– Pero ¿qué haces? -gritó él dejando estallar su ira.
– ¿Quieres matarme? -preguntó Qian extrañada, probablemente había percibido la agresividad en su mirada.
– ¿Por qué debería matarte?
– Lo sabes muy bien -dijo ella en voz baja, conteniendo el aliento, como si le pudiera el miedo.
Si esa mujer se ponía a gritar de nuevo que era un enemigo, corría el riesgo de que la matara de verdad. No podía dejarle gritar otra vez lo mismo, tenía que calmarla, tumbarla en la cama, hacer el papel del marido que se preocupa de su mujer con compasión. Avanzó hacia ella:
– Qian, ¿qué estás imaginándote?
– ¡No te acerques!
Qian tomó el orinal que había en una esquina y se lo tiró a la cabeza. El lo paró con la mano, pero quedó empapado de orina de la cabeza a los pies. El hedor sobrepasó su humillación, se secó el rostro con las manos, un gusto salado le llenó la boca, escupió un poco y, sin contener su odio, gritó:
– ¡Estás loca!
– ¡Te gustaría que todos pensaran que he perdido el juicio, pero no te será tan fácil! -dijo la mujer riendo-. No te saldrás con la tuya.
Comprendió la amenaza que había en sus palabras, habría querido quemar todas las hojas de la mesa antes de que todo eso explotara. Tenía que ganar algo de tiempo, controlarse, no podía pasar al ataque. En ese instante, la orina pasó de sus cabellos a la comisura de los labios, escupió y sintió náuseas, pero no se movió.
Ella se puso en cuclillas y empezó a llorar ruidosamente. No podía dejar que los habitantes de la aldea la oyeran, que vieran esa escena; la obligó a levantarse, le torció el brazo, la obligó a doblar las piernas para ponerla sobre la cama. Sin ocuparse de sus gritos y lloros, le colocó una almohada en la cabeza. Pensó en el infierno; en el fondo su vida se resumía a vivir en un infierno.
– ¡Si continúas así, te voy a matar!
La amenazó, se levantó, se quitó la ropa y se secó la cara y la cabeza, que todavía estaban llenas de orina. Ella tenía miedo a la muerte, continuó gimoteando y sorbiéndose los mocos. En el suelo yacía la gallina desplumada con las vísceras esparcidas por todos los lados, tenía las patas algo cortadas, parecía un cadáver de mujer: sintió náuseas.
Durante mucho tiempo mantuvo esa sensación de asco hacia las mujeres; necesitaba esas náuseas para huir de la pena que sentía por ella, única condición para llegar a salvarse él mismo. Qian tenía quizá razón, él no la amaba, sólo la utilizaba, tenía una necesidad momentánea de mujer, necesitaba su carne. Lo que dijo Qian era verdad, no sentía ternura hacia ella, su ternura era falsa, fabricada, intentaba construirse una felicidad ilusoria. Su mirada, después de que hubiera eyaculado durante sus relaciones, sin duda demostraba que no la amaba. En su caso, el deseo que el miedo había avivado no se convirtió en amor, sólo le quedaba la sensación de asco, ahora que había satisfecho su deseo sexual.
Qian lloriqueaba y no paraba de repetir:
– Me has destrozado la vida…
Entre los lloros y sus suspiros consiguió averiguar que el padre de Qian fue ingeniero jefe de un arsenal en la época del Guomindang. Cuando apareció la clarificación de rangos de clase, la comisión de control militar lo tachó de elemento contrarrevolucionario histórico. Qian no se atrevía a criticar lo que habían hecho con su padre, no se atrevía a hablar mal de la revolución, sólo podía insultar a los rebeldes, a él, pero de hecho le tenía miedo.
– Ha sido esta época la que te ha destrozado la vida -replicó. En una de sus cartas, Qian escribió algo parecido a «Nadie puede huir de la realidad, estamos destinados a vivir juntos, al principio es mejor que no empecemos a hablar de amor».
– ¿Por qué me has hecho venir? Podrías haberte quedado con esa pequeña puta, ¿por qué has querido casarte conmigo?
– ¿Quién? ¿De quién hablas?
– ¡De tu Maomei!
– ¡No tengo ninguna relación con esa campesina!
– Le has echado el ojo a esa chica provocativa, ¿por qué has querido remplazarla por mí? -preguntó Qian llorando.
