mujeres, ¿no?
– No has vivido en ese entorno. No lo puedes entender.
Le preguntas si se puede imaginar hacer el amor con un nazi que podría denunciar su origen judío.
– ¡No hables de nazis!
– Perdona, sólo estoy comparando. El sentimiento es el mismo. Por supuesto, Lin no era de ese estilo, sobre todo porque tenía bastantes privilegios por su familia, no pedía entrar en el Partido, su padre, su madre, su familia era el Partido. Ella no tenía que ir con pies de plomo, ni ir a ver al secretario de la célula para confesarse.
Tú le explicas que la primera vez que te citó fue en un restaurante muy refinado, que no estaba abierto para el gran público, sólo se entraba presentando una autorización. Era ella la que te invitaba, por supuesto; tú no tenías la tarjeta para pagar la cuenta. Quizá por eso te sentías un poco incómodo.
– Lo entiendo -dice ella en voz baja.
Tú dices que Lin quería que utilizaras la autorización militar de su marido para ir juntos a un hotel del interior del Palacio de Verano, abierto sólo para el reposo de los dirigentes de alto nivel y de sus familias; quería que te hicieras pasar por su marido. ¿Y si lo verificaban? Dijo que era imposible, pero que sería mejor llevar uno de sus uniformes.
– Realmente tenía valor -murmura ella.
Tú dices que no tenías tanto valor, que aquel tipo de aventura de adulterio te hacía sentir mal, pero que aun así hacías el amor con ella. La primera vez fue en su casa. Vivía en una casa que tenía un gran patio cuadrangular. Allí sólo vivían su padre, su madre y un viejo empleado que vigilaba la entrada, barría el patio y encendía el horno. Se acostaban muy temprano, la residencia estaba desierta. Fue ella la que te hizo un hombre. Dices que se lo agradeces.
– Lo que quiere decir que todavía la amas.
Ella te examina en la oscuridad, apoyada sobre un codo.
– Me enseñó muchas cosas.
Al rememorar aquellas escenas, sería mejor decir que lo que te gustaba de ella era su cuerpo exuberante.
– ¿Qué te enseñó?
Su cabello roza tu cara; en la oscuridad ves brillar débilmente el blanco de sus ojos muy abiertos que te miran fijamente.
– Era más valiente que yo, acababa de casarse, yo entonces tenía veinte años, pero nunca había tocado a una mujer. ¿No te parece increíble?
– Claro que no. En aquella época, en China, todo el mundo tenía que ser puritano; lo comprendo…
Sus dedos juegan dulcemente sobre tu cuerpo. Tú dices que no eras ningún puritano, que tenías muchas ganas.
– ¿Tenías ganas de quitarte toda la represión que llevabas encima?
– Quería quitármela con una mujer.
– Y querías estar con una mujer desvergonzada, ¿no es cierto? -Su voz dulce y aterciopelada murmura en tu oído-. Bueno, fóllame como habrías follado a esas mujeres en China.
– ¿A cuáles?
– A Lin, o a la otra joven, aquella de la que no recuerdas su nombre.
Te vuelves hacia ella y la abrazas. Le levantas el camisón y te pegas a su cuerpo…