Tal como iban vestidos sus padres, podían pasar por capitalistas o incluso por compradores a sueldo de algún extranjero. Quemó todo lo que se podía quemar, esforzándose en romper con el pasado, en enterrar y borrar sus recuerdos, porque, por aquel entonces, incluso los recuerdos pesaban demasiado.
Antes de quemar sus manuscritos y sus diarios, vio que a plena luz del día un grupo de las guardias rojas golpeaba hasta la muerte a una anciana, al lado del campo de deportes, cerca del concurrido barrio de Xidan. Era mediodía, la hora de la comida, la avenida estaba llena de gente; él pasaba en bicicleta. Unos diez chicos y unas pocas chicas que llevaban antiguos uniformes militares, con el brazalete rojo cubierto de caracteres negros en el brazo -estudiantes de entre quince y dieciséis años-, golpeaban con los cinturones a la anciana que estaba tumbada en el suelo. Llevaba una pancarta de madera atada al cuello, sobre la que estaba escrito «Mujer de terrateniente reaccionaria»; no podía moverse, pero continuaba quejándose. Los viandantes se mantenían a una cierta distancia y miraban la escena inmóviles, sin que ninguno intentara interponerse. Un policía, que llevaba un casco ancho y las manos protegidas por los guantes blancos, pasaba por allí, pero hizo como que no veía nada. De entre las guardias rojas, una chica con el cabello atado en dos pequeñas coletas, y que llevaba unas gafas de montura de color pálido que realzaban la finura de su rostro, también se puso a girar su cinturón hasta que la hebilla golpeó la cabeza gris espeluznada. La mujer lanzó un grito ahogado y rodó por el suelo protegiéndose la cabeza con las dos manos. La sangre le caía entre los dedos y ya no emitió ningún sonido más.
– ¡Viva el terror rojo! -gritaba un grupo de las guardias rojas al recorrer la avenida Chang'an en sus nuevas y flamantes bicicletas Eternidad.
Una noche, a eso de las diez, se topó con una de esas patrullas. Acababa de pasar en bicicleta delante de la puerta de la residencia de huéspedes del Estado de Diaoyutai, que estaba vigilada por los militares. Se dio cuenta de que había varias motos con sidecar bajo la luz de una farola de vapor de mercurio. Unos cuantos jóvenes guardias rojas, vestidos con uniformes militares con un brazalete rojo de seda que indicaba «Comité de Acción Unida de las Guardias Rojas de la Capital», cortaban el paso en la carretera.
– ¡Baja!
Casi se cae al frenar en seco.
– ¿De qué familia eres?
– De empleados.
– ¿En qué trabajas?
Precisó la entidad de trabajo a la que pertenecía.
– ¿Tienes tu documento de trabajo?
Por suerte lo llevaba encima. Se lo dio.
Pararon también a otro joven que pasaba en bicicleta. Tenía la cabeza rapada, marca de la humillación a la que se sometía a los «hijos de perra».
– ¡Es mejor que por la noche te quedes en tu casa tranquilo!
Lo dejaron marchar. Nada más subir a la bicicleta, oyó que el joven de la cabeza rapada decía algo, luego los golpes y los gritos, pero no se atrevió a volverse.
Durante varias noches, se quedó hasta el amanecer delante de la estufa. Los ojos se le irritaron por el fuego. Por el día tenía que permanecer alerta ante el posible peligro. Cuando acabó de quemar la última pila de cuadernos, removió las cenizas para que no quedara rastro alguno y echó encima los restos de verduras y medio tazón de tallarines. Estaba agotado, no conseguía mantener los ojos abiertos, pero cuando se tumbaba vestido en la cama, tampoco llegaba a conciliar el sueño. Recordaba que todavía tenía en casa de su padre una fotografía en la que estaba su madre, cuando formaba parte de un grupo de teatro de resistencia y salvación nacional que pertenecía a la YMCA. [6] Tod os llevaban el uniforme militar que debió de darles la compañía cuando fueron a representar una obra de teatro como expresión de apoyo a los oficiales y soldados que resistían contra Japón. En el quepis figuraba la insignia del Guomindang, y si descubrían aquella foto podría tener problemas, aunque su madre estuviera muerta desde hacía mucho tiempo. No sabía si su padre se había ocupado de aquellas fotos, pero tampoco podía prevenírselo por carta.
