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– Claro, pero ¿qué problema tenía?

– Hablemos mejor de tu problema.

– Bueno, mejor no hablemos más. -Suspiró, y mantuvieron un largo momento de silencio-. ¿Cómo vives?

– ¿Qué entiendes por cómo?

– Me refiero a si tienes suficiente dinero, sé que eres escritor…, ya entiendes lo que quiero decir.

– Ya entiendo -dices tú-. Voy tirando.

– No debe de ser fácil ganarse la vida en Occidente escribiendo, ya me lo imagino, sobre todo para un chino. No es lo mismo que hacer negocios.

– Es la libertad -dices que lo que quieres es la libertad-. Sólo quiero escribir lo que me apetezca.

Liang inclinó la cabeza, luego añadió, tomando valor:

– Si alguna vez… te hablo con sinceridad, si alguna vez estás un poco corto de dinero, si te falta algo, dímelo. No soy un gran empresario, pero…

– Un gran empresario no diría eso… -dices riendo-. Cuando hacen donaciones siempre es para conseguir algo. Cuando dan dinero para la creación de escuelas, por ejemplo, lo hacen para consolidar los negocios con su país.

Sacó una tarjeta del bolsillo de su chaqueta, añadió una dirección y un teléfono y te la dio.

– Es el número del móvil; la casa la he comprado. Esta dirección de Canadá seguro que la tendré durante mucho tiempo.

Se lo agradeces y le dices que actualmente no tienes dificultades, que si escribieras para ganarte la vida, hace tiempo que habrías tenido que dejarlo.

Un poco emocionado, te hizo una observación inesperada:

– ¡Escribes realmente para los chinos!

Le dices que escribías para ti mismo.

– Lo entiendo, lo entiendo, escribe -dice él-. Espero que lo escribas todo, que digas que aquello no era una vida digna para las personas.

¿Escribir sobre esos sufrimientos?, te preguntaste después de que se fuera.

Pero ya estás harto.

No obstante, has vuelto a pensar en tu padre. Cuando regresó del campo donde lo sometieron a la reeducación por el trabajo manual, lo rehabilitaron, recuperó el trabajo y su salario, pero insistió en jubilarse, y fue a Beijing a verte, a ti, a su hijo. Tenía la intención de viajar un poco para relajarse y pasar una vejez tranquila. Quién hubiera pensado que la noche del primer día en la capital, después de que lo acompañaras al parque del Palacio de Verano, empezaría a escupir sangre. Al día siguiente, lo internaron en el hospital, donde le descubrieron una sombra en los pulmones. Le diagnosticaron un cáncer en fase terminal. Una noche su estado empeoró de repente, lo admitieron de nuevo en el hospital y dio su último suspiro a la mañana siguiente. Antes de morir, le preguntaste por qué quiso suicidarse, y te explicó que no tenía ganas de vivir, pero no dijo nada más. Y justamente en el momento en que habría podido por fin empezar a vivir, y tenía ganas, murió.

En las honras fúnebres -las unidades de trabajo en las que moría uno de su rehabilitados debían organizar ese tipo de ceremonias para rendir cuentas a las familias-, como escritor, su hijo tuvo que decir algunas palabras, de lo contrario, no sólo habría faltado a la memoria de su padre, sino a los directores de la unidad que organizaban esa ceremonia para su camarada difunto. Lo empujaron delante del micrófono que había en la sala funeraria, frente a la urna que contenía las cenizas de su padre. No pudo decir que su padre nunca había participado en la revolución, aunque no se opuso a ella, pero no convenía que lo llamaran camarada. Sólo pudo decir una frase: «Mi padre era un hombre débil, que descanse en paz». Si hay algún lugar donde realmente se pueda descansar.

36

– ¡Sacad a la vista de todos a ese soldado reaccionario del régimen del Guomindang, Zhao Baozhong!

El ex teniente coronel gritaba por el megáfono de la tribuna; a su lado, sentado en silencio, se encontraba el delegado Zhang, jefe de la comisión de control militar en activo, como mostraban claramente las insignias de la solapa y del gorro militar.

– ¡Viva el Presidente Mao!

Las aclamaciones estallaron de pronto entre los asistentes. En la última fila, dos jóvenes sacaron de su asiento a un viejo obeso. Él se soltó las manos y levantó un brazo para alzar el puño gritando:

– ¡Viva… el… Presidente Mao!

