Ahora estaba sentada frente a él, bajo la luz de la lámpara de petróleo. Quiso sacar algo la mecha para aumentar la intensidad de la luz, pero ella le dijo con dulzura:
– Es mejor así.
Pensó que intentaba seducirlo y cambió de conversación.
– ¿Estás bien en la casa de esas personas?
Le preguntaba por la familia de campesinos que le eligió, donde vivía una señora mayor.
– Hace tiempo que no vivo allí.
– ¿Por qué?
En aquella época llegó a un acuerdo con la familia para que se alojara con la anciana.
– Vigilo el almacén.
– ¿Qué almacén?
– El del equipo de producción.
– ¿Dónde está?
– En la carretera, al final del puente.
Él sabía que al final del pequeño puente de piedra, al borde de la aldea, había una casa aislada.
– ¿Vives allí sola? -le preguntó.
– Sí.
– ¿Qué vigilas?
– Los arados y los rastrillos, también la paja.
– ¿Para qué? ¿Vale la pena vigilarlos?
– El secretario dice que más tarde me hará trabajar de contable y que necesitaré una vivienda.
– ¿No tienes miedo allí?
Ella no dijo nada durante un momento, luego respondió:
– Ya me he acostumbrado. Estoy bien.
– ¿Y tu madre, qué dice de eso?
– No puede ocuparse de mí, todavía tiene a mis dos hermanas. Cuando se es mayor hay que buscarse la vida.
Se volvió a callar, algo de agua se mezcló con el petróleo y la llama crepitó.
– ¿Tienes tiempo de leer un poco?
Como profesor, debía hacerse esa pregunta.
– ¿Cuándo quiere que lea? No es como cultivar el huerto de casa, hay que ganarse los puntos de trabajo. No es como cuando iba a la escuela, ¡aquello era tan bueno!
Era cierto, para ella la escuela fue un paraíso.
– Pues pasa más a menudo por la escuela, no está lejos, y cuando vuelvas a casa ven por aquí.
Era lo único que podía ofrecerle.
Ella se mantenía inclinada sobre un canto de la mesa, cabizbaja, y pasaba los dedos por los cortes del mueble. El no sabía qué decir, olía el perfume que exhalaban sus cabellos, se le ocurrió una frase:
– Vete si no tienes nada más que decirme.
Ella levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Adonde?
– A tu casa.
– No vengo de mi casa.
– Pues vuelve al equipo de producción.
– No tengo ganas…
Sun Huirong bajó de nuevo la cabeza, continuaba pasando los dedos por las hendiduras de la mesa.
– ¿Tienes miedo de estar sola en el almacén? -preguntó él, pero la joven inclinó todavía más la cabeza-. ¿No has dicho que estabas acostumbrada? ¿Te gustaría volver a casa de la señora donde estabas antes? ¿Quieres que intervenga para que puedas volver?
Sólo podía hacerle esas preguntas.
– No…, yo…
La voz de la joven se hizo todavía más tenue, casi tocaba con la cabeza la mesa. Se acercó a ella y sintió su olor un poco agrio de transpiración, se levantó inmediatamente y gritando le dijo enfadado:
– ¿Quieres que vaya a hablar con ellos, sí o no?
Asustada por la actitud del profesor, la joven se levantó. Al ver sus ojos llenos de temor y en los que empezaban a brotar las lágrimas, añadió rápidamente:
– ¡Vuelve a casa, Sun Huirong!
Ella inclinó lentamente la cabeza, pero permaneció de pie delante de él, inmóvil. Él se dio cuenta de que casi la había empujado a la puerta, y la tomó con fuerza del brazo para que se volviera. Ella continuaba inmóvil. Le dijo dulcemente al oído:
– Si todavía tienes algo que decirme, vuelve cuando sea de día, ¿de acuerdo?
Sun Huirong no volvió, no la vio nunca más. Bueno, sí la vio, una vez, a principio del invierno. Habían pasado unos tres meses desde la noche en que ella se presentó. Lo recordaba porque entonces hacía poco que había empezado el frescor de otoño. Un día, pasaba delante de la casa de su madre y Sun se encontraba en la sala principal. Ella también lo vio a él, pero no pareció que quisiera llamarlo como hacía antes para invitarlo a tomar una taza de té. Al contrario, se dio la vuelta y fue hacia el fondo de la sala.
