Lin tenía dos años más que él, era un verdadero volcán que amaba de manera enardecida, hasta perder la razón. Él se controlaba. Lin se atrevía a jugar con fuego, pero a él le era imposible no pensar en los disgustos que les podía acarrear esa relación. Lin no quería divorciarse, e incluso, aunque hubiera querido casarse con él, sus padres jamás habrían permitido acoger a un yerno así en su familia revolucionaria: él, que era de un origen totalmente ordinario y que ni siquiera era miembro de la Liga de la Juventud Comunista. Además, el marido de Lin tenía el beneplácito de su familia de militares. Si los hubieran denunciado a su entidad de trabajo, a Lin no le habrían infligido castigo alguno, él habría sido el único responsable. En ese momento probablemente ella se habría dado cuenta de que no podía romper con su familia y perder su situación de privilegio para irse a vivir con él. En aquella época existía un nuevo reglamento, además de la ley sobre el matrimonio, que estipulaba que un empleado de un organismo del Estado sólo tenía derecho a casarse cuando cumpliera los veintiséis años. En esa nueva sociedad, que vivía un progreso constante, como nunca antes había vivido, el amor y el matrimonio estaban consagrados a la revolución; el hombre nuevo, los hechos nuevos, las obras de teatro nuevas, las películas nuevas, todos propagaban ese discurso. Tenían la obligación de ver esas obras o películas, y el propio organismo del Estado era el que regalaba las entradas.
Un día, un secretario de la oficina del jefe de departamento vino a verlo directamente sin pasar por los escalones jerárquicos habituales. Le pidió que fuera a ver de inmediato a su directora. Comprendió que no se trataba en absoluto de un asunto laboral. La directora, la camarada Wang Qi, una mujer de mediana edad, afable y reservada, estaba sentada detrás de una mesa ancha, cuyas dimensiones correspondían a su cargo de dirigente. Se levantó y cerró la puerta de la habitación, acción un tanto inusitada y que le puso nervioso al instante. Le invitó a sentarse en un largo sofá, aunque ella se sentó en un sillón de cuero, antes de mostrar voluntariamente una cara más conciliadora.
– Mi trabajo me ocupa mucho tiempo. -Era la pura verdad-. No tengo tiempo para charlar con vosotros, los estudiantes que acabáis de llegar. ¿Desde cuándo estás aquí?
Él le contestó.
– ¿Ya te has acostumbrado a este trabajo?
El afirmó con la cabeza.
– He oído decir que eres muy inteligente, que enseguida has sabido estar a la altura de la situación, y que encima escribes en tu tiempo libre.
Ella lo sabía todo de él. Le habían informado de todo. Y acabó previniéndole.
– Eso no debe influir en tu trabajo.
Volvió a inclinar la cabeza en señal de comprensión. ¡Menos mal que nadie sabía qué cosas escribía!
– ¿Tienes novia?
Ella fue directamente al grano. Él se sobresaltó y dijo que no, pero sintió cómo se sonrojaba.
– Puedes reflexionar sobre ello y encontrar un buen partido. -Insistió en lo de buen partido-. Pero todavía eres demasiado joven para casarte. Si trabajas bien para la revolución, los problemas de tu vida personal se resolverán fácilmente.
Hablaba de todo eso de forma anodina, con un tono de voz tranquilo, pero aquella conversación formaba parte del trabajo revolucionario. De hecho, no se trataba de una simple charla, y antes de levantarse para abrir la puerta, le hizo una observación:
– Me ha llegado a los oídos que ha habido reacciones entre las masas; tu relación con Xiao Lin es demasiado íntima. Si es una relación entre compañeros que trabajan juntos, no hay nada malo en ello, pero hay que tener cuidado con las consecuencias. La organización quiere que los jóvenes tengan una evolución sana.
La organización, por supuesto, era el Partido; si la directora lo había llamado para hablar con él, seguro que era por orden del Partido. Volvió a hablar de Lin:
– Es muy sencilla, muy afectuosa con la gente, le falta experiencia.
Por supuesto, si había problemas, todo caería sobre él. La entrevista acabó tan sólo cinco minutos después. Antes de que la Revolución Cultural estallara, el marido de esa mujer todavía no había sido tachado de «miembro importante de la banda negra antipartido», ni tampoco la propia camarada Wang Qi había sido acusada de «elemento antipartido», así que ella todavía asumía el cargo importante de responsable que le había otorgado la organización. Aunque se tratara de una simple alusión, de una advertencia o de una verdadera observación, todo le quedó muy claro.
En aquel momento su corazón empezó a latir con fuerza; sintió como se le encendían las mejillas y no pudo controlarse durante bastante rato.
Decidió romper su relación con Lin. La esperó a que acabara su trabajo y salieron juntos del gran edificio; sabía que se arriesgaban a que les viera alguien, tenía ganas de desafiarlos, pero le faltaban fuerzas para ese reto. Caminaron durante mucho tiempo empujando cada uno su bicicleta antes de que le explicara la conversación que había tenido.
– Pero ¿y a ellos qué les importa? -Lin no estaba de acuerdo-. ¡Que digan lo que quieran!
Él le dijo que ella podía tomárselo a la ligera, pero que él no.
– ¿Por qué? -Lin se detuvo.
– ¡Es una relación desigual! -replicó.
– ¿Por qué desigual? No lo entiendo.
– Es normal que no lo entiendas, porque tú lo tienes todo, y yo no tengo nada.
– ¡Pero yo quiero darte lo que pueda!
Dijo que no quería favores, ¡que no era un esclavo! De hecho, le habría gustado hablar de su situación insoportable, de su deseo de llevar una vida transparente, pero no supo explicarse.
– ¿Quién te esclaviza?
Lin se detuvo bajo una farola en la calle, lo miraba fijamente, llamando la atención de los peatones. Él sugirió que lo hablaran en un parque de la colina del Carbón; pero dejaban de vender entradas a las nueve y media y el parque cerraba a las diez. Le explicó al vigilante que saldrían muy rápido, y al final los dejó entrar.
Normalmente, para sus citas, se encontraban en aquel parque en cuanto salían del trabajo. Habían encontrado un bosque apartado de los senderos, desde donde se veían las luces de la ciudad. Lin podía entonces quitarse sus medias de seda, que eran particularmente fascinantes. Este tipo de artículo de lujo sólo lo vendían en las tiendas reservadas al personal que trabajaba para una misión en el extranjero y era imposible encontrarlo en las tiendas normales. Ya no tenían tiempo de subir a la colina, se contentaron con quedarse de pie bajo la sombra de un gran árbol que no estaba lejos de la entrada. Tenía que hablar claramente con Lin, decirle que tenían que poner fin a esa relación. Pero Lin se puso a llorar y él no sabía qué hacer; le tomó la cara con las dos manos y le secó las lágrimas de las mejillas. Sin embargo, Lin lloraba cada vez con mayor desconsuelo. La besó y se abrazaron como amantes, con el corazón roto. No pudo evitar besar su cara, sus labios, su cuello, sus senos y su vientre, cuando se oyó desde los altavoces: