Tan volvió a Beijing, pero, como todavía no tenía edad de jubilarse, se quedó esperando un nuevo destino.
Lin se divorció. Poco después se volvió a casar con un viceministro recién nombrado que había perdido a su mujer durante la Revolución Cultural.
Él empezó a publicar algunos libros y, tras abandonar su antigua institución, se hizo escritor. Lin lo invitó un día a cenar a su nueva casa, con su marido, que habló con él de literatura y le dijo: «¡Habrá que relatar con cuidado la catástrofe que nuestro Partido acaba de vivir para educar a las generaciones futuras!». Ella estaba con ellos en el salón, mientras una criada preparaba la comida. Lin fue una de las primeras en utilizar perfumes extranjeros; en aquel momento probablemente llevaba uno de los últimos de Chanel, una marca célebre en cualquier caso.
Él estaba en trámites de divorcio. Su mujer, Qian, mandó una carta a la Asociación de escritores para denunciar sus ideas reaccionarias, pero no tenía ninguna prueba. Él explicó a los funcionarios pertinentes que durante la Revolución Cultural ella tuvo demasiadas presiones y su cabeza no las aguantó, y que, como él pidió el divorcio, ella lo odiaba. Durante los diez años de la «Gran Revolución Cultural», las demandas de divorcio se acumularon, quizá no tanto como las demandas de matrimonio, pero era un fenómeno corriente. Al tribunal, que acababa de retomar la actividad, le costaba mucho rectificar las antiguas causas injustas y no quería tener nuevos problemas, por eso no le fue demasiado difícil conseguir por fin el divorcio. Le confesó a su ex mujer que, aunque fue la Revolu ción Cultural del Presidente Mao la que le arruinó la juventud, él también tenía su parte de culpa. No sabía cómo compensarle su sufrimiento. Por suerte, el asunto de su padre, considerado contrarrevolucionario y espía, no había avanzado, y las autoridades olvidaron el tema. De todos modos, logró dejar el campo para volver con su padre.
Recibió una carta de Lu que decía: «En la montaña han tirado un montón de árboles de buena calidad; pero, ahora, ¿de qué sirve esta madera podrida?…».
Lu renunció al puesto que le ofrecieron de presidente de la comisión de control de disciplina del Partido, recién creada en la región. Anunció que iba a jubilarse y construir una casa en la montaña para pasar los días que le quedaran en este mundo.
Pasó otro año. Tuvo la ocasión de volver al sur para una misión y se desvió expresamente para ver al hombre que lo había protegido. Primero fue a la cabeza de distrito. Su antiguo compañero de clase, Rong, todavía vivía en su casa de adobe. La había restaurado una vez y ya tenía que cambiar de nuevo el tejado de paja. Rong había tenido otro hijo, pues el control de natalidad en la cabeza de distrito era menos riguroso que en la ciudad, y además mantenía un trato muy familiar con los policías que se encargaban de estos asuntos. Ya hacía veinte años que Rong vivía en aquel lugar. Su mujer era de la región. Tardaron un poco, pero al final les concedieron la autorización para registrar el nacimiento de su nuevo hijo. Rong todavía era técnico agrícola en la comarca y su mujer continuaba vendiendo artículos de bazar en la tienda de la cooperativa que estaba a las afueras de la ciudad. Esperaba que la trasladaran a la tienda que había justo en la calle de detrás de su casa, de ese modo podría ocuparse mejor de los hijos pequeños, pero no había ofrecido suficientes regalos a los funcionarios que se encargaban del asunto y no lo consiguió. Rong aún hablaba menos que antes; le pareció muy largo el tiempo que pasó con él en silencio.
Llegó al pequeño burgo en autobús desde la cabeza de distrito. Los coches que circulaban por aquellos campos todavía eran modelos antiguos. La gente que esperaba se apretujó para subir antes de que bajaran todo los pasajeros. Cuando salió del autobús, no recorrió la pequeña calle, tampoco fue a la escuela, para evitar encontrar a alguien que lo invitara a comer y que lo entretuviera demasiado tiempo; si iba a casa de uno, tendría que ir a casa del otro, y necesitaría un par de días como mínimo. De pie en la plaza, miraba a su alrededor y buscaba a alguien para preguntarle dónde había construido Lu su nueva casa.