Nada más empezar el año, una alumna de su clase se echó a llorar de pronto sobre su mesa después de que sonara la campana que anunciaba el inicio de las clases. Fue a ver qué pasaba, pero los chicos no quisieron contarle lo que había ocurrido. Le preguntó a la pequeña alumna y ella le contó lo que los chicos le habían dicho antes de que empezaran las clases:
– ¿Por qué te haces la orgullosa? Cuando te deje preñada el jorobado, como a Sun Huirong, ya te calmarás.
Cuando acabó de dar la clase fue al despacho del director del colegio:
– ¿Qué le ha pasado a Sun Huirong?
El director farfulló un poco:
– Es difícil de explicar, no está muy claro, ¡ha abortado! ¿De una violación? Nadie sabe nada.
Entonces pensó que seguramente la joven había ido a verlo para pedirle ayuda. ¿Ya habría ocurrido entonces o temía que pudiera ocurrirle? ¿Quizá todavía no estuviera embarazada? No consiguió decirle lo que quería, le fue imposible, todo estaba en su mirada, en sus ganas de decir algo que le costaba explicar, en sus vacilaciones, en su olor a transpiración y en su comportamiento. Aquella noche no paraba de mirar hacia la puerta, pero ¿qué miraba en realidad? Parecía mirar la habitación para evitar su mirada, pero ¿qué buscaba? Quizá tuviera un objetivo muy claro al presentarse de pronto en la escuela, en una noche que no había luz, para que nadie la viera. Ella misma dijo que nadie la había visto entrar, estaba claro que se había fijado en eso; ¿tenía que confesarle algún secreto? Si aquella noche no se hubiera sentido tan cohibido y hubiera cerrado la puerta, como ella quería, seguramente habría podido contárselo todo, y quizás habría conseguido evitar esa desgracia. Ella no quiso que aumentara la intensidad de la lámpara sacando la mecha, porque sin duda habría preferido hablar en la oscuridad. O puede que tuviera sentimientos todavía más complejos y deseara a la vez que se compadeciera de ella y que la socorriera, para que impidiera o al menos interviniera en ese asunto que ya había tenido lugar o que estaba a punto de producirse, aunque también puede que tuviera otro objetivo.
En el burgo todo el mundo sabía que la hija de la familia Sun había sido deshonrada por el jorobado. Se había ido con su madre a abortar: ya no había nada más que indagar en aquel asunto. La puerta de la casa estaba cerrada con una gruesa cadena de cobre. Fue a la comisaría de la comarca; allí ya había tenido la ocasión de beber con el policía, Lao Zhang. Cuando llegó, éste estaba sermoneando a un viejo campesino que vendía aceite de sésamo y le había requisado su pequeño cubo de hojalata y su cesto.
– ¿No sabes que el aceite y los cereales son productos que controla el Estado?
– Lo sé, lo sé.
– Lo sabes, pero seguirás vendiéndolos de todos modos, ¿no es cierto? ¿Vas a continuar infringiendo la ley con todo conocimiento de causa?
– ¡Pero es sólo sésamo que he plantado en mi jardín!
– ¿Cómo podemos saber si es de tu jardín o si lo has robado del equipo de producción?
– Si no me crees, pregúntalo.
– ¿A quién?
– ¡Pregunta en el pueblo, todos lo saben, el jefe del equipo también está al corriente!
– ¡Ya que está al corriente, ve a pedirle un atestado!
– Por favor, camarada, un poco de compasión. No lo volveré a hacer, ¿está bien así?
– ¡Las leyes que fija el Estado están para cumplirlas!
El viejo permanecía encogido; no parecía tener la intención de marcharse. El, después de fumarse un cigarrillo, al ver que aquel asunto se eternizaba, se levantó y dijo que ya volvería otro día. Pero Zhang lo retuvo amablemente:
– ¿Qué quieres?
– Quería saber qué le ha pasado a mi alumna Sun Huirong.
– El informe de ese asunto está aquí, llévatelo si quieres. De todos modos, ya sabes que como profesor no puedes inmiscuirte en estos asuntos. Ella es de la región, pero todavía hay más accidentes con las jóvenes instruidas que vienen de fuera. Si la interesada y su familia no ponen ninguna denuncia, si no hay muertos, no podemos hacer nada más.