Un verano, en el que salió de la capital para ir a su pueblo de vacaciones, encontró a Luo en el mercado que estaba cerca de su casa. Llevaba una bata blanca atada a la cintura y vendía queso de soja. Luo le sonrió levemente, se desató la bata y, para ir con él, dejó a cargo del puesto a una señora gorda que vendía verduras al lado. Luo le explicó que había sido pescador durante dos años, y que cuando regresó, como no tenía trabajo, aceptó el puesto de vendedor y contable de una cooperativa de hortalizas, que estaba administrada por un comité de barrio.
Luo vivía en una verdadera cabaña, que tenía una única habitación y estaba construida con pedazos de ladrillos y láminas de bambú entrelazadas, cubiertas de cal. La habitación estaba separada en dos: su madre dormía en la parte interior, y la parte exterior servía de cocina y de sala de estar. Un palmo del tejado sobrepasaba la pared sobre la que habían elevado unas placas de amianto y de cemento que formaban una pequeña habitación; probablemente la había construido él. En la parte más baja, donde no se podía poner de pie, había un catre. A su lado, había una mesita con un solo cajón. En el otro lado, frente a la pared, una estantería de mimbre para los libros. Todo estaba bien ordenado y limpio. Le enseñó su diminuta habitación un día en que la madre de Luo se había ido a trabajar a la fábrica. Le pidió que se sentara delante de la mesa, mientras que él se sentó sobre el catre.
– ¿Sigues escribiendo poesía? -le preguntó.
Luo abrió el cajón y sacó un cuaderno en el que había copiado unos poemas con buena letra, cada uno con su fecha.
– ¿Son poemas de amor? -le preguntó mientras hojeaba el cuaderno. Nunca habría imaginado que un chico tan independiente en el colegio pudiera escribir cosas tan sentimentales. Recordó los poemas de Luo que el viejo profesor de lengua leyó delante de toda la clase, en los que daba rienda suelta a su ardor juvenil, y que no tenían nada que ver con los que tenía en aquel momento ante sus ojos. Le habló de ese recuerdo.
– Los escribí para publicarlos, pero no lo he conseguido. Estos los he escrito para una putilla -dijo Luo, y le habló de mujeres-. Esa puta jugó con mis sentimientos; luego conoció a un funcionario del Partido, diez años mayor que ella, y, mientras espera el certificado de matrimonio, le hace jerseys en casa. Estos poemas los he recuperado, porque me los devolvió. Ahora ya no escribo nada.
Él prefirió cambiar de conversación y se puso a hablar de literatura con Luo. Hablaba sin parar. Decía que a una nueva época, una nueva vida, le correspondía una nueva literatura, aunque ni él mismo tenía la más remota idea de lo que era esa nueva vida y esa nueva literatura. En pocas palabras, él creía que la nueva literatura no podía limitarse a esos cantos populares renovados, publicados página tras página en los periódicos y revistas, que alababan a los personajes y los hechos positivos y el «Gran salto adelante». [11] Habló de novelas de Gladkov y de Ehrenburg, también de las obras de teatro de Maiakovski y de Brecht. En aquella época, lo ignoraba todo sobre las purgas stalinistas y El deshielo de Ehrenburg, tampoco sabía que habían fusilado a Meyerhold hacía mucho tiempo.
– Me siento muy lejos de esa literatura -dijo Luo-. No sé en qué punto se encuentra la literatura. Ahora me paso los días vendiendo, y por la noche, después de recoger los puestos, hago las cuentas. A veces leo un poco, sobre cosas que se apartan de la realidad, pero sólo para distraerme. Tampoco sé dónde está esa nueva vida de la que todo el mundo habla. El entusiasmo que tenía en la escuela desapareció desde hace tiempo; ahora prefiero divertirme con las chicas.
Encontrar a Luo en esa decadencia le afectó todavía más que la evocación de su putilla. Le explicó que todavía no había estado con ninguna mujer, y entonces fue Luo el que se quedó perplejo. Luo era unos años mayor que él y soltó un comentario indulgente al respecto.
– ¡Te has convertido en una rata de biblioteca!
Sus palabras no contenían ningún sentimiento de envidia por su situación aparentemente superior.
– Te voy a presentar a una chica. Se llama Wuzi. Podrás tocarla. No tendrás ningún problema con ella.
Luo le explicó que se trataba de una chica muy liberal, un poco putilla. Era la segunda vez que Luo utilizaba ese calificativo para referirse a una chica.
– La voy a buscar ahora -dijo-. Toca muy bien la guitarra y no es tan presuntuosa como esas estudiantes que se creen que son especiales.
