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El primer libro que sacó fue la obra de Tolstói El poder de las tinieblas, pero el agua que había entrado entre las maderas dejó unas marcas amarillentas en la barba del viejo Tolstói. En la obra teatral, el autor crea un ambiente oscuro y de opresión en el que un campesino acaba matando a su hijo; le impactó mucho, era muy diferente al ambiente aristocrático de Guerra y paz, que Tolstói escribió un poco antes. No lo abrió, por miedo a que repercutiera en la calma interior que acababa de conseguir.

Tenía ganas de leer libros que se alejaran de su entorno, historias muy lejanas, que sólo fueran fruto de la imaginación, cosas increíbles, como El pato salvaje en la «Selección de obras de teatro» de Ibsen. En cambio, todavía no había abierto el volumen primero de La estética, de Hegel, que compró hacía mucho tiempo. Leer le ayudaba a librarse un poco de su cansancio físico. Siempre dejaba sobre la mesa los libros de Marx y de Lenin, pero por la noche, antes de dormir, sacaba de la caja los libros que quería leer de verdad, tumbado en la cama. Una simple bombilla con un hilo que colgaba de una viga iluminaba la estancia. En las casas de los campesinos del pueblo todo estaba a oscuras, pues se acostaban nada más cenar para ahorrar electricidad. Sólo quedaba encendida su bombilla, que no intentaba ocultar, pues eso habría provocado más sospechas.

No prestaba demasiada atención a lo que leía, dejaba simplemente que su imaginación vagara. De hecho, no entendía nada de los personajes de El pato salvaje, de las elucubraciones metafísicas del viejo Hegel. Esos autores vivían en un mundo tan diferente, no habrían entendido el mundo real en el que él vivía, ni siquiera podrían haber imaginado que existiera. Tumbado, escuchaba el sonido de la lluvia que caía sobre las tejas de la vivienda, era la estación de las lluvias; la humedad se apoderaba de todo, las malas hierbas de los caminos y los retoños de los arrozales crecían frenéticamente durante la noche, cada mañana estaban más altos, cada día más verdes. Había decidido pasarse la vida entre los arrozales, siguiendo el ciclo regular de la naturaleza. La vida, que transcurre generación tras generación, es como los retoños de arroz; el hombre es como la planta, ¿para qué tener cerebro? La acumulación de esfuerzos humanos llamada cultura en realidad no sirve de gran cosa. «No sé dónde está la nueva vida», recordó que le dijo Luo; ese compañero de clase había entendido las cosas mucho antes que él. Quizá lo que necesitaba era encontrar una chica de campo, traer al mundo unos cuantos niños y educarlos: éste era probablemente su destino.

Poco antes de la cosecha del arroz, consiguió unos días libres. Los del pueblo solían aprovechar esos días festivos para ir a la montaña a cortar leña. Con el hacha al cinto, los siguió. Todos los meses iba a la cabeza de distrito a cobrar su salario a la oficina que se encargaba de la gestión de funcionarios enviados a la base. Allí compró leña para varios meses; por eso, para él, ir a la montaña a por más leña era tan sólo una forma de conocer los alrededores.

En un lugar aislado, al pie de la montaña, en el equipo de producción más retirado de la comuna popular, encontró en un caserío de pocas familias a un anciano que llevaba unas gafas de montura de cobre y que estaba sentado al sol delante de su puerta. Tenía un libro carcomido, de encuadernación antigua, que sujetaba con las dos manos y mantenía los brazos extendidos para colocar el libro lejos de sus ojos entreabiertos.

– ¡Está leyendo! -exclamó él un tanto admirado.

El viejo se quitó las gafas y dirigió la mirada hacia su dirección; cuando se dio cuenta de que no era uno de los campesinos de la comarca, balbució algo y dejó el libro apoyado sobre sus rodillas.

– ¿Puedo saber qué está leyendo? -preguntó él.

– Un libro de medicina -explicó de inmediato el anciano.

– ¿Qué libro de medicina? -inquirió de nuevo.

– Sobre las enfermedades febriles, ¿sabe usted algo de este libro? -dijo el viejo con cierto desdén en su voz.

