La noche siguiente, escribió a Qian para decirle que se había instalado en el campo y que tenía una casa de adobe como alojamiento para siempre. Si estaba de acuerdo en vivir con él, tendrían de inmediato un nido para ellos dos solos. Por el momento tenía garantizado el sueldo, ella incluso también tendría un sueldo como estudiante diplomada, los dos se sentirían muy bien en el pueblo, podrían llevar una vida de seres humanos. Trazó con especial cuidado los caracteres «seres humanos», llenando dos casillas de su papel de cartas. Esperaba que ella reflexionara seriamente y diera una respuesta clara. Escribió, además, que la escuela del pueblo quería reabrir las puertas y que se proyectaba convertirla en escuela de secundaria, ya que hacía años que los niños no tenían profesor y ya estaban en la edad de ir al instituto. Por lo tanto, necesitaban profesores. Si ella decidía venir, podría dar clases allí, pues la escuela no podía continuar cerrada por mucho tiempo. De lo único de lo que no habló en la carta fue de amor, pero al escribir esas palabras se sintió lleno de felicidad, había recuperado la esperanza, una esperanza que podía materializarse si ella venía, si Qian estaba de acuerdo. Se sentía contento, en ese mundo confuso quizás encontrara por fin un remanso de paz, si ella quería compartirlo con él.
42
Las hojas del viejo azufaifo que crecía delante de su ventana habían caído; las ramas espinosas se elevaban hacia el cielo gris plomo. El otro árbol era de sebo y sus últimas hojas violeta temblaban sin cesar en la punta de las ramas. Al principio del invierno recibió una respuesta de Qian anunciándole que iría cuando empezaran las vacaciones de invierno en la escuela rural en que trabajaba. La carta era escueta, algunos caracteres trazados con una escritura cuidada, apenas media página que no decía una palabra sobre una eventual vida en común con él. Pero venía al pueblo; tenía que habérselo pensado mucho. La esperanza que había albergado se concretaba.
Cosecharon el arroz tardío, lo pusieron a secar en la era, lo aventaron y luego lo almacenaron en el silo del equipo de producción. El agua de los arrozales se secó, esparcieron las semillas de las plantas que servirían de abono a la espera de arar la tierra y replantar. Había acabado el ciclo anual de los trabajos del campo y los campesinos se dedicaban a sus propias actividades: iban a la montaña a cortar leña para el invierno, reparaban las pocilgas de los cerdos, otros construían casas de adobe porque alguien se casaba o algún miembro abandonaba la familia; él mismo se preparaba para recibir a Qian. Pero no podría encalar las paredes de su casa hasta después del verano, cuando estuviera completamente seca. No tenía mucho que hacer de momento, aparte de añadir un poco de cemento en las grietas de los marcos de las puertas y de las ventanas y bajo el tejado. Cuando Qian llegara, dormiría con él en la habitación, pero de cara a los campesinos era mejor que se casaran. Lo primero que tenía que hacer era esparcir la noticia para que todos estuvieran al corriente de su próximo enlace. Si Qian estaba de acuerdo, sería fácil, le bastaría con ir a la comuna popular a buscar un certificado de matrimonio, no sería necesario preparar un banquete como era tradición en los pueblos. Además, todas las viejas costumbres se habían erradicado; sin embargo, Qian no dijo claramente en su carta si quería casarse con él.
Sobre las ruinas del templo situado al borde del burgo, que quedó destruido por un incendio hacía mucho tiempo, levantaron una construcción de dos naves: era la estación de autobuses. Un autocar llegaba cada día de la cabeza de distrito y volvía a marcharse el mismo día. Le costaba recordar el rostro de Qian, pero cuando llegó el autocar, la reconoció enseguida de entre los pasajeros que bajaban. Llevaba una bolsa de viaje rara en la región, y todavía tenía dos trenzas cortas. Estaba morena, parecía haber engordado un poco, quizás a causa de las ropas de invierno. Él salió a su encuentro para tomarle la bolsa y preguntó:
– ¿Has tenido un buen viaje?
Ella explicó que, desde que salió de su aldea, había tomado un autocar, luego un tren, después un coche, luego otro autocar. Por suerte Rong le compró un billete en la estación de autobuses de la cabeza de distrito y la estaba esperando, y ella pudo subir inmediatamente a ese último autocar para llegar aquí. Aliviada, le dijo:
– ¡Hace cuatro días que estoy viajando!
