Dos bocinazos secos. Todavía estaba oscuro, se levantó de golpe, abrió la puerta sin ruido y corrió hacia el cruce.
– ¡Ves como podías confiar en mí!
Tang encendió las luces y lo saludó con la mano. De inmediato, volvió corriendo al dormitorio y despertó a dos hombres que dormían en las literas de al lado.
– ¿Te marchas? -preguntaron al levantarse.
– Sí, voy a la estación -dijo, recogiendo rápidamente su equipaje.
Unos minutos más tarde, saltaba sobre el camión y decía adiós con la mano a sus dos compañeros que todavía no se habían despertado por completo. ¡Adiós, escuela de funcionarios del 7 de mayo, granja de reeducación por el trabajo manual! ¡Adiós!
41
Se sentía totalmente vacío. Por la ventana contemplaba la gran llanura amarillenta y desértica y las ramas desnudas de los árboles que desfilaban a toda velocidad a lo largo de la vía férrea. Estaba agotado, no había pegado ojo en toda la noche, pero no tenía ganas de dormir. Miró el paisaje, casi no se creía que había conseguido escapar. Una vez que el tren franqueó el gran puente sobre el río Amarillo, los campos empezaron a adquirir un color verde oscuro, el trigo que había sobrevivido al invierno comenzaba a verdear. Al cabo de tres horas, después de parar en varias estaciones, las ramas de los árboles se volvieron azules con tonos grisáceos, aparecieron algunas pequeñas hojas verdes, y más lejos todavía pudo ver como el viento hacía vibrar las hojas frescas y relucientes de los álamos. Llegaba la primavera. Te has salvado, pensó.
Una vez pasó el Yangzi, los campos adquirieron todo su verdor, en los espacios entre los retoños de los arrozales se reflejaba un cielo azul luminoso, un mundo real. Acabó relajándose y el sueño le venció.
Luego subió a un autocar que fue traqueteando por las accidentadas carreteras de montaña, balanceándose de un lado a otro como si el vehículo fuera a romperse en cualquier momento. Por las ventanas se sucedían las montañas de color verde azulado, y en las matas de las laderas se distinguían las azaleas rojo sangre. Se sentía tan radiante como el paisaje.
En una pequeña cabeza de distrito de aquella región montañosa, al final de una calle de adoquines de piedra oscuros, encontró la casa de Rong, una casa de adobe con el tejado de bálago. Rong era un forastero en la región y salía adelante no sin dificultad, pero al menos tenía su propia casa y frente a la puerta había un huerto rodeado de bambúes, suficiente para provocar su admiración. La mujer de Rong era de la comarca y trabajaba de vendedora en un bazar. Tenían un niño de unos meses que dormía en una cuna en la habitación principal. En el patio entraban los agradables rayos del sol y una gallina acompañada de sus polluelos amarillos picoteaba el suelo. Estaba emocionado.
Mientras la mujer de Rong preparaba la cena en la cocina, éste le preguntaba sobre su situación personal y los acontecimientos que estaban teniendo lugar en la capital. Lo puso al corriente de lo que ocurría.
– ¿Por qué se pelean? -preguntó Rong-. Aquí estamos lejos del emperador; aun así, los altos cargos del distrito se han peleado durante un tiempo, pero eso no ha afectado a los habitantes del pueblo.
Él tenía ganas de charlar de cosas más agradables.
– Rong, ¿te acuerdas de cuando nos enviábamos cartas en las que divagábamos sobre la filosofía? Queríamos llegar hasta el fondo de las cosas para encontrar el verdadero sentido de la vida.
– Olvida la filosofía, no es más que una fanfarronada -le cortó Rong-, mi preocupación actual es salir adelante con mi familia, en este tejado de bálago hay goteras cuando llueve mucho; este invierno tendré que cambiar la paja, porque no puedo construirme una casa de ladrillo.
La tranquilidad y la indiferencia de Rong le hicieron volver a la realidad. Pensó que tenía que vivir como él, con los pies en el suelo. Dijo:
– Me voy a instalar en uno de esos pueblos de montaña.