– ¿Es usted médico de medicina tradicional? -cambió de tono para demostrarle su respeto.

El anciano le dejó entonces que tomara el libro. Esa vieja obra de medicina sin puntuación estaba impresa en papel de bambú muy liso, sin duda era una edición de la época de los Qmg. Entre los agujeros que habían dejado los insectos aparecían unas anotaciones, pequeños círculos marcados con tinta roja o minúsculos caracteres escritos con esmero. Debían de haber empleado cinabrio para ello, puede que los hubieran escrito sus ancestros, a no ser que fueran del propio viejo. Le devolvió con cuidado el preciado libro. Ese respeto probablemente sorprendió al anciano, que llamó a una mujer de la casa.

– ¡Trae un taburete para este camarada y ofrécele una taza de té!

A pesar de los años de trabajo manual, el viejo todavía tenía una voz sonora. Quizás el hecho de dominar la medicina tradicional le había ayudado.

– No vale la pena -dijo sentándose en un tocón sobre el que se cortaba la leña.

Una mujer de edad avanzada, pero robusta -su nuera o su segunda esposa-, salió de la casa. Llevaba una tetera en una mano y una silla en la otra. Le sirvió un tazón de té hirviendo, en el que flotaban las anchas hojas. Él le dio las gracias, tomó el tazón con las dos manos y observó las montañas de enfrente, en las que las ramas de los abetos se balanceaban sin ruido por la fuerza del viento.

– ¿De dónde vienes?

– De la aldea, de la comuna popular -respondió él.

– ¿Eres un funcionario que ha vuelto a la base?

Asintió con la cabeza y preguntó sonriendo:

– ¿Tanto se nota?

– Está claro que no eres de aquí, eres de la cabeza de distrito de provincia o de fuera.

– De Beijing -dijo directamente.

El viejo inclinó la cabeza y no dijo nada.

– ¡No volveré a la capital, quiero instalarme aquí!

Soltó esas palabras con cierto tono de broma, el tono que empleaba cuando le preguntaban los campesinos, durante las pausas que hacían en los campos, sobre lo que hacía en la gran ciudad, para evitar de ese modo dar demasiadas explicaciones; luego añadía que la comarca le parecía magnífica y el lugar precioso. Pero no tenía por qué actuar del mismo modo con el anciano, que parecía ser una persona culta.

– ¿Y usted? ¿Es de aquí?

– De varias generaciones. Por muy bello que sea el mundo, nunca iguala al lugar donde hemos nacido -dijo el viejo-. Pero también he estado en Beijing.

A él no le sorprendió en absoluto y preguntó:

– ¿En qué año?

– Hace mucho tiempo, fue en la época de la República, estudié en la universidad en 1928.

– ¿Ah, sí? -Calculó que habían pasado más de cuarenta años desde entonces.

– En aquella época, los profesores iban con trajes al estilo occidental y sombrero, llegaban siempre en rickshaw y con el bastón en la mano.

En ese preciso momento, los profesores de la capital se encargaban de barrer las calles o limpiar los lavabos. Eso no lo dijo.

El viejo explicó que lo enviaron a estudiar a Japón con una beca del gobierno y que consiguió un diploma de la Universi dad Imperial de Tokio. Él no dudaba de la veracidad de los hechos que contaba el anciano, pero le habría gustado saber por qué volvió a las montañas. Sin embargo, no podía hacerle la pregunta directamente, así que inquirió:

– ¿Estudió medicina?

El anciano no respondió; se limitó a contemplar con los ojos entornados cómo temblaba el bosque en las montañas de enfrente, como si quisiera calentarse con el sol. Pensó que quizás éste podía ser su destino: estudiaría un poco de medicina tradicional para curar a los campesinos y subsistir por ese medio. Luego se casaría con una campesina para que le diera hijos y, de este modo, tener a alguien que se ocupara de él cuando fuera viejo. Y cuando llegara a esa vejez y ya no fuera capaz de trabajar en el campo, se calentaría al sol y leería libros de medicina para distraerse.