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En aquellos días, los dazibaos y las consignas cubrían los muros de las calles, las farolas estaban completamente cubiertas, había eslóganes hasta en el suelo. Muchos coches con megáfonos recorrían la ciudad sin parar, desde la mañana hasta la noche, y repetían a todo volumen las citas de Mao con música. Las octavillas volaban por los aires; el ambiente era todavía más animado que en un día de fiesta nacional. Los dirigentes del Partido, de todas las secciones, los mismos que antes pasaban revista al pueblo desde la tribuna de Tiananmen, ahora se encontraban de pie en sus camiones sin cubierta. Los rebeldes los exponían a la gente. En la cabeza llevaban todo tipo de sombreros de papel, en forma de cucurucho, algunos tan altos que se los llevaba el viento, lo que les obligaba a aguantárselos con las dos manos. Otros tenían directamente en la cabeza una papelera y en el cuello una pancarta en la que estaba escrito su nombre con tinta negra y tachado en rojo. Cuando empezó esta revolución, a principio del verano, los estudiantes de secundaria utilizaron esta forma de lucha contra sus profesores y directores. Al principio del otoño las guardias rojas hicieron lo mismo con los elementos de las «cinco categorías negras». En pleno invierno, siguiendo el ejemplo que dio el Gran Líder cuando formó un movimiento campesino en Hunan, el objetivo se desplazó hacia los revolucionarios del Partido que no tenían más profesión que la lucha de clases.

En la tribuna de la espaciosa sala, el gran Li hizo agachar la cabeza a Wu Tao, que en ese momento todavía estaba recalcitrante, ya que, como cualquier hombre que tenga algo de dignidad, no aceptaba someterse tan fácilmente. Li le dio un puñetazo en la barriga que le obligó a doblarse por el dolor y le cambió el color de cara. Desde ese momento ya no levantó más la cabeza.

Él se instaló en la tribuna cubierta por un tejido rojo, en el lugar que antes ocupaba Wu, y presidió la asamblea de lucha convocada por las masas de todas las facciones. En estos actos, cada vez más violentos, tenía la sensación de estar sentado sobre un polvorín, y era consciente de que si controlaba la violencia, también lo destituirían. Durante la asamblea, en plena animación general, llamaron uno tras otro a los miembros del comité del Partido. Debían quedarse de pie delante del estrado, aprender a inclinar la cabeza ante los asistentes, confesar sus malos actos, las palabras inapropiadas y denunciar las acciones de Wu Tao. Reconocieron sus errores, aunque argumentaron que seguían órdenes de arriba, pero nadie dio su opinión personal. Sin embargo, el vicesecretario del comité del Partido, Chen, un hombre alto, delgado y encorvado como una gamba seca, tuvo una repentina inspiración y denunció a Wu por haber confiado recientemente a los elementos centrales del comité del Partido: «El Presidente Mao ya no quiere nada de nosotros».

Una ola de agitación recorrió la asamblea y los asistentes gritaron a coro:

– ¡Muerte al que se oponga al Presidente Mao!

Mientras los eslóganes «¡Abajo Wu Tao!» y «¡Viva el Presidente Mao!» subían de tono, él percibió en las palabras de Wu Tao una profunda tristeza. Eran palabras que le salían del corazón y tenía la sensación de haberlas escuchado ya en algún otro lugar. Recordó de inmediato que el dirigente que encontraron en Zhongnanhai también había dejado escapar la misma queja antes de responsabilizar a Wu Tao, pero en la boca de Wu esas palabras retumbaban tristemente.

Como presidente de las sesiones, tenía que ser muy riguroso. Sabía perfectamente que la tristeza que percibió no bastaba para decir que Wu Tao no estaba contra el Líder Supremo, pero si no acababa con ese buen hombre, si alguna vez recuperaba su poder, él también corría el riesgo de ser acusado de contrarrevolucionario por haber dirigido la sesión.

Decidieron en la asamblea que Wu Tao debía entregar las actas de las reuniones del comité del Partido, así como sus notas de trabajo. Después de la reunión, Tang, el pequeño Yu y él tomaron el coche negro, un Jimu, que utilizaba el secretario del Partido, para acompañar a Wu Tao a su casa con el fin de buscar esos documentos.

