El le preguntó qué significaba ser adulto. Ella le dijo que no olvidara que era estudiante de medicina y sonrió. Luego él la tomó de la mano y la besó en los labios, que se abrieron poco a poco. Después de aquel día, ella volvió a menudo a devolver y pedir prestados nuevos libros, siempre los domingos, y se quedaba cada vez más tiempo, a veces desde el mediodía hasta la noche, pero debía tomar el autobús de las ocho para tener tiempo de llegar al cuartel, que se encontraba en un barrio lejano a las afueras de la ciudad. Cuando oscurecía y los ruidos del agua y del lavado de las verduras descendían en el patio y los vecinos cerraban sus puertas, él también cerraba la suya y la abrazaba efusivamente. Ella nunca se quitaba el uniforme y mantenía la vista fija en el despertador. Cuando llegaba la hora del último autobús, se abotonaba con rapidez la chaqueta y se iba.
Cada vez necesitaba con mayor urgencia una vivienda para proteger su vida privada. Cuando obtuvo, no sin bastante esfuerzo, la sentencia de su divorcio, presentó la solicitud de casarse según la concepción ortodoxa oficial con respecto a la vida cotidiana, y precisó en la petición que la condición que ponía su futura esposa para el matrimonio era que primero tuviera una vivienda decente. Ya tenía casi veinte años de antigüedad (incluidos los años de reeducación en el campo durante la Revolución Cultural), y, según el reglamento sobre la repartición de las viviendas, hacía tiempo que tenían que haberle dado una. Sin embargo, tuvo que luchar dos años más y se peleó un montón de veces con los encargados de las viviendas, hasta que, al final, le dieron un pequeño apartamento, antes de que la dirección del Partido, situada por encima de la Asociación de Escritores, cayera sobre él y lo acusara. Utilizó todos sus ahorros y pidió un adelanto de los derechos de autor de un libro, sin saber si sería publicado o no, para hacer de su vivienda un pequeño remanso de paz.
Desde el momento en que la joven puso los pies en su nuevo apartamento, nada más echar el cerrojo, los dos se sintieron terriblemente excitados. Por aquella época todavía no habían encalado del todo las paredes y el suelo estaba cubierto de manchas blancas. No había ninguna cama, y fue sobre un trozo de plástico manchado de cal que descubrió su esbelto cuerpo de joven mujer, hasta entonces oculto a sus ojos bajo el uniforme demasiado ancho. Ella le pidió que sobre todo no la penetrara, porque el reglamento de su hospital militar la obligaba cada año a pasar un reconocimiento médico completo, y a las enfermeras que no estaban casadas les hacían una revisión del himen. Antes de entrar en el ejército, se someten a un riguroso examen político y a otro físico, ya que, además del servicio diario en el hospital, a veces también deben asumir tareas militares y salir en misión para ocuparse de la salud de sus comandantes. Habían fijado la edad de matrimonio de las enfermeras en los veintiséis años, como mínimo, y el ejército debía aprobar la elección del consorte. Antes de que llegara ese momento, no tenían derecho a dimitir, pues se decía que podían estar al tanto de algún secreto de Estado.
Lo hizo todo con ella, pero respetó su promesa. Dicho de otro modo, hizo con ella todo lo que era posible hacer sin penetrarla. Poco después la enviaron a una misión con un comandante a la frontera chino-vietnamita, y no volvió a tener noticias de ella.
Cerca de un año más tarde, también era invierno, de repente apareció de nuevo ante él. Acababa de regresar de madrugada de casa de un amigo, donde había pasado la noche bebiendo, y escuchó que llamaban flojo a la puerta. Al abrir, la vio llorando. Le dijo que lo había esperado seis horas en la calle, helada, pero que no se atrevió a entrar en el edificio por miedo a que le preguntaran qué buscaba. Se refugió en un cobertizo y al final vio que la luz del piso se encendía. Él cerró la puerta rápidamente y las cortinas. Antes de recuperar el aliento, la joven, todavía envuelta en su abrigo militar demasiado ancho, le dijo: «Hermano, fóllame».
