En la primavera, un hermoso día de abril, cuando el campo empezaba a verdear -era casi la estación en que se recogía el té-, subió a las montañas bordeando un barranco, alcanzó una cima y atravesó el arroyo por un pequeño puente hecho de troncos enteros. Sentía el agradable calor de los rayos del sol y le llegaba el dulce murmullo del agua. Por fin, llegó a una plantación de té y de bambú. Subió por una ladera para encontrar al encargado, que en ese momento estaba haciendo un reguero para plantar maíz. Le explicó que quería traer a treinta alumnos del burgo a recoger té durante diez días y que dormirían en la escuela primaría. Los alumnos traerían su propio arroz, pero la leña, las verduras, el aceite, la sal y el queso de soja los debían proporcionar los encargados de la plantación. Los gastos totales se restarían de los salarios de los alumnos. Cuando regresó a la aldea, ya eran las cuatro de la tarde, y para volver al burgo tendría que ir de noche por la montaña. Entonces las dos jóvenes profesoras le pidieron que se quedara a dormir en la escuela.
En las montañas, la noche empieza temprano. Cuando el sol se escondió tras el acantilado, el campo de deportes de la escuela ya estaba oscuro. El caserío se cubrió de una bruma que subía del arroyo, y los hombres y las mujeres que trabajaban en las montañas volvieron a sus casas, con la azada al hombro. La aldea se animó. Los ladridos de los perros retumbaron y se mezclaron con el jaleo que armaban los hombres. Luego empezó a salir humo de las chimeneas de las casas.
Fuera había mucha humedad. La chica mayor encendió la cocina de leña y se puso a hervir una olla de agua para que él se lavara. Había caminado durante todo el día por la montaña; fue un placer poner los pies dentro de agua caliente. Enseguida sintió que se le iba el cansancio. La otra joven trajo el jabón. Sentadas bajo la lámpara de petróleo, durante un rato estuvieron corrigiendo los deberes de sus alumnos, hasta que llegaron los del pueblo: hombres adultos, adolescentes y niños. Los hombres se sentaron junto a la chimenea, mientras que los jóvenes empezaron una partida de cartas alrededor de la mesa, bajo la lámpara de petróleo. Las dos muchachas recogieron los cuadernos en una esquina. Había algunas jóvenes que ya estaban en edad de festejar; las que ya eran madres seguramente debían de estar en sus casas, ocupadas con sus tareas. Los niños entraban y salían armando bastante alboroto, mientras que los hombres bromeaban con las muchachas, que, como casi todas las chicas de la montaña, mostraban un gran desparpajo en esas ocasiones. Las dos jóvenes que venían de la ciudad eran mucho más recatadas y dulces, pero ya empezaban a abandonar el tono de buenas alumnas que empleaban con él, e incluso a veces se atrevían a soltar algunos tacos, sin perdonar a nadie. La escuela era el lugar de encuentro nocturno de los habitantes del pueblo, un lugar en el que se sentían a gusto.
– ¡Venga, ya está bien por hoy! El profesor está cansado, ha caminado durante todo el día. ¡Hay que ir a dormir!
La chica mayor empezó a echar a los lugareños, que se marchaban a regañadientes. Las dos muchachas le desearon buenas noches y se fueron también hacia el pueblo.
Todavía quedaban algunos trozos de carbón crepitando, la temperatura del cuarto bajó. En el aula oscura de al lado, el viento entraba y enfriaba el ambiente. Fue a cerrar la puerta, pero una ráfaga la volvió a abrir. Percibió que no había cerrojo en la puerta, lo habían arrancado, y la madera y el marco estaban acribillados de agujeros. Reflexionó durante un momento; luego volvió al aula para cerrar la puerta grande, pero en la oscuridad no consiguió encontrar la barra. Había dos ganchos detrás de la puerta para colocar una barra, pero no la encontraba por ninguna parte. Colocó una mesa contra la puerta para que se mantuviera cerrada. Una vez volvió a la habitación, tomó la lámpara de petróleo y pasó al dormitorio, separado sólo por un tabique de planchas que llegaba a media altura. Al fondo del cuarto, había una pequeña puerta que conducía a la otra aula. También habían arrancado el pestillo de allí, sólo quedaba la parte del marco de la puerta. Por suerte, la puerta cerraba bien. No fue a comprobar si la de la otra clase estaba cerrada y no entraba el aire. De todos modos, en aquel edificio no había nada que robar, salvo dos jóvenes muchachas desamparadas que dormían solas y habían llegado de la ciudad para instalarse allí.
Después de apagar la lámpara, se desnudó y escuchó tumbado cómo rugía el viento de la montaña, como si fuera una fiera que se quejaba con voz grave. A veces el viento traía también el sonido del agua que pasaba por el barranco. Aquella noche durmió mal, se quedó en una especie de estado de alerta y con la impresión de que en cualquier momento podía irrumpir en la habitación una fiera salvaje. Se levantó temprano e hizo la cama. Descubrió que las sábanas grisáceas y las fundas de las almohadas estaban llenas de manchas; sintió bastante asco.
En el camino de vuelta pensó en su alumna Sun Huirong. Se dio cuenta de que la vida del campo en estos años lo había convertido en una persona sin carácter. Por fin había conseguido ocultarse perfectamente, y sentía una cierta paz interior; incluso era capaz de mirar la montaña durante horas, contemplar el curso del arroyo que no cesaba, sin pensar en nada. No obstante, cada vez se parecía más a una larva.
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Ella quiere ir a ver una selva virgen. Tú dices: «Pero ¿dónde quieres que haya una selva virgen en Sydney? Habría que conducir durante días para llegar a uno de esos lugares deshabitados de la inmensa Australia. Además, ya lo has visto todo desde el avión, una tierra árida de color ocre con montañas de rocas en forma de espina de pescado. El paisaje no ha cambiado durante unas horas cuando íbamos en el avión, ¿dónde quieres que haya una selva virgen?». Ella abre un mapa turístico y señala los trozos verdes.
– ¡Aquí y aquí!
– Son parques -respondes.