– Piénsalo bien -dijo Rong-, en esas montañas se puede entrar, pero luego ya no se puede salir. Siempre has tenido muchas ilusiones, deberías pensar muy bien lo que quieres.
Luego Rong le sugirió que fuera a un pueblo que tuviera electricidad y donde llegaran los autobuses, para que, si alguna vez se ponía enfermo, pudiera ir ese mismo día al hospital del distrito.
Rong le avisó:
– Si quieres integrarte a la comunidad, debes tener buenas relaciones con los jefes locales y los funcionarios del pueblo. No menciones tus historias de Beijing, tampoco digas nada de eso a los funcionarios del distrito cuando te presentes a ellos.
– Ya lo sé, ya no espero nada, tan sólo he venido a buscar refugio. Espero encontrar una buena muchacha de aquí y formar una familia.
– No sé si lo conseguirás -dijo Rong riendo.
La mujer de Rong le dijo entonces:
– No te preocupes, yo te encontraré una, es muy fácil.
Pero Rong se volvió hacia su mujer y le dijo:
– ¡Está bromeando!
Le echó el ojo a una casa de adobe que estaba algo separada de las demás, al lado de la escuela de la pequeña aldea. La acababan de construir los del equipo de producción. El invierno pasado pusieron las tejas y los cabrios. Las paredes eran de planchas con piedras y barro, todavía no las habían encalado. El tejado estaba por terminar y, cuando llovía mucho, las gotas traspasaban los intersticios de las tejas. Aún no había vivido nadie en aquella casa. Tapó las grietas de las paredes y los marcos de las puertas y de las ventanas con cal, luego pegó papel blanco sobre los cristales. Después montó una cama con una plancha de madera. Colocó algunos ladrillos en el suelo de arena para poner sus cajas de libros y las protegió con un plástico. Encima puso los palillos para comer, el tazón y los objetos personales que más usaba. Colocó una tinaja de agua en la habitación y mandó construir una mesa al carpintero de la aldea. Se sentía totalmente satisfecho.
Cuando regresaba de escardar los arrozales, se quitaba el barro que tenía pegado a los pies y a las piernas en las charcas de lentejas de agua, luego se preparaba una taza de té verde, se sentaba en una pequeña silla de respaldo de bambú y contemplaba las montañas que se extendían a lo lejos, en la bruma. En aquellos momentos, sin quererlo, el verso de Tao Yuanming le venía a la mente, «Recojo los crisantemos bajo el seto al este de mi casa, mientras contemplo despreocupado la montaña del sur», pero no estaba tan despreocupado como aquel letrado ermitaño. Cada mañana, al alba, cuando escuchaba en los altavoces del pueblo «El oriente es rojo, el sol se levanta, ha llegado Mao a China…», se iba a replantar el arroz con los campesinos; pero no tenía que recitar El Libro rojo delante de nadie. Cuando acababa su jornada laboral, nadie lo vigilaba; se tomaba su taza de té verde, se sentaba en la silla de bambú, con las piernas estiradas, y se sentía bien. Por la noche, se tumbaba solo sobre la enorme plancha de madera y no tenía que preocuparse de si hablaba en sueños. Era la auténtica felicidad.
Se había convertido en un campesino y tenía que ganarse la vida con sus manos. Tenía que aprender los trabajos agrícolas, la labranza, la construcción de diques, el trasplante y la cosecha del arroz, el transporte del estiércol. Debía aprenderlo todo, pues no esperaba continuar recibiendo su salario durante mucho tiempo. Tenía que vivir entre los campesinos, no podía dejar que pensaran que se escondía de algo; debía hacer su vida allí, y quizá morir también en ese lugar, como si fuera su tierra natal.
Unos meses más tarde, había conseguido seguir el ritmo de trabajo de los campesinos, no como esos funcionarios del distrito que venían para trabajar en una unidad de base y que al cabo de tres días encontraban un pretexto para volverse a marchar. Los funcionarios locales eran señores a los ojos de los campesinos; cuando iban a los campos, sólo era para hacerse los importantes, pero él no era así, a él lo alababan todos. Creyó que se había ganado la confianza de los funcionarios rurales y de los campesinos; entonces quitó los clavos de sus cajas de libros.