El quería hacer las cosas con tranquilidad y, sin recurrir a la violencia, pedirle al anciano que abriera él mismo uno a uno los cajones y el archivador de documentos. Tang y Yu revolvieron los armarios de ropa y ordenaron a Wu que les diera las llaves de los cofres.

– Sólo hay ropa vieja -protestó el anciano titubeando.

– ¿De qué tiene miedo? ¡Sólo estamos verificando si ha escondido listas negras para «rectificar» al pueblo!

Tang, con los brazos en jarras, se sentía muy orgulloso y disfrutaba de su papel en el registro.

El anciano fue al comedor a pedir las llaves a su mujer. Era la hora de la cena, la puerta del comedor estaba abierta, los platos en la mesa, la mujer de Wu estaba allí, con una niña, su nieta. No se había movido de la sala y continuó hablando con la niña. Él pensó que quizás escondían algo importante en el comedor, pero desechó esa idea de inmediato y prefirió no entrar para no encontrarse cara a cara con la mujer y la niña.

Dos meses antes, un domingo a mediodía, después de que el grupo de guardias rojos registrara su casa, llamaron a la puerta. Al abrir, se encontró a una chica en el umbral. Tenía una cara encantadora, la piel muy blanca, los ojos cintilaban bajo el sol, sobre las orejas rosa caían dos mechones de cabellos brillantes. Dijo que era la hija del propietario, que vivía en el edificio de al lado, y que venía a buscar el dinero del alquiler. Él nunca había ido a aquella vivienda y sólo sabía que Lao Tan y el propietario eran viejos amigos. De pie, en la puerta, la joven tomó el alquiler que él le tendió, luego, arqueando un poco las cejas y barriendo la habitación con la mirada dijo:

– Todos esos muebles, la mesa y ese viejo sofá son nuestros, un día nos los tendremos que llevar.

Él le dijo que podía ayudarla a llevarlos inmediatamente, pero ella se mantuvo en silencio y sus ojos cristalinos le lanzaron una mirada glacial que lo recorrió de arriba abajo, queriéndole mostrar su odio sin tapujos. Luego dio media vuelta y bajó la escalera. Supuso que la joven debía de pensar que había denunciado a Tan para estar solo en el apartamento. Al mes siguiente ya no fue a buscar el dinero del alquiler ni nadie reclamó los muebles. Cuando le encargaron al viejo Huang que cobrara los alquileres para el comité de gestión del barrio, supo que les habían confiscado todos sus bienes. No volvió a saber nada más del propietario, pero guardó claramente en su recuerdo la mirada de hielo que le lanzó aquella joven.

Evitó encontrarse cara a cara con la mujer de Wu y su nieta; los niños tienen memoria y la chiquilla corría el riesgo de alimentar un odio feroz.

Tang examinó uno a uno los cofres. Wu los abría repitiendo que sólo había ropa de su hija y de su nieta. Efectivamente, en la parte de arriba sólo aparecían sujetadores y vestidos. De pronto, se sintió incómodo y le vino a la cabeza la escena en que aquellos guardias rojos de su institución encontraron los preservativos de Tan cuando registraban sus cosas. Hizo un ademán con la mano y dijo:

– Vámonos, ya está bien.

Tang fue a mirar al sofá, levantó los cojines y metió la mano por entre los pliegues, empujado probablemente por ese instinto que surge en cada uno cuando se mete en ese tipo de papel. El quiso acabar pronto, empaquetó unos fajos de cartas, documentos y cuadernos de apuntes para marcharse.

– Son cartas personales, no tienen ninguna relación con mi trabajo -dijo Wu.

– Vamos a examinarlas, no se preocupe, si no hay ningún problema, se las devolveremos -replicó él.

Tuvo ganas de decirle, pero no lo hizo, que era muy amable de su parte.

– ¡Es… la segunda vez en mi vida que me pasa lo mismo! -dijo Wu, tras un instante de duda.

– ¿Ya han estado aquí las guardias rojas? -preguntó él.

– Hablo de la época en que trabajaba en la clandestinidad para el Partido, hace más de cuarenta años -precisó Wu, entornando los párpados, como si sonriera.