La tumbó sobre la alfombra, dieron vueltas y más vueltas; no, volcaron ríos y el mar, desnudos, como peces, o más bien como bestias salvajes, peleándose y mordiéndose. Ella sollozaba. Él le dijo: «No retengas tu llanto, nadie puede oírte fuera». Entonces ella se puso a llorar con todas sus fuerzas, luego a dar alaridos. Él le dijo que era un lobo. Ella dijo que no, que era su hermano del alma. Él dijo que quería convertirse en un lobo, en una verdadera fiera salvaje, cruel y ávida de sangre. Ella dijo que lo comprendía, era su hermano, le pertenecía, no tenía ningún temor, a partir de ese momento sería toda de él; lamentaba tan sólo no haberse entregado antes… «No digas eso…», respondió él.
Después ella dijo que quería que sus padres le hicieran dejar el ejército como fuera. Él recibió poco antes una invitación para ir al extranjero, pero no conseguía marcharse. Ella dijo que lo esperaría, era su pequeña mujer. Y cuando finalmente obtuvo su pasaporte y su visado, fue ella la que le dijo que se marchara lo antes posible, antes de que no pudiera hacerlo. No pensaba que se separarían para siempre, o no lo quería, no se atrevía a pensarlo, para no ver el fondo de su corazón.
No le permitió que lo acompañara al aeropuerto. De hecho, ella dijo que no podría pedir permiso para ir a despedirlo. De todos modos, si tomaba el primer autobús de la mañana desde el cuartel, debía cambiar todavía varias veces para ir al aeropuerto y probablemente le sería imposible llegar antes de que el avión despegara.
No se acababa de creer que estuviera marchándose de su país. Sólo cuando se pusieron en marcha los motores del avión y empezó a elevarse por la pista del aeropuerto de Beijing, se dio cuenta de que realmente estaba abandonando el país. En ese momento pensó que «quizá» no volvería nunca más a aquella tierra que aparecía a través de la ventanilla, aquella tierra amarilla que llamaban patria, donde nació, creció, estudió, se hizo adulto, sufrió, y que nunca había pensado abandonar.
De hecho, ¿tenía alguna patria? ¿Ese inmenso espacio amarillo atravesado por ríos helados, que se movía bajo las alas del avión, era su patria? Esa pregunta sólo se derivó de las otras que vinieron más tarde, y la respuesta la fue teniendo clara poco a poco.
Por aquel entonces sólo pensaba en liberarse, en salir del país para respirar tranquilamente, dejando atrás la sombra que lo cubría. Antes de conseguir el pasaporte, esperó casi un año, durante el cual se dirigió a todos los departamentos competentes. Era un ciudadano de ese país, no un criminal. No había ningún motivo para que le negaran el derecho a salir. Pero las personas recibían un trato diferente según quienes fueran, y siempre podían encontrar una buena razón para no dejarle marchar.
Una vez en la aduana, le preguntaron qué llevaba en la maleta. Él respondió que no había nada prohibido, sólo sus efectos personales. Le mandaron que la abriera. Tuvo que obedecer.
– ¿Qué hay ahí dentro?
– Una laja para preparar tinta. Es nueva.
Con eso quería decir que no era una antigüedad, un artículo prohibido, pero de todos modos, si realmente querían que no viajara, encontrarían cualquier pretexto. Cada vez estaba más tenso. Un pensamiento atravesó su mente como un relámpago: ese país no era el suyo.
En ese preciso instante, le pareció escuchar un grito:
– Hermano…
Tomó aire e intentó calmarse.
Finalmente lo dejaron pasar. Cerró su maleta, la dejó sobre la cinta, cerró la cremallera de su bolsa de viaje y se dirigió hacia la puerta de embarque. Entonces escuchó otra vez una voz que parecía gritar su nombre. Continuó caminando como si no la hubiera oído, pero, aun así, unos pasos después se volvió. El hombre que acababa de revisar su maleta observaba a unos extranjeros que avanzaban por el pasillo de pequeños tabiques y dejaba pasar a todo el mundo.
En aquel instante volvió a escuchar un grito largo; era una voz femenina que gritaba su nombre, el sonido venía de muy lejos, flotaba sobre el barullo que se elevaba de la gente de la sala de espera. Su mirada buscó de dónde provenía esa llamada, más allá de la barrera de madera que marcaba el paso de la aduana, y vio una silueta, que llevaba un abrigo militar y un quepis, apoyada contra la barandilla de mármol blanco del primer piso, aunque no podía distinguir la cara.