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Entre los regalos que tuvo cuando era niño había una estilográfica Parker de oro, que le había regalado un colega de su padre. En realidad, tomó la pluma del tío Fang para divertirse y ya no quiso devolvérsela. Los adultos vieron en aquello un buen augurio y dijeron que el niño probablemente sería escritor. En una clara muestra de generosidad, el tío Fang se la dio. No fue el día de su cumpleaños, sino bastante antes, escribía ya su diario, debía de ser cuando tenía ocho años. Por aquel entonces, ya debería haber empezado a ir a la escuela; pero, como era un niño enclenque y enfermizo, su madre le enseñó a leer y a escribir con el pincel. El copiaba, trazo a trazo, los modelos impresos en rojo. No le era difícil y a veces llenaba todo un cuaderno en un solo día. «Está bien -decía su madre-, podrás escribir con el pincel tu diario, así gastaremos menos papel.» Le compró cuadernos cuadriculados de redacción, y él se pasaba horas rellenando páginas enteras, como si estuviera haciendo los deberes. En su primer diario escribió: «La nieve ha extendido en el suelo una capa muy blanca, pero las huellas de los que pasan la han ensuciado», su madre alababa su trabajo y se empeñaba en que toda la familia y las personas cercanas estuvieran al tanto de lo que iba escribiendo. A partir de aquel momento, no paró de escribir, y, como recurrió a la escritura para confesar sus sueños y sus amores, sembró así las semillas de la catástrofe que vendría más tarde.

A su padre no le gustaba que se quedara todo el día en su habitación leyendo y escribiendo; creía que un niño tenía que ser un poco más travieso, salir a ver mundo, hacer amistades, abrirse paso en la vida; no le parecía buena idea que su hijo quisiera ser escritor. Su padre se consideraba un gran bebedor; no es que fuera alcohólico, más bien lo hacía para demostrar su fuerza. Durante los banquetes, brindaba vaciando su copa con cada uno de los convidados -a eso se le llamaba «superar los obstáculos»-, y, aunque hubiera tres, cuatro o cinco mesas, tenía que dar la vuelta a todas, y sólo lo aclamaban como un verdadero hombre si llegaba hasta el final. No obstante, una vez, los empleados lo llevaron borracho a su casa y lo dejaron en la mecedora del abuelo fallecido. Como no había otro hombre en casa, entre su abuela, su madre y la sirvienta no consiguieron llevarlo a la planta de arriba para meterlo en la cama. Recordaba que lanzaron una cuerda desde el primer piso, lo ataron a la mecedora, no sabía muy bien cómo, y lo subieron lentamente. Suspendido en el vacío, su padre, borracho, mantuvo en su rostro la misma sonrisa que continuaba flotando en sus recuerdos. Ésa fue una de las grandes hazañas de su padre, aunque quizá no fuera más que una alucinación. En un niño, resulta difícil separar la imaginación de los recuerdos.

Ahora veía su vida hasta los diez años como si fuera un sueño. De hecho, su vida también parecía un sueño por aquel entonces, como cuando huían de la guerra, tambaleándose por unas carreteras cenagosas de montaña, bajo la lluvia, a bordo de un camión entoldado, abrazando un cesto de mandarinas que no paraba de comer. Le preguntó a su madre si realmente ocurrió así, y ella le dijo que en aquella época las mandarinas eran más baratas que el arroz; bastaba con dar algo de dinero a los campesinos para que cargaran todas las que pudieran en el camión. Su padre trabajaba en un banco del Estado. El banco tenía escoltas para proteger los camiones durante el transporte del dinero, y muchas veces las familias del personal del banco reculaban del frente de batalla en aquellos camiones.

