El delegado Zhang, de cara ancha y cuadrada, barrió con la mirada a los representantes de las organizaciones de masas, golpeó con sus gruesos dedos el montón de documentos que tenía delante de él, luego levantó la tapa de su taza de té y se puso a beber antes de encender un cigarrillo.
Él hizo algunas preguntas prudentes, ya que el delegado del ejército había dicho que podían discutir. Preguntó si Lao Liu, su antiguo jefe de sección, a pesar de su origen social, que era el de un terrateniente, tenía otros problemas. Luego hizo algunas preguntas sobre una jefa de subsección, antigua miembro del Partido en tiempos de la clandestinidad, organizadora del movimiento estudiantil y que, según se desprendía de su investigación, nunca había sido detenida, ni pesaba sobre ella sospecha alguna de traición hacia el Partido ni de rendición al enemigo; ignoraba por qué también formaba parte de los casos especiales. El delegado Zhang volvió la cabeza hacia él, levantó los dos dedos que sostenían un cigarrillo, y lo miró sin decirle nada. Fue precisamente en ese instante cuando el ex teniente coronel le insultó:
– ¡Miserable! ¡Payaso!
Bastantes años más tarde, leerías algunas memorias que desvelarían poco a poco las luchas internas del Partido. Te darías cuenta de que en las reuniones del Buró Político, Mao Zedong también miraba así a sus mariscales o generales que tenían un punto de vista diferente al suyo, mientras fumaba y bebía té, y que otros mariscales y generales se levantaban furiosos de inmediato para reprimirlos y evitar que el viejo tuviera que gastar saliva.
Evidentemente, tú no mereces a un mariscal o a un general, y es un teniente coronel quien te fustiga: «Insecto rastrero».
Es cierto, sólo eres un minúsculo insecto, ¿qué vale la vida de un insecto?
Después del trabajo, al ir a buscar la bicicleta al cobertizo de la planta baja, se dio de bruces con su colega de despacho, Liang Qin, que se encargaba de su trabajo desde que empezó la rebelión, hacía ya más de dos años. Pero su carrera de rebelde estaba llegando a su fin. Como no había nadie cerca de ellos, le dijo:
– Sal primero y ve despacio después del cruce, tengo algo que decirte.
Liang se subió a la bicicleta, él le siguió y luego llegó a su altura.
– Ven a mi casa a tomar algo -dijo Liang.
– ¿Quién hay en tu casa? -preguntó él.
– Mi mujer y mi hijo.
– No, mejor que hablemos mientras vamos en bicicleta.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Liang, que temía que tuviera que darle una mala noticia.
– ¿Qué problema tuviste en el pasado? -preguntó sin mirarlo, como si no le diera mucha importancia.
– ¡Ninguno! -exclamó Liang, que casi se cae de la bicicleta al oír esas palabras.
– ¿Tienes relaciones con el extranjero?
– ¡No tengo ningún pariente en el extranjero!
– ¿Has enviado cartas al extranjero?
– Espera, déjame pensar…
El semáforo estaba en rojo, apoyaron los pies en el suelo.
– Ah, sí, ya me hicieron esa pregunta, hace mucho tiempo -dijo Liang a punto de echarse a llorar.
– ¡No llores, no llores! Estamos en plena calle -dijo él.
El semáforo se puso verde y los vehículos empezaron a circular.
– ¡Hablame con franqueza, no tienes nada que temer, no te comprometería! -Liang Qin se paró-. Lo único que te digo es que sospechan de ti, algo relacionado con el espionaje, ten cuidado.
– ¡Qué dices!
El dijo que tampoco lo veía muy claro.
– Lo único que hice fue escribir una carta a Hong Kong, a uno de mis vecinos, con quien crecí; hace tiempo que se fue con una tía suya a Hong Kong. Le escribí para que me comprara un diccionario de argot inglés. Nada más, no pasó nada más. Era la época de la guerra de Corea, acababa de conseguir mi diploma en la universidad, estaba en el ejército, trabajando como intérprete, en un campo de prisioneros…
– ¿Y recibiste el diccionario? -preguntó él.