– ¡Hola! -gritó un joven de la cooperativa de producción de artículos de madera, con un cigarrillo en los labios. Lo reconoció y le dio la mano. Habían disparado juntos a las dianas durante los entrenamientos de la milicia popular, habían bebido y charlado juntos, seguramente ahora debía de ser funcionario. No lo invitó a comer; sólo le propuso que fuera con él un rato a sentarse en la cooperativa maderera. Al fin y al cabo, tan sólo había estado ahí una temporada; probablemente, para todos seguía siendo un extraño en esa región.
Supo que la nueva casa de Lu estaba detrás de la mina de carbón, frente a la montaña, cerca del río, a unos tres o cuatro kilómetros; tenía que andar un buen rato. Rong le advirtió que en el distrito los funcionarios estaban haciendo correr el rumor de que Lu se había vuelto loco, que se había construido una chabola de cañas en el monte y ahora era vegetariano para cultivar las viejas recetas taoístas que preparaban la droga de la inmortalidad. Pero en las altas esferas, los viejos camaradas de Lu que volvieron a sus puestos y recuperaron sus antiguas funciones o que habían subido de escalafón pensaban que sin duda su entusiasmo revolucionario se había debilitado. Fue lo mismo que le dijo Lu cuando llegó a su casa.
– Ya no quiero ensuciarme más las manos, con esto tengo suficiente: una choza de caña, un jardín de bambúes púrpura, las verduras que planto y unos cuantos libros para leer sin prisas. No soy joven como tú, ya soy un viejo, así ocupo mi vida -le dijo Lu.
Por supuesto, la casa en que vivía Lu no era de caña, era una construcción de ladrillo que no se veía desde fuera. Si no se subía por la montaña de detrás de la mina de carbón, era imposible verla. Lu consiguió un dinero que daban para que los antiguos dirigentes se instalaran y lo empleó en aquella vivienda. El mismo había hecho los planos y vigiló la construcción que realizaron los campesinos. El suelo estaba cubierto de adoquines de piedra oscuros. En el dormitorio, tras apartar una losa móvil, había una entrada secreta a un paso subterráneo que llevaba a una pequeña casa de madera situada al borde del río, en el medio de un bosque de pinos. Lu había conseguido salvar la vida hasta entonces, pero era consciente de que en cualquier momento podía surgir algún complot contra él, era una de las cosas que había aprendido en su experiencia de vida.
Mandó que los campesinos trajeran la estela rota del templo en ruinas que había en la cima de la montaña y la colocó en la habitación principal, empotrada en la base de una pared. La inscripción estaba incompleta, pero aun así se podía leer la suerte y los sentimientos de aquel monje que construyó el templo: un pobre letrado vino a refugiarse a aquel lugar, después de participar en la rebelión de los Taiping, que también soñaron en construir una utopía y que, debido a los problemas internos y a las masacres, acabaron en la ruina.
En el dormitorio había un montón de libros: obras de lectura restringida que se entregaban sólo a los altos cargos del Partido, como la autobiografía de Tanaka Kakuei, el primer ministro japonés, o las Memorias de esperanza del general De Gaulle en tres volúmenes. También había una edición encuadernada a la antigua usanza del Compendio de materia médica -no sabía de qué año era aquella edición-, y además algunas selecciones de poesía clásica que habían vuelto a publicar.
– Me gustaría escribir algo. Ya tengo hasta el título: Crónica de un hombre de la montaña, ¿qué te parece? Pero no sé si seré capaz -le dijo Lu.
Rieron juntos. Un entendimiento tácito facilitaba esa relación de amistad y le permitió gozar de la protección de Lu durante los últimos años.