Era obvio que tenía ganas de conocer a esa chica. Luo salió en su busca. El se quedó mirando los poemas de amor de Luo. Algunos eran muy crudos. Creyó que aquellas odas al amor eran muy superiores a las de Guo Moruo en Las diosas. Dejándose llevar por sus sentimientos, estaba llegando a la conclusión de que Luo era un auténtico poeta, pero también pensaba que, en efecto, nunca podría publicar aquellos poemas, lo que lamentaba profundamente por su amigo.
Cuando Luo regresó algo más tarde, se volvió y le dijo:
– ¡Esto es poesía!
– Bueno, sólo escribo para mí -dijo Luo riendo con cierta amargura.
Wuzi llegó. Llevaba zuecos y un vestido corto de cuello redondo, sin mangas, adornado con bordados. A pesar de sus quince años, tenía el pecho muy desarrollado y parecía una chica mayor. Antes de entrar en la habitación, la joven se quedó en la entrada, apoyada en el marco de la puerta.
– Él también escribe poemas -dijo Luo para presentarlos.
En realidad, Luo no había leído nunca sus poemas, pero seguramente era la mejor presentación que podía hacer de él. Además, eso significaba que la joven también había leído los poemas galantes de Luo y que aquella forma de presentarlo era una clara alusión a ellos. Wuzi sonrió esbozando una pequeña mueca, luego entreabrió unos labios carnosos; nunca antes había visto a una chica con unos labios parecidos. Cerró el cuaderno y se puso a hablar de otra cosa con Luo; se sentía todavía más incómodo que la muchacha.
Luo sacó de detrás de la puerta una vieja guitarra desconchada y dijo a la chica:
– Cántanos algo, Wuzi.
Al fin consiguió que la situación quedara más distendida. La joven tomó el instrumento y preguntó:
– ¿Qué quieres que cante?
– Lo que quieras. ¿Qué te parece «Bajo el acerolo»?
Era una canción popular rusa que estaba muy de moda entre los estudiantes, antes de que fuera reemplazada por los cantos de gloria de la nueva sociedad, el Partido y el Líder.
Con la cabeza gacha, Wuzi afinó la guitarra y sacó de ella sonidos melancólicos y muy dulces. Ella parecía estar en otra cosa, como si no estuviera escuchando lo que tocaba. Cuando levantó la cabeza hacia ellos, él se sintió perdido. En un rincón de la habitación, un grillo cantaba dulcemente cerca de la estufa, y por la ventana, el sol resplandeciente hacía subir bocanadas de calor. La muchacha tocó un tema y luego dijo a Luo que ese día no tenía ganas de cantar. Luego lo miró brevemente; pero era como si fijara un punto que estuviera situado por encima de su cabeza.
– ¡Pues no cantes si no tienes ganas! -dijo Luo-. ¡Vamos al cine esta noche!
La joven sólo sonrió. Luego, dejó la guitarra cerca de la puerta y pasó a la sala, donde volvió la cabeza y dijo:
– Tengo muchas cosas que hacer en casa.
Se fue.
– Es mentira. No la creas -dijo Luo-. Realmente no sabes tratar a las chicas. ¿No tenías ganas de quedar con ella?
Permaneció en silencio. Según Luo, de todas formas, no había futuro. Los de su grupo de amigos, todos hundidos en la miseria, iban a menudo con aquellas chicas a pasear, cantar y tocar música. Algunas veces, por la noche, iban a bañarse a un lago a las afueras de la ciudad, o soltaban, a hurtadillas, algún pequeño barco y se ponían a robar cápsulas de loto en medio del lago. Wuzi los acompañaba. Por la noche, dentro del agua, todos le metían mano, ella no decía nada, era una chica que aceptaba perfectamente esas cosas. Por lo visto, a Luo le gustaba un poco; pero también decía que había una chica que le gustaba de verdad. Crecieron juntos; ella entró en un grupo de cantantes y bailarines del ejército y no podía casarse con un tipo como él, vendedor de mercado. Sin embargo, durante el invierno del año anterior se quedó embarazada. Para poder abortar, necesitaba un certificado de matrimonio y un carné de trabajo; era imposible conseguirlos. Además, la joven pertenecía al ejército, y, para casarse, necesitaba la autorización de sus superiores. Si aquel asunto se aireaba, no sólo la echarían del ejército, además, se quedaría sin trabajo. Lo acabaría odiando por eso. En cuanto a él, su pequeño puesto dependía de la cooperativa y sólo conseguía un pequeño salario que apenas le permitía comer; no hubiera podido cubrir las necesidades de una mujer y de un niño. Por suerte, uno de sus tíos era médico en una cabeza de distrito y le puso en contacto con el hospital del lugar. Llevó a la chica y pudo abortar diciendo que estaba casada.
[11] Se refiere al movimiento de masas desatado en 1958 por una política izquierdista del Partido Comunista para acelerar el desarrollo de la producción industrial y agrícola, que trajo como consecuencia el colapso de la economía nacional y una hambruna por todo el país que duró tres años y causó la muerte de unos treinta millones de personas.