El hombre gritaba con voz rota mientras forcejeaba con todas sus fuerzas. Dos antiguos militares acudieron, habían aprendido en el ejército a inmovilizar a los adversarios. Le torcieron el brazo y lo obligaron a arrodillarse. Sus gritos se ahogaron en su garganta. Entre cuatro hombres fuertes sacaron al viejo, que arrastraba las piernas como si fuera un cerdo que se negara a ir al matadero. Bajo la mirada de los presentes, llevaron al anciano hasta la tribuna por el pasillo que había entre los asientos. Una vez allí, le colocaron una pancarta en el pecho con la ayuda de un alambre. Cuando iba a gritar de nuevo, los hombres apretaron con violencia un punto situado por debajo de las orejas. Se puso rojo de inmediato; le cayeron las lágrimas y los mocos. Aquel viejo obrero, guardia del depósito de libros, aquel viejo soldado que, en tiempos de la Repúbli ca, [24] fue llevado tres veces al alistamiento forzoso en el ejército del Guomindang, pero que se escapó dos veces y finalmente cayó prisionero del ejército de Liberación, acababa de ese modo, con la cabeza gacha, de rodillas, sumándose a los monstruos y malhechores descubiertos antes que él.

– ¡Si el enemigo no se rinde, hay que eliminarlo!

El lema se propagó entre los asistentes, pero ya hacía más de treinta años que aquel viejo se había rendido.

– ¡Muerte al que se resista!

En esta misma sala de actos, cuatro años antes, el mismo viejo fue elegido por el secretario del comité del Partido, Wu Tao, que actualmente también se encontraba con la cabeza gacha en la fila de monstruos y malhechores, como modelo para el estudio de las Obras del Presidente Mao y como representante de la clase obrera «que había vivido los mayores sufrimientos y que abrigaba un profundo odio hacia la antigua sociedad». Él mismo presentó un informe denunciando la crudeza de aquella sociedad y alabando todo lo bueno de la nueva. En aquella ocasión, el viejo también lloró para contribuir a la educación de esos intelectuales todavía mal reformados.

– ¡Sacad a ese perro espía de Zhang Weiliang, que está al servicio de los extranjeros!

Condujeron a otro hombre hasta la tribuna.

– ¡Abajo Zhang Weiliang!

No era necesario ponerlo más abajo, el hombre estaba paralizado por el miedo y era incapaz de mantenerse erguido. Pero todo el mundo gritaba, aunque todos corrían el riesgo de convertirse en enemigos y de ser abatidos.

– ¡Clemencia para el que confiese, severidad para los que se resistan!

Siempre las clarividentes directivas del viejo Mao.

– ¡Viva… el… Presidente… Mao!

Sobre todo, no había que equivocarse de consigna. Con tantas sesiones de acusación y persecución, había que gritar tantos eslóganes, muchas veces durante la noche, que las personas ya no sabían ni lo que decían, pero el que se equivocaba de eslogan se convertía inmediatamente en un contrarrevolucionario activo. Los padres debían prohibir a sus hijos que escribieran o dibujaran cualquier cosa y que rompieran los diarios. Cada día salía en la portada de los periódicos el retrato del Gran Dirigente del Partido, y, sobre todo, no había que romperlo, ensuciarlo, pisarlo ni desde luego utilizarlo para limpiarse el trasero, aunque no se tuviera nada más a mano para tal menester. Tú no tenías niños, era mejor así, sólo tenías que vigilar tus propias palabras, tenías que expresarte con mucha claridad, nada de pensar en cualquier otra cosa mientras gritabas los eslóganes, imposible tartamudear en aquel momento.

Al regresar a su casa en bicicleta, de madrugada, pasó delante de la puerta norte del Zhongnanhai, subió sobre el puente de piedra blanca, contuvo la respiración y echó un vistazo al interior: en el Zhongnanhai sólo se perfilaba la sombra de los árboles bajo la luz de las farolas. Bajó del puente, soltó los frenos y lanzó un suspiro hondo, finalmente el día había transcurrido sin incidentes. Pero ¿y el día siguiente?

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[24] De 1912, fecha en que Sun Yat-sen fundó la República de China después de acabar con el imperio de los Qing, hasta 1949, año en que el Partido Comunista instauró la República Popular China. (N. de los T.)