Los más de trescientos carros movilizados por varias comunas populares se agolpaban frente a la estación provocando los rebuznos de los burros, los relinchos de los caballos, los chasquidos de los látigos y una animación mayor todavía que en un día de mercado. Unos campesinos, subidos a sus carros o escurriéndose entre la multitud, sostenían en la mano la hoja de papel que les habían distribuido y gritaban con todas sus fuerzas los nombres de las personas que habían de recoger. Un pequeño coche estaba bloqueando el paso de las carretas y sus mulas, y no podía avanzar ni retroceder. El delegado del ejército, Song, que llevaba una insignia bermellón en el casco, un distintivo rojo en el cuello y un abrigo militar sobre los hombros, salió del coche y se dirigió al andén. Subió a un baúl de madera e intentó dar órdenes a diestro y siniestro. El delegado del ejército había empezado su carrera como corneta y ahora dirigía la escuela de funcionarios. Aunque no tenía una gran experiencia revolucionaria, se podía considerar que había estado en el campo de batalla. Sin embargo, no lograba que se movieran los carros de los campesinos y el desorden era cada vez mayor.
Entre el mediodía y el atardecer, consiguieron que todos los carros desaparecieran. Sin embargo, las maletas y los muebles, que era imposible transportar, permanecieron amontonados sobre el andén de la estación. El delegado del ejército le encargó, junto a algunos de sus compañeros, que se quedara vigilando las cosas. Los otros se cobijaron del viento en la sala de espera y él se protegió del frío con los armarios y maletas que amontonó. Luego compró una botella de aguardiente y dos panecillos de harina de maíz, endurecidos por el frío, antes de meterse en su rincón cubierto con una lona, desde donde contemplaba las luces amarillentas del andén. Pensó que necesitaba una mujer. Si tuviera mujer e hijos estaría en la misma situación que los que tienen una familia y podría alojarse en una casa de campesinos. De todas maneras, se cultivaban tierras por todas partes, al menos podría tener una casa y marcharse del dormitorio colectivo, donde todos se espiaban, y donde ni siquiera podían hablar en sueños, por miedo a que alguien pudiera escucharlos.
Volvió a pensar que, en las escuelas y las industrias, un año antes de que las controlase el ejército, siempre había conflictos armados. Recordó la noche que pasó, con una estudiante que no sabía dónde refugiarse, en un pequeño albergue bajo un dique del Yangzi. «Nosotros estamos predestinados a ser una generación sacrificada…»; la joven que se había atrevido a escribir eso en su carta debía de estar totalmente desesperada.
Era una época en la que no había guerra, pero los enemigos estaban por todas partes. Se creaban muchas líneas de defensa, aunque nadie pudiera defenderse. Estaba en un callejón sin salida. La única esperanza que le quedaba era encontrar un alojamiento en algún pueblo y una mujer. Pero también estaba a punto de perder incluso esa posibilidad.
Se apresuró a volver al pueblo antes del alba. El matrimonio Huang pasó toda la noche en vela esperándolo. Después de vestirse, encendieron la estufa de carbón importada de Beijing. La habitación se había calentado. La mujer de Huang cocinó pasta y le ofreció un tazón de sopa. No lo rechazó. No había cenado y había pedaleado con todas sus fuerzas durante cuarenta kilómetros. Tenía un hambre canina. Miraron cómo se tragaba el gran tazón de sopa de tallarines. Antes de salir, les hizo un ademán de mano y les dijo que nunca había estado en su casa. Y ellos repitieron: «Por supuesto, nunca has venido, nunca». Había hecho cuanto estaba en su mano, el resto era una cuestión de suerte.
14
– ¿Nunca te persiguieron como a un auténtico enemigo? -suelta ella mientras remueve el café con una cucharilla pequeña.
– Siempre me libré por los pelos. ¿Qué otra cosa se puede decir?
– Pero ¿cómo lo hiciste? -pregunta con cierta indolencia.
– ¿Sabes lo que es el mimetismo? -dices esbozando una sonrisa en los labios-. Cuando un animal se enfrenta al peligro, sólo tiene dos opciones: o finge que está muerto, o se muestra como un enemigo terrible. Sea como sea, nunca puede perder la calma. Al contrario, debe permanecer impasible y a la espera del mejor momento para conseguir salir del apuro.
– Entonces, tú eres un zorro astuto -dice con una dulce sonrisa en los labios.
– Eso es -reconoces-. Cuando estás rodeado de perros salvajes, debes ser más astuto que un zorro, si no quieres que te hagan pedazos.
– Los hombres son como animales. Tú y yo somos animales. -Una especie de dolor atraviesa su voz-. Pero tú no eres un animal salvaje -dice ella.
– Si todos se volvieran locos, tú también te transformarías en un animal salvaje.
– ¿Eso es lo que tú crees que eres? -pregunta.
– ¿Por qué me preguntas eso?
Ahora te toca a ti hacer alguna pregunta.
– Por nada en concreto. Sólo por saberlo.
Ella baja la mirada.
– A veces, para mantener tus principios, no te queda otra opción que huir.
– ¿Tú crees que se puede huir del todo? -pregunta mirándote de nuevo a los ojos.
– ¡Margarita!
Ya no sonríes y dices:
– No hablemos más de política china. Mañana cada uno se irá a un país diferente, seguro que podemos encontrar algo mejor de lo que hablar, ¿no?
– Ahora no estamos hablando de política, ni de China, lo único que quiero saber es si tú también te has convertido en un animal salvaje.
– Sí, también -dices tú, tras un instante de reflexión.
Ella se queda callada y mirándote a los ojos, enfrente de ti. Cuando llegasteis de Namma Island al hotel, ella dijo en el ascensor que no tenía ganas de irse a dormir en aquel momento y la acompañaste a ese bar que tiene una luz y una música muy suaves. En una esquina, una pareja bebe. Ella no ha puesto azúcar en el café, pero continúa removiendo lo que le queda en la taza, como si quisiera decir algo que no te ha dicho en la cama, pero no se atreviera. La otra pareja, quizá amantes, llaman al camarero, pagan y salen agarrados de la cintura.
– ¿Quieres tomar algo más? Está esperando a que nos vayamos para cerrar.
Te refieres al camarero.
– ¿Me invitas? -Te mira de una forma que te parece extraña.
– Claro, ¡qué cosas dices!
Pide un whisky doble y te pregunta:
– ¿Me acompañas?
– ¿Por qué no?
Pides otro whisky doble.
El camarero mantiene su actitud afable, pero no deja de mirar a Margarita.
– Tengo ganas de dormir bien esta noche -explica ella.
– No tenías que haber tomado café -señalas la taza.
– Estoy cansada, cansada de vivir.
– ¡Qué dices! Todavía eres joven y muy atractiva. Estás en la flor de la vida, debes aprovechar todo lo que puedas.
Le dices que es ella la que te ha despertado de nuevo el deseo; le tomas la mano.
– No me gusto nada; no me gusta mi cuerpo.
¡De nuevo el cuerpo!
– Sé que has disfrutado con mi cuerpo, pero, claro, no eres el primero, ni tampoco el último, estoy segura… -dice apartando tu mano.
Ahora la deseas menos. Retiras la mano y lanzas un suspiro. Ella continúa hablando:
– A mí también me gustaría convertirme en un animal salvaje, pero no consigo huir… -confiesa agachando la cabeza.