Hoy, a menudo ve la antigua residencia familiar en sus sueños, no la casa de estilo occidental de su abuelo, que tenía una puerta redonda y un jardín de flores, sino la vieja casa de su abuela materna, en la que había un pequeño patio interior. Aquella anciana menuda -muerta desde hacía mucho tiempo- siempre estaba rebuscando en un gran baúl. En sus sueños, veía la escena desde arriba; la casa no tenía techo, y las habitaciones de abajo, divididas por un tabique de madera, estaban vacías; sólo veía a su abuela buscando y rebuscando en el baúl. También recordaba que en su casa había una pequeña maleta de cuero, lacada, en cuyo interior estaban escondidos los títulos de propiedad de la casa y del terreno de su abuela, bienes desde hacía tiempo hipotecados o vendidos; no esperó a que el nuevo régimen viniera a confiscarlos. Cuando su madre y su abuela materna quemaron esos papeles amarillentos, las notó muy desconcertadas, y si no lo denunció fue porque nadie vino a preguntarle nada. Pero si realmente alguien hubiera ido a interrogarlo, probablemente las habría delatado, ya que entonces creía que su madre y su abuela materna se habían puesto de acuerdo para destruir unas pruebas criminales, aunque lo amaran profundamente.

Este sueño lo tuvo muchos años más tarde; ya se encontraba en Occidente desde hacía bastante tiempo. Estaba en un pequeño hotel de una ciudad del centro de Francia, Tours, frente a unas viejas persianas despintadas, una ventana entreabierta protegida por una cortina de gasa traslúcida, y, a través de las hojas de los plátanos, aparecía un cielo gris. Cuando se despertó se sentía confuso; en el sueño que acababa de tener estaba de pie en el ángulo de un muro del desván -que todavía no había sido derrumbado- de la vieja residencia, y miraba hacia abajo, apoyado en la barandilla oscilante de madera. Frente a la casa había un campo de calabazas en el que acostumbraba a cazar grillos entre los montones de tejas y los tallos de las calabazas. En su sueño veía claramente las habitaciones separadas por tabiques de madera ocupadas por mucha gente, pero en ese momento todos habían desaparecido, como su abuela materna, como todo lo que había vivido. Los recuerdos de esa vida y los sueños que tenía se confundían; sus impresiones iban más allá del tiempo y del espacio.

Como era el primogénito del primero de los hijos, toda la familia, incluida su abuela materna, había depositado sus esperanzas en él; pero, desde su más tierna infancia, enfermaba con mucha frecuencia, lo que les producía una profunda inquietud, así que a veces acudían a los adivinos para que le predijeran su futuro. La primera vez, se acordaba muy bien, fue en el interior de un templo, cuando sus padres lo llevaron a pasar las vacaciones de verano a Lushan. La cueva de los Inmortales era un lugar célebre y al lado había un gran templo que había abierto un restaurante vegetariano y un salón de té para acoger a los visitantes. Hacía frío en el templo y había pocos turistas. Subió a la montaña en una silla con dos porteadores, acurrucado contra su madre. Se agarraba a la barra de delante con fuerza, y no podía evitar mirar por los enormes precipicios que bordeaban el camino. Antes de salir de China, volvió a aquellos lugares, vio como unos autocares escalaban la montaña, pero no encontró el templo y ni siquiera el rastro de sus ruinas. Sin embargo, recordaba con mucha nitidez que en la gran sala donde estuvo habían colgado un largo lienzo de pintura con el retrato de Zhu Yuanzhang [3] con la cara cacarañada. Se comentaba que le hacían ofrendas en ese templo desde la dinastía Ming, porque Zhu Yuanzhang se refugió allí antes de ser emperador. Unos hechos tan complejos y concretos no podían ser sólo fruto de la imaginación de un niño. Además, el retrato de Zhu Yuanzhang con la cara cacarañada lo acabó viendo en las preciosas colecciones del museo del Palacio Imperial de Taipei. El templo, por lo tanto, había existido; ese recuerdo era totalmente real, y el viejo monje que le predijo su futuro también debía de serlo. El anciano exclamó entonces: «¡Este pequeño vivirá muchas desgracias y catástrofes, tendrá una vida difícil!». Luego le dio una fuerte palmada en la frente que le sorprendió, pero no lloró. Si lo recordaba era porque nunca antes le habían pegado.

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[3] Primer Emperador de la dinastía Ming. (N. de los T.)