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– ¿Parece ser que qué? -preguntó, parando en seco.

– Sólo he oído rumores.

Lin siguió empujando su bicicleta sin mirarlo. Todavía creía que estaba por encima de él, siempre advirtiéndolo de algún peligro, protegiéndolo para que no hiciera tonterías. Pero él comprendió que si actuaba así ya no era por amor, era como si sospechara que le había ocultado su origen. Esa protección no estaba exenta de desconfianza. Por eso argumentó:

– Antes de la Liberación, mi padre era responsable de una sección del banco, también trabajó de jefe de departamento en una sociedad naviera y fue periodista en un periódico comercial privado, ¿qué tiene eso de malo?

También hubiera podido recordar que, cuando era niño, su padre escondía en el fondo de una cómoda, en una caja de zapatos llena de monedas de plata, un pequeño libro intenso, Sobre la nueva democracia de Mao, pero no lo dijo; era inútil. Se sintió de nuevo agraviado, más por su padre que por sí mismo.

– Dicen que tu padre era un directivo de alta categoría…

– ¿Y qué tiene que ver? También ha sido un empleado auxiliar; luego lo despidieron, hasta estuvo una temporada sin trabajo, antes de la Liberación. ¡Nunca ha sido un capitalista y jamás ha representado al patronato!

Estaba indignado, pero de inmediato sintió su debilidad, ya no había forma de recuperar la confianza de Lin.

Ella continuaba en silencio.

Se detuvo ante un gran eslogan que acababan de pegar, dejó apoyada la bicicleta y preguntó a Lin:

– ¿Qué más hay? ¿Dime quién lo ha dicho?

Ella evitaba mirarlo a los ojos y contestó cabizbaja:

– No me hagas preguntas, sólo intento prevenirte, basta con que lo sepas.

Ante ellos, un grupo de chicos y chicas que escribían consignas montaban en sus bicicletas con cubos de cola y pintura. En la pared, la tinta de los eslóganes todavía estaba fresca.

– ¿Me evitas por eso? -preguntó él, subiendo la voz.

– No, claro que no. -Lin continuaba sin mirarlo a la cara; luego, siguió hablando en voz baja-: Eres tú el que ha querido que rompiéramos.

– ¡Pienso mucho en ti, de verdad, no paro de pensar en ti!

Habló en voz alta, pero se sintió débil y desesperado.

– Déjalo, es imposible… -susurró Lin, sin mirarlo a los ojos. Volvió la cara y se dispuso a continuar su camino.

Él extendió el brazo para agarrar el manillar de la bicicleta de Lin y buscó su mirada, pero ésta bajó todavía más la cabeza.

– No hagas eso, déjame marchar; sólo te he prevenido de que tu padre puede tener problemas por su pasado…

– ¿Quién te lo ha dicho? ¿Los del departamento político? ¿O Danian? -preguntó, sin conseguir frenar su furia.

Lin se irguió y se puso a mirar hacia los vehículos y las bicicletas que pasaban sin cesar. No dijo nada.

– Mi padre no ha sido acusado de derechista.

Todavía intentaba justificarse, debía olvidar esas cosas. Recordaba que cuando su madre estaba viva dijo: «Por fin todo eso se ha acabado». Su madre pronunció esa frase cuando él todavía estaba estudiando en la universidad y había ido a casa a pasar la fiesta de la Primavera.

– No, el problema no es ese… -Lin volvió el manillar y puso un pie en el pedal.

– ¿Cuál es el problema? -continuaba aferrándose a la bicicleta de Lin.

– Tenencia de armas… -Lin se mordió los labios, se subió a la bicicleta y se alejó de un fuerte pedaleo.

Le hervía la cabeza, le pareció ver lágrimas en los ojos de Lin, pero quizá fuera sólo una impresión, puede que solamente se compadeciera de sí mismo, de su suerte. La silueta de Lin sobre la bicicleta, con la cabeza envuelta en el pañuelo, se confundió con las otras siluetas de la calle. Los trozos de dazibaos arrancados y el polvo volaban bajo las farolas. Pronto desapareció. Fue probablemente en ese momento cuando se rozó con los eslóganes que acababan de pintar, manchándose de tinta y cola. Esa escena de ruptura con Lin quedó de este modo profundamente marcada en su memoria.