– ¡Es increíble! ¡Divorciémonos enseguida, mañana volveremos a la comuna para decir que anulamos nuestras firmas, que era una farsa, nada más que una broma, eso hará que los funcionarios y los habitantes del pueblo se rían un buen rato!
Qian replicó todavía envuelta en lágrimas:
– No quiero armar más jaleo…
– ¡Entonces duerme!
Hizo que se levantara, sacó de la cama la sábana nueva y las mantas llenas de orina. Qian lo miraba de pie, con una expresión lastimosa. Cuando acabó de hacer la cama, sacó de su bolsa ropas secas y las tiró sobre la cama, luego le ordenó que se cambiara y se metiera dentro. El fue a sacar agua de la tinaja, se lavó la cara y el cuerpo y se quedó sentado sobre el banco, cerca de las cenizas que permanecían todavía en el suelo.
¿Estarían destinados a vivir juntos de ese modo? ¿Él no era para ella nada más que un espantapájaros al que agarrarse? Tenía que esperar a que se durmiera para quemar las hojas que había cubierto de caracteres. Si volvía a tener otra crisis, diría que le faltaba un tornillo. No dejaría ninguna prueba escrita y haría que las hojas se pudrieran en ese líquido pestilente.
Qian dijo que él deseaba que muriera rápidamente, no volvería a salir a solas con él a ningún sitio, si iban a algún lugar desierto, en la montaña o al borde de un río, la podía empujar; ella no era ninguna estúpida, se quedaría en esa habitación, no iría a ninguna parte.
El deseaba que se muriera de repente, sin ni siquiera caer enferma, y desapareciera para siempre, pero no lo dijo. Se arrepentía de no haberse casado con una campesina, sana y sin cultura, que sólo se habría apareado con él, le habría preparado la comida, traído al mundo a los niños, sin penetrar en su interior. No, ¡le daban asco las mujeres!
Cuando Qian se fue, él la acompañó hasta la estación de autobuses del burgo.
– No hace falta que esperes que se vaya el autocar -dijo ella-, vuelve a casa.
No contestó, sólo esperaba una cosa: que el autocar se fuera lo antes posible.
44
Llegó el invierno. Se pasaba bastante tiempo sobre una especie de brasero que los habitantes del pueblo fabricaban; costaba dos yuans, dentro tenía un recipiente de cerámica en el que se quemaba el carbón y estaba cubierto por una rejilla sobre la que se podía poner una taza de té. Las noches de invierno eran largas, porque anochecía muy temprano. Durante esa época en la que escaseaban las labores agrícolas, los habitantes del pueblo sólo se ocupaban de sus propios quehaceres durante el día, y cuando caía la noche, se sumían en la más profunda oscuridad. Sólo su habitación permanecía iluminada por la bombilla eléctrica. El asunto de la pelea con su nueva esposa fue el centro de las conversaciones durante diez o quince días, luego nadie más le preguntó sobre aquel episodio y todo volvió a la normalidad.
Desde entonces, nadie entraba en su casa dando un simple grito, antes de empujar la puerta para echar un vistazo, charlar un poco, fumar un cigarrillo o beber té. Durante un tiempo recibió así a los campesinos, a los que les daba cigarrillos, pero en la actualidad mantenía más relación con los funcionarios del pueblo y tuvo que rehacer sus hábitos, para acostumbrar a los demás a la presencia de un intelectual que no se metía en los asuntos locales. Los libros de Marx y de Lenin, que siempre estaban sobre la mesa, provocaban la admiración de los funcionarios, que apenas sabían leer. Un día Maomei llamó a la puerta y le preguntó si tenía algo bueno para leer, él le pasó El Estado y la revolución, de Lenin, pero ella entornó los ojos y dijo:
– ¡Qué horror! ¡No voy a entender nada!
La joven había ido a la escuela primaria, pero, aun así, no se atrevió a tomar el libro. Otra vez, la muchacha lo vio por entre la puerta lavando las sábanas con agua hirviendo. Entró y se quedó apoyada en la chambrana. Le dijo que iba a ayudarlo a llevar la ropa al estanque para lavarla con una tabla, de ese modo quedaría mucho más limpia, pero él se negó y le agradeció la intención. La muchacha tardó un instante antes de preguntarle: