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– Es un honor que beba con nosotros un hombre honorable como usted, que viene de la capital. Nosotros sólo somos una banda de pueblerinos; es algo excepcional que usted esté aquí, ¡traed comida para el profesor! -dijo Zhao. Y Maomei llegó por detrás de ti y te llenó tu tazón de arroz.

Todos tenían la cara como un tomate y hablaban sin parar, reían, bromeaban, pasaron de las gloriosas frases revolucionarias a hablar de mujeres, y acabaron diciendo cualquier cosa. Maomei se refugió en la cocina y no volvió a aparecer.

– ¿Y la pequeña Maomei? ¿Dónde se ha metido?

Los muchachos se desgañitaban, con la cara rubicunda. La mujer de Zhao acabó interviniendo:

– ¿Por qué llamáis a Maomei? ¡No se os ocurra hacer tonterías con el pretexto de que habéis bebido demasiado! ¡La pequeña todavía es virgen!

– ¡Aunque sea virgen, seguro que piensa en los chicos!

– Eh, ¡esa carne no está hecha para tu boca!

Todos alabaron entonces los méritos y las cualidades de la mujer de Zhao:

– ¡Usted lleva su casa con la misma eficacia con que recibe a sus invitados, Lao Zhao es un hombre con suerte!

Los muchachos continuaron con el mismo tono jocoso.

– ¿Quién no ha recibido favores de nuestra cuñada?

– ¡Cierra el pico!

La mujer de Zhao estaba encantada con esas bromas, se quitó el delantal, puso los brazos en jarras y dijo:

– Sois unos cerdos, dejad de decir guarradas de una vez.

Las frases cada vez eran más soeces, el olor a alcohol lo invadía todo. Al escuchar cómo daban su opinión, pensaste que todos tenían agallas, de lo contrario, ¿cómo habrían llegado a ser los funcionarios del pueblo?

– Si no hubiera sido por el Presidente Mao, ¿los campesinos pobres y medios de la capa inferior vivirían como viven hoy en día? ¿Y cómo podrían venir a instalarse aquí las jóvenes instruidas?

– ¡Siempre con tus ideas perversas!

– Tú, que pareces tan serio, ¿ya has follado o no? ¿Ya lo has hecho?, venga, dilo.

– ¿Cómo hablas así delante del profesor, no te da vergüenza?

– El profesor no es ningún extraño, no desprecia nuestros zapatos llenos de barro, hasta ha dormido con nosotros.

Y era cierto, habías dormido con ellos en el silo sobre las camas cubiertas de paja de arroz. Y cada noche, una vez acababa el entrenamiento al aire libre, los mirabas cómo medían su fuerza, luchaban, se tiraban por el suelo; el que perdía tenía que bajarse los pantalones delante de los demás, sobre todo si las mujeres del pueblo venían a ver cómo se peleaban y se mezclaban con ellos en esos juegos. En aquellos momentos, Maomei se refugiaba en una esquina para mantenerse al margen y se quedaba riendo. Todo el mundo se divertía hasta que sonaba el silbato y ordenaban que apagaran las luces.

Saliste de la sala, se había levantado un viento fresco, el olor nauseabundo del alcohol desaparecía poco a poco, sólo el dulce perfume de la paja de arroz flotaba en el aire. Bajo la luz de la luna, el pueblo desaparecía en la sombra de la montaña que había enfrente de ti. Te sentaste sobre una rueda de molino, al lado de la casa, y encendiste un cigarrillo.

Estabas contento de haber conseguido la confianza de esas personas, por la noche ya no oías ruidos sospechosos, ya no veías ninguna sombra delante de tu ventana, ya no te vigilaban, estabas casi totalmente integrado, vivías entre esos hombres. Ellos habían vivido siempre así, de generación en generación, revolcándose con las mujeres por el suelo, emborrachándose cuando estaban demasiado cansados, antes de entrar en un sueño profundo y roncar, sin pesadillas.

Al sentir el olor de la tierra, te tranquilizaste, te relajaste.

– Profesor, ¿no se va a dormir?

Te volviste y viste ante ti a Maomei, que había salido de la cocina; estaba de pie frente a un montón de leña. Bajo la luz difusa de la luna, desprendía una profunda feminidad.

– Qué luna tan bonita… -respondiste tú vagamente.

– ¿Todavía tiene ánimo para contemplar la luna, profesor?

Ella sonrió haciendo una mueca. Con su voz azucarada, su entonación llena de dulzura, era una bella y tierna criatura con unos pechos prominentes y firmes, quizá ya la había acariciado algún hombre. Nacida en esta tierra, viva y fresca, sin angustia ni temor, ella podía aceptarte, era lo que parecía querer decirte, todo dependía de si tú la querías o no, esperaba tu reacción. En la oscuridad, sus ojos centelleantes te miraban fijamente, sin vergüenza ni duda, y te recordaban tus deseos de estar con una mujer. Esta noche se atrevía a mirarte, apoyada contra la pila de leña, pero tú no te atreviste a bromear con ella, no te atreviste a mostrarte frívolo como esos bandidos, como esos hombres, no tenías suficiente valor.

47

La lluvia, de nuevo la lluvia, una lluvia fina. Por la tarde, la escuela acababa temprano, para que, tras dos horas de clase, los alumnos todavía pudieran ocuparse de las tareas del campo al volver a sus casas. Tu habitación estaba al lado del despacho de los profesores. La habían construido de ladrillo, tenía un falso techo de madera por debajo del tejado y no había goteras. Te sentías bien, te gustaban especialmente esos días lluviosos, ahora que no tenías que ir a los arrozales con un sombrero de paja de arroz en la cabeza a pasarte el día con los pies hundidos en el barro. Cuando cerrabas la puerta de tu habitación, el ruido de la lluvia, del viento o el de los alumnos que leían en voz alta no te llegaba. Leías en silencio o escribías. Al final habías conseguido una vida normal, aunque no tuvieras mujer ni hijos. En realidad, ya no querías compartir tu techo con una mujer, preferías la soledad al riesgo de que te denunciaran. Cuando te sentías muy excitado, te volcabas en la escritura y con tu pluma conseguías la libertad de imaginarte todas las mujeres que te daba la gana.

– ¡Profesor, el secretario Lu pregunta por usted! -dijo una alumna desde fuera.

Colocó en la habitación una cerradura de golpe para que no pudieran entrar de improviso. Cuando tenía que hablar con los alumnos, sobre todo con las chicas, iba al despacho de profesores de al lado. El director del colegio, que vivía enfrente, al final de una pista de baloncesto, siempre estaba mirando hacia su puerta. Había tenido que trabajar duro durante veinte años para conseguir el cargo que desempeñaba, y le preocupaba que el recién llegado de la capital, bajo la protección del secretario Lu, le quitara el puesto. Si descubría el menor desliz con una alumna, lo cazaría y lo expulsaría de inmediato. Sin embargo, lo único que él quería era un lugar tranquilo para refugiarse, pero no podía decírselo tan claramente al director.

Esta joven, Sun Huirong, era esbelta y lista. Su padre había muerto de repente por una enfermedad y su madre vendía verduras en la cooperativa del burgo. Huirong tenía dos hermanas menores. Siempre encontraba algún pretexto para pasar por su despacho, «Profesor, voy a ayudarle a lavar la ropa sucia», «Le he traído unos amarantos que hemos recogido de mi jardín», y cada vez que él pasaba delante de su casa, si ella lo veía, salía haciendo aspavientos para llamarlo: «Profesor, venga a beber una taza de té». Conocía a casi todos los vecinos de la pequeña calle, y cuando no entraba, se quedaba un rato en el umbral fumando un cigarrillo. Se sentía casi como si estuviera en su tierra natal, pero nunca entraba en casa de la muchacha. Ella le dijo: «Vivimos en un reino de mujeres». Sin duda echaba de menos una figura masculina.