Distintos sentimientos se mezclaban en su interior. Se sentía completamente desconcertado; por eso no se subió de inmediato a la bicicleta. La acusación de «tenencia de armas» era muy grave y no paraba de darle vueltas en la cabeza. Cuando se dio cuenta de lo que significaba, decidió que no tenía más opción que rebelarse hasta el final.

Su banda, compuesta por una veintena de personas, irrumpió en la callejuela que hay junto al Zhongnanhai, y, tras cruzar el umbral de la gran puerta púrpura, fuertemente vigilada, exigieron que el dirigente que afirmaba representar al Comité Central fuera a su institución para constatar las faltas cometidas y rehabilitar a los funcionarios y a los miembros de masas que habían sido tachados de elementos antipartido. Cuando entraron en la oficina, los recibió un viejo revolucionario que desde hacía tiempo tenía el rango de coronel y que estaba al mando del lugar. Comparado con los dirigentes de su institución, tan pusilánimes y fríos en sus palabras, tenía un aspecto imponente, sentado firme en su sillón de cuero tras una mesa enorme. No se levantó.

– No puedo complaceros. Vi a muchos jóvenes como vosotros cuando hacía la revolución y me ocupaba de los movimientos de masas, ¿quién sabe dónde estabais vosotros en aquella época? Sin embargo, no soy de esos que se pasan todo el tiempo vanagloriándose de lo que han hecho.

El dirigente tomó la palabra con una voz firme y clara. Tenía el mismo tono y la misma actitud que debía de adoptar cuando hablaba en las asambleas.

– ¡Es bueno que los jóvenes quieran rebelarse! Yo también me rebelé, hice la revolución, e hicieron la revolución contra mí, yo también he cometido errores. De todos modos, tengo más experiencia que vosotros. Os pido perdón en este momento si he dicho algo incorrecto o herido los sentimientos de algunos camaradas que se han sentido justamente indignados. ¿Qué más queréis que haga? ¿Acaso vosotros creéis que nunca os equivocaréis? ¿Pensáis que siempre tendréis razón? Yo no me atrevería a afirmarlo de forma categórica. Aparte del Presidente Mao, que siempre será correcto y no podemos dudar de él, ¿quién de entre nosotros puede realmente afirmar que nunca comete errores?

El grupo de rebeldes, que había llegado lleno de ira y con sed de justicia, en ese momento se calmó y escuchó pacientemente las palabras de admonición en silencio. Él comprendió el mensaje subliminal que había en ese discurso, la irritación del viejo y el peligro que se escondía detrás. Puesto que encabezaba al grupo, le preguntó:

– ¿Usted sabe que, después de que diera esa orden de movilización, nos obligaron a todos a hacer una autocrítica de madrugada, que más de cien personas han sido calificadas de elementos antipartido, y a muchos se les ha abierto un expediente? ¿Puede dar la orden al comité del Partido de nuestra institución de que proclame la rehabilitación de todos y destruya esos documentos en público?

– Cada uno sabe lo que hace. Es el problema de vuestro comité del Partido. ¿Las masas nunca tienen problemas? Yo no puedo garantizaros nada, ya os lo he dicho, sólo me puedo responsabilizar de lo que yo he dicho, lo que yo he dicho personalmente.

El dirigente se levantó con clara impaciencia.

– En ese caso, ¿puede repetir lo que acaba de decir en las mismas condiciones que cuando dio su orden de movilización? -preguntó, ya que le era imposible echarse atrás.

– Para eso, necesitaría la autorización del comité central del Partido. Trabajo para el Partido, tengo que respetar la disciplina; no puedo decir lo que me dé la gana.

– Pero ¿quién le autorizó a dar esa orden de movilización?

Había sobrepasado los límites y medía el peso de sus palabras. Bajo las espesas cejas grises, el dirigente clavó la mirada en él y declaró con frialdad:

– Yo soy responsable de las palabras que pronuncio; el Presidente Mao todavía cuenta conmigo, no me ha destituido. Lo que yo digo, lo asumo yo.

– En ese caso, ¿podemos anotar lo que acaba de decir y pegar un dazibao para que llegue a conocimiento de las personas? Somos representantes de las masas, deberemos rendirles cuentas.