– No. ¿Eso quiere decir que… aquella carta nunca llegó a su destino? ¿Se la quedaron? -preguntó Liang.
– ¿Quién sabe?
– ¿Sospechan que mantengo relaciones con los servicios de inteligencia del extranjero?
– Eso lo has dicho tú.
– ¿Tú también piensas lo mismo? -preguntó Liang inclinando la cabeza.
– ¡Claro que no! ¡Si fuera así, no te lo habría contado! ¡Sé prudente!
Un largo trolebús articulado los rozó, Liang giró su manillar; casi lo atropellan.
– No me extraña que me expulsaran del ejército… -reflexionó Liang, en voz alta, tras caer en la cuenta.
– No era lo más grave.
– ¿Qué más hay? Dímelo todo, puedes estar tranquilo, yo no te denunciaría nunca. ¡Ni aunque me golpearan a muerte!
Liang giró de nuevo el manillar de la bicicleta.
– No estropees tu vida -le aconsejó.
– ¡No pienso suicidarme, nunca haría una estupidez así! ¡Todavía tengo a mi mujer y a mi hijo!
– ¡Es importante que te cuides mucho!
Lo dejó allí sin decirle que estaba en la segunda lista de personas que había que depurar.
Varios años más tarde, ¿cuántos, de hecho?, ¿diez? No, veintiocho años más tarde, en Hong Kong, en tu habitación de hotel, recibiste una llamada de teléfono, era Liang Qin, que había visto en el periódico que estaban representando tu obra de teatro. Al principio ese nombre no te dijo nada, pensaste que se trataba de algún viejo conocido que habrías visto una o dos veces. Quería ver tu obra, pero no tenía entradas, enseguida te disculpaste, las representaciones ya habían acabado, le explicó que era tu antiguo compañero de trabajo, que quería invitarte a cenar. Le dijiste que tenías que tomar el avión muy temprano por la mañana, que realmente ibas muy mal de tiempo, que la próxima vez ya os veríais con más calma. Entonces te dijo que pasaría por el hotel a verte; era difícil negarse. Después de colgar el teléfono, recordaste quién era y vuestra última conversación en bicicleta te vino a la mente en ese momento.
Una media hora más tarde estaba en tu habitación, vestido con un traje occidental y zapatos de cuero, llevaba una camisa de lino, corbata de tono grisáceo; no parecía uno de esos nuevos ricos de China continental. Cuando te estrechó la mano, no tenía ningún reloj Rolex o cadena de oro brillante, ni un grueso anillo de oro; sus cabellos eran de color azabache -seguramente teñidos, dada su edad. Te explicó que hacía muchos años que estaba en Hong Kong. Justamente el amigo de infancia a quien le escribió para pedirle que comprara aquel diccionario, cuando supo, con pesar, todos los problemas que causó aquella carta, se encargó de sacarlo del país. Actualmente, había abierto una empresa; su mujer y su hijo emigraron a Canadá, donde compraron el pasaporte. Te dice con una gran franqueza: «He ganado bastante dinero durante estos últimos años, no soy un gran capitalista, pero no tendré ningún problema para pasar los últimos años de mi vida con comodidad. Mi hijo ha conseguido el doctorado en Canadá, ya no tengo nada de que preocuparme, yo voy constantemente a verlo; si un día se ponen mal las cosas en este lugar, me iré a Canadá y me quedaré allí». Luego añadió que te agradecía mucho la frase que le dijiste.
– ¿Qué frase?
La habías olvidado.
– ¡No estropees tu vida! Si no me hubieras dicho eso, no sé cómo habría conseguido resistir.
– Mi padre no lo consiguió.
– ¿Se suicidó?
– Casi. Por suerte, un viejo vecino lo encontró y llamó a una ambulancia. Lo llevaron al hospital y después lo enviaron a un campo de reeducación, donde lo tuvieron durante varios años. Tres meses después de que lo soltaran, se puso enfermo y murió.
– ¿Por qué no le previniste entonces? -preguntó Liang.
– ¿Quién se habría atrevido a contar esas cosas por carta? Si hubieran interceptado una carta así, ninguno de los dos habría salvado el pellejo.