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– Entonces, tú eres un zorro astuto -dice con una dulce sonrisa en los labios.

– Eso es -reconoces-. Cuando estás rodeado de perros salvajes, debes ser más astuto que un zorro, si no quieres que te hagan pedazos.

– Los hombres son como animales. Tú y yo somos animales. -Una especie de dolor atraviesa su voz-. Pero tú no eres un animal salvaje -dice ella.

– Si todos se volvieran locos, tú también te transformarías en un animal salvaje.

– ¿Eso es lo que tú crees que eres? -pregunta.

– ¿Por qué me preguntas eso?

Ahora te toca a ti hacer alguna pregunta.

– Por nada en concreto. Sólo por saberlo.

Ella baja la mirada.

– A veces, para mantener tus principios, no te queda otra opción que huir.

– ¿Tú crees que se puede huir del todo? -pregunta mirándote de nuevo a los ojos.

– ¡Margarita!

Ya no sonríes y dices:

– No hablemos más de política china. Mañana cada uno se irá a un país diferente, seguro que podemos encontrar algo mejor de lo que hablar, ¿no?

– Ahora no estamos hablando de política, ni de China, lo único que quiero saber es si tú también te has convertido en un animal salvaje.

– Sí, también -dices tú, tras un instante de reflexión.

Ella se queda callada y mirándote a los ojos, enfrente de ti. Cuando llegasteis de Namma Island al hotel, ella dijo en el ascensor que no tenía ganas de irse a dormir en aquel momento y la acompañaste a ese bar que tiene una luz y una música muy suaves. En una esquina, una pareja bebe. Ella no ha puesto azúcar en el café, pero continúa removiendo lo que le queda en la taza, como si quisiera decir algo que no te ha dicho en la cama, pero no se atreviera. La otra pareja, quizá amantes, llaman al camarero, pagan y salen agarrados de la cintura.

– ¿Quieres tomar algo más? Está esperando a que nos vayamos para cerrar.

Te refieres al camarero.

– ¿Me invitas? -Te mira de una forma que te parece extraña.

– Claro, ¡qué cosas dices!

Pide un whisky doble y te pregunta:

– ¿Me acompañas?

– ¿Por qué no?

Pides otro whisky doble.

El camarero mantiene su actitud afable, pero no deja de mirar a Margarita.

– Tengo ganas de dormir bien esta noche -explica ella.

– No tenías que haber tomado café -señalas la taza.

– Estoy cansada, cansada de vivir.

– ¡Qué dices! Todavía eres joven y muy atractiva. Estás en la flor de la vida, debes aprovechar todo lo que puedas.

Le dices que es ella la que te ha despertado de nuevo el deseo; le tomas la mano.

– No me gusto nada; no me gusta mi cuerpo.

¡De nuevo el cuerpo!

– Sé que has disfrutado con mi cuerpo, pero, claro, no eres el primero, ni tampoco el último, estoy segura… -dice apartando tu mano.

Ahora la deseas menos. Retiras la mano y lanzas un suspiro. Ella continúa hablando:

– A mí también me gustaría convertirme en un animal salvaje, pero no consigo huir… -confiesa agachando la cabeza.

– ¿Huir de qué?

Mejor que seas tú el que haga las preguntas, es más fácil, las preguntas de una mujer no te suelen gustar demasiado.

– No consigo huir, huir de mi destino, no consigo huir de esa sensación… -Levanta la cara y toma un gran trago de whisky.

– ¿De qué sensación? -Alargas la mano para separar su cabello fino y suelto y verle los ojos, pero lo acaba haciendo ella misma.

– Una sensación, una sensación femenina, no puedes comprenderlo. -Sonríe de nuevo con dulzura.

Debe de tratarse de un sufrimiento que no consigue sacar, piensas tú. La miras detenidamente y le preguntas:

– ¿Qué edad tenías entonces?

– Tenía… -tarda en continuar-. Tenía trece años.

El camarero está mirando hacia abajo detrás del mostrador. Puede que esté preparando la cuenta.

– Eras demasiado joven -dices con un tono de voz un tanto inseguro. Bebes otro trago-. Continúa, por favor.

– No tengo ganas de hablar de eso, no quiero hablar de mí.

– Margarita, si quieres que nos comprendamos, que no haya sólo sexo entre nosotros, como has dicho, es mejor que hablemos también de ti -dices en tono de reproche.