De entre el montón de manuscritos que destruyó, se encontraba una novela que hizo leer a un viejo escritor famoso. Esperaba una recomendación, o al menos una aprobación, pero, para su sorpresa, el escritor se quedó como el mármol y no pronunció ninguna palabra que pudiera servir de estímulo. Su rostro se ensombreció y le dijo en tono severo: «¡Hay que pensárselo dos veces antes de escribir! No envíes tus manuscritos a cualquier revista, todavía no sabes hasta qué punto eso es peligroso».
De hecho, no tardaría en saberlo. Aquel año, en el mes de junio, cuando la Revolución Cultural acababa de estallar, una tarde, se presentó en casa de ese hombre para preguntarle sobre el movimiento que estaba surgiendo. Nada más entrar, el viejo cerró rápidamente la puerta y le preguntó en voz baja y mirándolo a los ojos:
– ¿Alguien te ha visto entrar?
– No, no había nadie en el patio.
Antes, cuando el viejo enseñaba sus conocimientos a los jóvenes -aunque se diferenciaba de los viejos dirigentes que siempre tenían en la boca los típicos «Nuestro Partido esto», «Nuestro país aquello», ya que era, al fin y al cabo, un hombre célebre de pasado revolucionario-, su voz estaba llena de energía, medida y claridad; pero esta vez, decaído de repente, su voz era áfona, sus palabras permanecían atascadas en el fondo de la garganta:
– Soy un integrante de la banda negra -dijo-, no vengas más a verme. Eres joven, no te busques problemas, tú no has vivido las luchas del seno del Partido…
Antes incluso de que hubiera acabado de saludarlo, el viejo entreabrió la puerta y, en un estado de total inquietud, miró afuera y le dijo:
– Ya volveremos a hablar, dejemos que pase este momento y ya volveremos a hablar, ¡no sabes lo que pasó en el movimiento de rectificación de Yan'an!
– ¿Qué pasó en el movimiento de rectificación de Yan'an? -preguntó estúpidamente.
– Ya te hablaré de eso otro día, ¡ahora, vete, rápido, vete!
Esa escena no duró más de un minuto. Un minuto antes, todavía creía que las luchas dentro del Partido sucedían en lugares remotos; no pensaba encontrarse directamente confrontado.
Diez años más tarde, oyó decir que el viejo salió de prisión; él mismo acabó dejando el campo y volvió a Beijing. Volvió a verlo. Estaba en los huesos, había perdido una pierna y se pasaba el día en una mecedora. En los brazos tenía un gato de pelo largo y negro, y apoyaba un bastón contra el asiento.
– Los gatos viven mejor que los hombres.
El viejo esbozó una sonrisa que dejaba al descubierto los pocos dientes que le quedaban. Mientras acariciaba a su gato, sus pupilas redondas, profundamente hundidas en las órbitas, brillaban con una luz extraña, como los ojos del animal. El viejo no le dijo ni una palabra de lo que había sufrido en prisión. Sólo poco antes de su muerte, cuando fue a verlo al hospital, le confesó que de lo que más se arrepentía en la vida era de haber entrado en el Partido.
En aquella época, al salir de casa del viejo, pensó en sus manuscritos. Aunque no tuvieran nada que ver con el Partido, podrían meterle en muchos aprietos. Sin embargo, en aquel momento no se decidió a destruirlos y los llevó en una bolsa a casa de un amigo, el gran Lu, que conoció en el hospital en el que fue a tratarse de una disentería. El gran Lu era un hombre alto que enseñaba geografía en la escuela secundaria. Estaba enamorado de una guapa muchacha y le pidió que le escribiera las cartas de amor en su lugar. Cuando la joven esposa del gran Lu se dio cuenta de la superchería, ella no pudo echarse atrás y él continuó manteniendo con la pareja una relación de amistad.
El gran Lu vivía con sus padres en una antigua casa con un patio cuadrangular en el que no era difícil esconder algo.
A mitad del verano, en agosto, el movimiento de las guardias rojas se intensificó. La mujer del gran Lu le telefoneó un día al trabajo y lo citó en una tienda en la que se podía tomar leche y pasteles al estilo occidental. Pensó que se trataba de otra pelea de la pareja y fue a la cita en bicicleta. Al llegar, vio que habían quitado la antigua insignia de la tienda y en su lugar había otra que decía: «Al servicio de los obreros, campesinos y soldados». En la pared, encima de las mesas, había un eslogan en grandes caracteres irregulares: «¡Fuera los engendros apestosos capitalistas!».