Estaba un poco alterada pero permanecía natural. Caminó apoyada en él sobre los diques que conducían a la aldea, hombro con hombro, apretada a su cuerpo como si se amaran desde hacía años, como si fuera su mujer. Esa joven iba a vivir con él, a convertirse en su esposa; se ayudarían el uno al otro para conseguir salir adelante.
Qian se sentó sobre la cama de paja de arroz, el lugar más confortable de la habitación. Él se sentó frente a ella, sobre la única silla y dijo:
– Si estás cansada, quítate los zapatos, puedes tumbarte un poco para descansar.
Le preparó una taza de té nuevo verde esmeralda, el mejor producto de aquel pueblo de montaña.
Qian contemplaba las paredes irregulares y el tejado oscuro sin falso techo. Él dijo que después del verano podría encalar la casa y comprar madera para fabricar un falso techo; también añadió que le sería fácil encontrar un carpintero que le fabricara algunos muebles. Lo pondrían todo al gusto de ella. Qian le explicó que donde trabajaba, la gente vivía en cuevas con las paredes de loees, pero el clima era muy seco y había mucha pobreza; la tierra era amarilla, escaseaban los árboles, en esa estación se cortaban los rastrojos de maíz para hacer combustible, cualquier rastro de verdor había desaparecido del paisaje. Su escuela no estaba mal; además de ella había tres maestros, los otros dos eran de la comarca; los funcionarios de la brigada de producción del pueblo dirigían la escuela. A ella le había costado mucho llegar hasta aquel lugar, era un gran pueblo de más de doscientas casas situado a quince kilómetros de la cabeza de distrito; el autocar no pasaba por allí, y para llegar había que subirse al carro de un campesino e ir al paso de una mula. Él le dijo que en el pueblo volverían a abrir la pequeña escuela y que iría a ver a los funcionarios de la cabeza de distrito y de la comuna popular para que la trasladaran. Qian estuvo de acuerdo, ya no era una quimera sino la realidad.
Fueron a una pequeña casa de té del burgo y pidieron dos platos de salteados. Era el único restaurante del lugar. Los días de encuentro, el primero y el quince de cada mes, los campesinos de la comarca se reunían alrededor de las diez grandes mesas que había en la planta baja y en el primer piso y descansaban, bebían té o comían, y se armaba un tremendo guirigay. Normalmente, y sobre todo aquella tarde, el restaurante estaba vacío. Sus pasos hacían que crujiera la madera del suelo. Se instalaron en la primera planta, cerca de la ventana, desde donde veían la pequeña calle estrecha de adoquines. Desde aquel lugar también podían ver a los vecinos de las casas de enfrente por sus ventanas, y en la planta baja los comercios de la calle: una carnicería, una tienda de queso de soja, una tienda de tela, que también hacía de supermercado, un bazar que vendía cuerda, cal, ollas, aceite, vinagre, salsa de soja y sal. También había una tienda en la que se vendía aceite y cereales, y se podía moler el arroz, una cooperativa en la que se vendían palanganas, cubos, azadas y útiles de madera, hierro y bambú, y, por último, una botica de medicina china, donde también vendían algunos medicamentos occidentales. En la plaza del pueblo se encontraba la sede de la comuna popular, con un centro veterinario, una policlínica, una caja de ahorros y una comisaría de policía que se encargaba de las comunas de los alrededores, aunque contaba con un solo policía. Allí podían encontrar todos los productos de primera necesidad; además, también se ejercía el poder político de base y se concedían los certificados de matrimonio, sobre los que aparecía impreso el retrato del Dirigente Supremo.
Después de la cena le preguntó qué quería comprar, pero ella no respondió. Recorrieron toda la calle en dos minutos y luego la condujo a la tienda de tejidos que hacía de supermercado y compró un espejo redondo de mesa que tenía en el dorso un soporte metálico. Compró también una sábana para una cama doble, por la que tuvo que dar unos cupones de algodón; por último adquirió un par de fundas de almohada, mezcla de algodón y de nailon, que tenían un precio algo más elevado, pero no era necesario pagar con los bonos de algodón. Qian no se opuso e incluso le ayudó a elegir. Las pocas sábanas que quedaban eran todas de grandes flores rojas y en las fundas de las almohadas aparecían bordados unos corazones. Eran los artículos que los del pueblo compraban cuando se casaban. No tenían elección, Qian le dejó hacer sin objetar nada.