Ella permanece durante un instante en silencio, luego responde:

– Fue un día de invierno, el cielo estaba cubierto de nubes… En Venecia no siempre brilla el sol. Las calles estaban vacías. -Su voz parece venir de muy lejos-. Desde la ventana, una ventana bastante baja, se veía el mar, que estaba tan gris como el cielo. Normalmente, sentada desde el antepecho, podía ver las cúpulas de la basílica…

Ella mira a través del ventanal las luces que centellean en la superficie del mar, totalmente negro.

– ¿Se veían las cúpulas? -le preguntas con sorpresa.

– No aquel día. Aquel día sólo se veía el cielo gris. Bajo la ventana, en el suelo frío de su taller, el pintor me violó.

Te sobresaltas.

– ¿Te parece una imagen excitante? -te pregunta con sarcasmo.

Te mira fijamente detrás del vaso de alcohol que tiene en la mano. Su mirada se mezcla con el líquido.

– Claro que no.

Dices que sólo quieres saber si sentía algo por el pintor, antes o después de que sucediera aquello.

– No entendía nada de nada en aquella época. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo conmigo. Sólo recuerdo que miraba el cielo gris y que el suelo estaba muy frío, a pesar del hornillo eléctrico que había en la habitación. Tardé dos años en entender lo que ocurrió, cuando noté los cambios del cuerpo que me convirtieron en una mujer. Por eso odio este cuerpo.

– ¿Volviste alguna vez a ese taller en esos dos años? -preguntas.

– Ya no me acuerdo. AI principio tenía mucho miedo, pero se me han olvidado esos dos años. De todos modos, no fue la única vez. Cada vez que lo hacía, tenía miedo, miedo a que se supiera. Él siempre quería que yo fuera a su taller. No me atrevía a contarle nada a mi madre, estaba enferma. En aquella época éramos muy pobres. Mis padres se habían separado. Yo no quería quedarme en casa. Mi padre había vuelto a Alemania. Al principio, fui con otra amiga de mi edad a ver cómo pintaba. Nos dijo que nos enseñaría a pintar…

– Continúa.

Esperas, la miras cómo gira su vaso, el líquido deja distintas marcas en el cristal.

– No me mires así. No voy a poder contártelo todo. Tan sólo quiero entender. No lo veo claro. No sé por qué volví a ese taller…

– Quizá porque te dijo que quería enseñarte a pintar -le sugieres tú.

– No. Dijo que quería dibujarme, que era muy flexible y delgada. Todavía estaba creciendo. Hacía que me moviera y decía que mi cuerpo era muy bonito. No tenía estos pechos que tengo ahora. Tenía muchas ganas de hacerme un cuadro.

– ¿Quieres decir que aceptaste?

Intentas saber qué pasó.

– No…

– Lo que te pregunto es si aceptaste hacer de modelo, posar para él. No estoy hablando de la violación -le explicas.

– No, yo nunca le dije que sí; pero él siempre me quitaba la ropa.

– ¿Antes o después?

Quieres saber si antes de la violación aceptó hacer de modelo, te refieres a mostrar su cuerpo desnudo.

– ¡Fue así durante dos años! -dice con gravedad antes de beber otro trago.

– ¿Cómo fue? -preguntas tú para entenderlo mejor.

– ¿Qué quieres decir con cómo? Una violación es una violación, ¿qué más quieres saber? ¿Es que no lo entiendes?

– Nunca he tenido esa experiencia.

Bebes un trago, intentas pensar en otra cosa.

– Dos años.

Arquea las cejas mientras gira el vaso y continúa:

– ¡Me violó durante dos años!

Lo que significa que no se opuso. No puedes impedir preguntarle:

– ¿Cómo acabó?

– Encontré a aquella chica en el taller. Al principio yo iba con ella allí. Nos conocíamos desde hacía tiempo. Nos veíamos a menudo, pero después de que me violara, no la vi más en el taller. Un día, iba a salir después de volverme a poner la ropa, cuando ella llegó. La encontré en el pasillo. Quiso evitarme, pero se quedó mirando mi cuerpo con atención. Me miró de arriba abajo y se fue, sin saludarme y sin despedirse. Grité su nombre, pero ella aceleró el paso. Se volvió poco antes de bajar la escalera corriendo. Yo también me volví y vi al pintor de pie en la puerta de su taller, desorientado. Entonces lo entendí todo.