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Los días de mercado en que los campesinos de los pueblos de la comarca acudían al burgo, los dos lados de la calle estaban llenos de pértigas y de cestos de batatas, azufaifas secas, castañas, ramas de pino para leña, setas frescas, raíces de loto, fideos transparentes, hojas de tabaco, retoños de bambú secos, sandalias de cáñamo, sillas de bambú, cazos, gambas y pescados todavía vivos. Algunas mujeres, niños, mozalbetes y viejos gritaban, regateaban, «¿Quieres o no? Si no quieres, márchate»; discutían, bromeaban. En ese pequeño burgo de montaña, aunque la revolución había pasado por ahí, todavía se podía vivir bastante bien.
El secretario Lu, que acababa de llegar a la comarca procedente de la capital de la provincia para «volver a la base», caminaba escoltado por los funcionarios de la comuna. Unos le abrían paso, los otros cerraban el cortejo tras él, como si estuvieran acompañando a un dirigente que hiciera una visita de inspección. Se encontró con él frente a frente. Ese hombre que los del pueblo llamaban «secretario» Lu era un antiguo revolucionario que dirigió la guerrilla de la región. Su carrera de funcionario no tuvo mucho éxito: con cada movimiento político, fue bajando de rangos, pasando del cargo en la capital de provincia, hasta volver finalmente a su pueblo natal, como funcionario enviado a la base. Los jefes locales lo veneraban como un dios y, por supuesto, no tenía que trabajar en los campos.
– Buenos días, secretario Lu -saludó también respetuosamente al rey de la comarca.
– Eres de Beijing, ¿no es cierto? -preguntó el secretario Lu, que parecía estar al corriente de quién era.
– Sí, señor, hace cerca de un año que estoy aquí -dijo, inclinando la cabeza.
– ¿Te has acostumbrado? -preguntó todavía el secretario, que se había parado para conversar con él. Era un hombre delgado, alto y caminaba ligeramente encorvado.
– Sí muy bien, nací en el sur, estos paisajes de montaña me hacen sentir muy bien, además, estas tierras son muy fértiles.
Hubiera querido describirlo como un paraíso terrestre, pero se contuvo.
– Es cierto que normalmente aquí no se muere uno de hambre -dijo el secretario.
Percibió algo en sus palabras, quizás una especie de resentimiento por haber tenido que «volver a la base».
– No tengo ganas de irme de este lugar. Me gustaría que usted se ocupara de mí.
Pronunció estas palabras como si quisiera que el secretario Lu le diera su protección, pero la verdad es que necesitaba realmente tener un protector. Después de hacer un ademán de cabeza respetuoso, iba a alejarse cuando el secretario Lu le brindó realmente su protección al decirle:
– Entonces ven a caminar un poco conmigo.
Se incorporó al cortejo. Lu se paró para esperar que se uniera a él y pudieran seguir hablando. En ese momento dejó de prestar atención a los funcionarios de la comuna que se agolpaban cuchicheando a su alrededor: estaba claro que el secretario Lu le daba un trato especial. Caminó con él hasta el final de la calle. En las puertas de las tiendas y de las casas la gente sonreía a su paso y les saludaban, lo que le hizo ser consciente del favor que le estaba haciendo realmente el secretario Lu y de que su posición con respecto a los habitantes del pueblo había cambiado.
– ¡Vamos a ver dónde vives!
No era una orden, sino el mayor favor que Lu podía hacerle. Éste hizo un ademán de mano en dirección a los funcionarios que le seguían para que los dejaran solos.
Le guió sobre los diques que bordeaban los arrozales y entraron en su casa, situada a la entrada de la aldea. Lu se sentó ante la mesa, él le preparó una taza de té, unos niños llegaron. Quiso cerrar la puerta, pero Lu le dijo:
– No es necesario, no importa.
La noticia se esparció como la pólvora por toda la aldea. Instantes más tarde, los funcionarios y los habitantes de la aldea estaban frente a su casa y gritaban sin cesar: «Secretario Lu, secretario Lu». Lu les devolvía el saludo inclinando levemente la cabeza, y empezó a beber el té tras soplar sobre las hojas que flotaban en la superficie.
En esta tierra todavía había buena gente, en todo caso, personas que no eran malas por naturaleza; o quizás era mejor decir que el secretario Lu había visto mucho mundo y lo entendía perfectamente; o puede que Lu también estuviera pasando por una mala época y se encontrara solo, necesitaba hablar con alguien, y la caridad que le demostraba calmaba su propia soledad.
Lu no tocó las obras de Marx y Lenin que había sobre la mesa, comprendió perfectamente esa técnica de disimulo. Cuando se levantó para marcharse, le dijo:
– Si tienes problemas, ven a verme.
Lo acompañó hasta el borde del arrozal y miró como la silueta delgada y un poco encorvada de aquel anciano se alejaba con paso firme y decidido, lo que sorprendía en un hombre de su edad. De este modo consiguió la protección del gran rey de la montaña, aunque en aquel momento no logró ver el sentido de la visita de Lu a su domicilio.
Una noche, mientras estaba escribiendo, perdido en sus pensamientos, escuchó de pronto que alguien lo llamaba desde fuera, lo que le provocó un tremendo sobresalto. Se levantó de inmediato y fue a esconder su manuscrito bajo el colchón antes de abrir la puerta.
– ¿Estabas durmiendo? ¡Al secretario Lu le gustaría que vinieras a beber una copa al comité revolucionario!
El empleado de la comuna popular que acababa de transmitirle el mensaje se dio media vuelta y se marchó. Se sintió aliviado.
La sede del comité revolucionario de la comuna se encontraba en el burgo, sobre un dique de piedra al borde del río, en un gran edificio de ladrillo oscuro que tenía un mirador, la antigua residencia del cacique local; lo fusilaron cuando se repartieron las tierras y empezó la lucha contra los terratenientes. El gobierno de la comarca recuperó el edificio y lo transformó más tarde en la sede de la comuna popular, y luego en la del comité revolucionario, recientemente creado. El patio y la sala principal estaban abarrotados de gente, el olor a tabaco se mezclaba con el de transpiración, nunca hubiera imaginado que ese lugar estuviera tan concurrido en plena noche.
En una sala del fondo de la casa se encontraba el flamante jefe del comité revolucionario, Liu, así como Lao Tao, responsable de las milicias populares de la comuna. Cerraron la puerta para beber en compañía del secretario Lu y éste lo invitó a sentarse con ellos. En la mesa había unos cacahuetes sobre un periódico abierto, un tazón de pescado frito y un plato de queso de soja seco, manjares que seguramente habían traído los dirigentes de la comuna popular. Los acompañantes sólo se mojaron los labios con el contenido de su taza, sin beber realmente. Un joven campesino que traía un fusil empujó la puerta y echó un vistazo antes de inclinarse ante los hombres respetables que se encontraban en esa habitación. Apoyó el cañón de su arma en el marco de la puerta.
– ¿Quién te ha dicho que traigas el fusil? -preguntó Lao Tao, el responsable de la milicia, en claro tono de reproche.
– ¿No es una formación de emergencia?
– ¡Sí que lo es, pero nadie ha dicho nada de una actividad armada!