El tren ha ido directo de la estación central a Sutherland, una pequeña estación en la que sólo se apean algunas personas. Al salir de los andenes hay un pequeño pueblo, todavía nada de selva ni de parque. Dices que habría que preguntar a alguien, vuelves a la estación y te diriges al vendedor de billetes.
– ¿Puede indicarme el camino para ir a la selva virgen? ¿Al parque, el Royal National Park?
– Tenía que bajar en la siguiente estación, en Loftus -responde el expendedor de billetes.
Volvéis a comprar un billete. El próximo tren llegará dentro de veinte minutos, pero ése no para en Loftus, tenéis que tomar el siguiente.
Esperáis media hora antes de que por el altavoz de la estación anuncien que el próximo tren viene con un poco de retraso y que hay que cambiar de andén para esperarlo. Ella va a preguntar qué ocurre al jefe de estación. El hombre metido en carnes responde antes de cerrar la puerta de su despacho:
– Esperen, tranquilos, llegará pronto.
Le recuerdas que el día en que llegasteis a Australia os previnieron de que si se tomaba el tren de Sydney a Melbourne se podía tardar dos días, tres días, una semana, no se sabía. Ellos nunca tomaban el tren por eso; todos iban en avión o en coche. Le dices que quizá tengáis que esperar hasta que anochezca. Pero Sylvie camina de un lado a otro, un poco nerviosa. Le dices que se siente, pero ella no puede estar quieta.
– Ve a comprar una bolsa de cacahuetes, o esa especialidad de Australia que tiene tanta grasa, esa pequeña fruta redonda, ¿cómo se llama?
Intentas hacerla rabiar expresamente, pero ni te mira.
Transcurre una hora más hasta que llega el tren.
Loftus. Cuando salís de la estación, el pueblo todavía es menor que el anterior, todo de color gris. Sobre la pasarela de la vía férrea hay una banderola desplegada: «Bienvenido a la visita del museo del Tranvía».
– ¿Vamos? -preguntas.
Ella no te presta atención y se vuelve para preguntar en las taquillas de la estación, antes de hacerte un ademán para que vayas. Vuelves a la estación. En las taquillas, el empleado os hace unos gestos.
– ¿La selva virgen se encuentra en el andén? -preguntas.
– Te han hablado en inglés y no has comprendido -dice ella.
Le das las gracias en inglés al empleado. Ella te mira de reojo y se echa a reír. Su mal humor ha desaparecido y te explica lo que te ha dicho: es más rápido pasar por el andén. Bueno, cruzas las vías tras ella, caminas sobre los montones de balasto que hay a los lados, en el andén un empleado con uniforme os mira. Le preguntas en voz alta:
– ¿Dónde está el parque? ¿El Royal National Park?
Eso puedes decirlo en inglés. Os señala que detrás de vosotros hay una salida con una barrera rota.
Llegáis a una carretera grande, donde pasan los coches a toda velocidad, no hay peatones. Sobre el muro de la estación hay un gran cartel que pone: «Museo del Tranvía» y una flecha. La única opción que tenéis es ir a ese museo a preguntar. Una inmensa puerta, y detrás, una pequeña garita de madera, que proporcionalmente parece un juguete. Hay un letrero con las tarifas de entrada, precio diferente para los niños y los adultos, pero no hay nadie en la garita. En un amplio terreno descubierto, veis unos raíles sobre los que está parado un viejo tranvía con los vagones de madera y el barniz descascarillado. Una mujer y una decena de niños rodean a un anciano que lleva una gorra de visera ancha y cuenta la historia del tranvía. Cuando el anciano acaba, la mujer hace que los niños suban a bordo, mientras que el hombre os saluda levantando la mano a la altura de la visera de su gorra. Sylvie le explica por qué estáis ahí y el viejo señala con el brazo:
– El Royal National Park es aquí, todo esto está dentro del parque, ustedes, yo, el museo, todos estamos en el parque.
El tal «museo» que señala con la mano se refiere al viejo tranvía estacionado.
– ¿Y la selva? ¿La selva virgen? -pregunta Sylvie. Frente a ese hombre corpulento, Sylvie parece más mujer, a pesar de llevar el pelo cortado como si fuera un chico.
– La selva está por todos los lados… -dice él, señalando los bosques de eucaliptos que bordean la carretera.
Se te escapa una carcajada, ella te mira con rabia y pregunta al viejo:
– ¿Por dónde se puede entrar?
– Por donde quiera. También pueden ir en tranvía, cinco dólares por persona, es la tarifa para los adultos.
– De acuerdo -dices sacando tu monedero del bolsillo-. ¿El tranvía entra en la selva?
– Claro, es un billete de ida y vuelta, no tienen que pagarlo ahora. Si quedan satisfechos, pagan; si no, pueden volver a pie, no está lejos.
El viejo tranvía se puso en marcha tras el pertinente tañido de la campana, que no debía de ser muy vieja, porque emitía un sonido bastante claro. Estás tan contento como los niños que han subido al tranvía, pero Sylvie pone mala cara, aunque no tiene ninguna razón para estar enfadada. El tranvía entra en el bosque, eucaliptos, eucaliptos, eucaliptos de todas clases, no consigues diferenciarlos. Algunos tienen el tronco rojo oscuro, otros amarillo oscuro, otros acaban de perder la corteza, otros son totalmente negros, seguramente se han quemado hace poco, las ramas están torcidas, las copas de los árboles parecen cabellos que se mueven por el viento, tienen un aspecto un tanto fantasmagórico. Un cuarto de hora más tarde, llegáis al final de la vía.
– ¿Has visto los canguros? -te mofas.
– ¿Te estás riendo de mí? ¡Te encontraré uno para pasártelo por las narices!
Ella baja del tranvía y se adentra en un pequeño sendero siguiendo la flecha que indica un punto de información. Tú te sientas al lado de la vía. Bastante más tarde, regresa cabizbaja, en la mano lleva unos folletos y dice que hay un atajo para ir al mar, pero que tendréis que andar durante varias horas. El sol ya está llegando a la altura de los árboles, pronto serán las cuatro. Ella te mira sin saber qué hacer.
– Bueno, volvamos por el mismo camino, al menos habremos visitado el museo del Tranvía -dices.
Volvéis a marchar con el grupo de niños, ella ya no te habla, como si te hubieras equivocado tú. Una vez en la estación, volvéis a tomar el tren hacia Sydney, ella se tumba en los asientos del compartimiento vacío. Al observar el mapa, te das cuenta de que estáis a punto de pasar por una ciudad que se llama Cronulla y que está al borde del mar. Le sugieres que bajéis inmediatamente del tren y haces que se levante.
Efectivamente, cerca de la estación hay una playa. El sol de la tarde da un color azul oscuro al agua; grandes olas blancas como la nieve rompen en la orilla. Se pone el traje de baño, pero se le rompe un tirante. Parece afligida.
– Tenemos que encontrar una playa nudista -dices para reírte de ella.
– ¡Deja ya de burlarte! ¡No sabes vivir! -dice en tono de reproche y alzando la voz.
– ¿Qué hacemos entonces?
Sugieres que utilice el cordón de tu bañador en lugar de su tirante.
– ¿Y tú?
– Te esperaré en la playa.
– No. ¡Si tú no te bañas, yo tampoco!
En realidad tiene muchas ganas, pero quiere mostrarse complaciente. Tienes una idea:
– Podemos utilizar un cordón de zapato.
– Buena idea, después de todo no eres tan estúpido como pareces.
Gracias al cordón, consigues cubrir sus senos; te besa rápidamente y corre hacia el mar. El agua está helada. Cuando te llega a la altura de las rodillas, empiezas a tiritar.
– ¡Está helada!
Gritando, ella se tira de cabeza dentro de la espuma.
A lo lejos, en el extremo izquierdo de la bahía, más allá de una roca, unos muchachos hacen surf. Más lejos, el agua es profunda y oscura, las olas caen impetuosamente. El sol de la tarde está oculto tras las nubes, la brisa marina te azota, hace todavía más frío. Alrededor de vosotros, casi todos los bañistas han salido del agua y los de la playa recogen sus cosas para marcharse.