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– ¡Vamos a buscar algunos platos para poder beber bien!

Lu, que no era en absoluto vegetariano, lo llevó a la cantina de la mina. A la entrada del yacimiento, que estaba al pie de una colina, había unos ascensores; al lado se amontonaban las casas de los mineros. Era por la tarde, el momento en que acababa la jornada laboral. En la cantina que instalaron en un hangar cubierto de bambúes, los mineros hacían cola frente a las ventanillas con un gran tazón en la mano. Lu entró en la cocina. De pronto, una voz femenina lo llamó:

– ¡Profesor!

Una joven se volvió de entre los hombres negros de polvo. De inmediato reconoció a su antigua alumna Sun Huirong; iba vestida con una bata larga de campesina, pero todavía tenía unos ojos preciosos, aunque su cara y su cuerpo se habían redondeado. Entusiasmada, se precipitó hacia él.

– ¿Qué hace aquí?

No pudo contener su expresión de sorpresa e iba a dirigirse a ella cuando Lu salió de la cocina, lo empujó por el hombro y le dijo:

– ¡Vamos!

Obedeció instintivamente, era la costumbre desde que se colocó bajo su protección. No obstante, se volvió a mirarla. Leyó en la mirada de la muchacha, todavía más negra y profunda que antes, el miedo, el desconcierto, la desesperación y la humillación. Su boca se entreabrió como si quisiera decir algo, pero se quedó en silencio, como hechizada, con el tazón en la mano, fuera de la cola de los mineros. Todo el mundo la miraba.

– No mires hacia ella; esta puta se acuesta con todo el mundo, lo que provoca constantes peleas entre los trabajadores -dijo Lu en voz baja.

Todavía completamente confuso, intentaba seguir el paso de Lu, que continuó diciendo:

– Cuando consiguen la paga, estos diablos se gastan su dinero en acostarse con ella, lo que hace que las mujeres del pueblo estén que trinan. Ahora está trabajando en la estación de radio de la mina. Es mejor que no te acerques a ella; si intercambias dos palabras con esa muchacha, intentará seducirte y creerán que te has acostado con ella.

Media hora más tarde, Lu colocó los tazones y los palillos y sirvió el alcohol, mientras el cocinero de la cantina les traía los platos calientes en una bandeja tapada. Él no tenía ganas de beber; se arrepentía de no haberse parado a hablar un poco con Sun Huirong. Pero ¿qué le habría dicho?

Ella y tú pertenecíais a dos mundos diferentes, y aunque tu mundo también estaba muy mancillado, ella nunca conseguiría salir de la mina. Durante un instante ella olvidó la distancia que los separaba, olvidó su desgracia, su condición de puta a los ojos de los habitantes de la comarca; tú eras su profesor, ella no quería pedirte ayuda, quizá tampoco quería cambiar su situación. Durante un instante le invadió una gran inocencia, era un flechazo de chiquilla, la alegría le había hecho perder la cabeza; luego, de repente, una severa advertencia le hizo volver en sí. Esa herida que le habías provocado te haría sufrir; durante mucho tiempo no pudiste perdonarte esa debilidad.

Por la noche, acostado en la habitación del paso secreto, escuchaste el agua del manantial que corría detrás de la ventana y las ráfagas de viento que atravesaban el bosque de pinos. Al día siguiente, muy temprano, atravesaste de nuevo el río y tomaste el primer autobús para volver a la cabeza de distrito.

Habías tomado fotografías de Sun Huirong, la ayudabas a maquillarse y a ponerse el lápiz de labios, eran de antes de que se quedara en la brigada de producción. Estas fotografías eran de la representación de la obra que hicieron los alumnos del equipo de propaganda del pensamiento de Mao Zedong. Ella interpretaba el papel de la heroína Aqing, que luchaba contra el ejército de los bandidos que defendían a los japoneses en la ópera modelo revolucionaria. Los del departamento de enseñanza del distrito habían dado la orden, en el marco del plan general de educación, de que los alumnos aprendieran a cantar las óperas revolucionarias en las clases de música. Ella era la que tenía mejor voz. Ahora tendrá algún hombre, o seguirá prostituyéndose en aquella mina de gestión colectiva campesina, imposible saberlo.

Después de salir del país, cuando las autoridades precintaron el apartamento que ocupabas, se incautaron también de aquellas fotografías, junto con tus libros y manuscritos.

Antes de salir de China, otro de tus alumnos de aquella época, que ya trabajaba después de haber obtenido su diploma de universidad, vino a verte a Beijing, aprovechando un viaje para una misión. Le preguntaste por Lu. Él te dijo que había muerto. ¿De qué?, preguntaste. De enfermedad, según había oído.

Nunca viste a la esposa de Lu. Te dijo que era profesora en una escuela normal de la región, pero que estaba de baja, ya que tenía problemas mentales. Vivía con su hija. Quizá fuera un pretexto para protegerse, para evitar que la implicaran. Además, una mujer quizá no habría conseguido vivir en aquella ermita.

Después soñaste: en aquel burgo, las casas no se tocaban, no estaban alineadas a lo largo de la pequeña calle ni de las otras callejuelas, los lugares estaban vacíos, todas las casas estaban dispersas. La escuela se encontraba en la cima de una colina, las puertas y las ventanas estaban abiertas de par en par, todo estaba vacío. Ibas a ver a Lu, su casa era rústica, estaba aislada y en la puerta había una cadena de hierro. Era por la tarde, los rayos del sol oblicuo iluminaban las paredes de tierra amarilla, no sabías qué hacer, debías verlo para que te ayudara a salir de aquel lugar, no querías vivir en la escuela vacía hasta el fin de tus días. Te dieron la orden de que te ocuparas de la escuela, debías corregir sin parar los cuadernos de los alumnos, no tenías tiempo ni de pensar en tu situación, y ni siquiera sabías qué tenías que pensar. De pie, delante del muro, mirando el candado de la puerta, escuchabas el viento que se levantaba en los arrozales de detrás de ti, donde sólo quedaban los rastrojos después de la cosecha de otoño…

53

La primera vez que vio desde tan cerca al gran hombre fue en la plaza Tiananmen, entre el Palacio Imperial y la puerta Qianmen, detrás del monumento a los héroes del pueblo, en el mausoleo de hormigón armado recién construido que, según decían, era capaz de resistir un bombardeo nuclear y un terremoto de intensidad nueve. En el féretro de cristal, la cabeza de Mao era realmente enorme; a pesar del maquillaje, se veía claramente que estaba hinchada. Estaba a cinco metros de él. Se puso en la fila y sólo pudo detenerse dos o tres segundos frente al cuerpo; un sentimiento amorfo se apoderó de su corazón.

Sintió que podría decirle muchas cosas a ese hombre, claro que no al cadáver del dirigente del pueblo en su ataúd de cristal, sino al Mao que iba vestido con un albornoz, que acababa de salir de la cama con alguna amante, o de la piscina. No era grave que un dirigente de tal nivel tuviera amantes, no era una equivocación importante. Sólo quería decirle a ese viejo que se había quitado su traje militar de comandante supremo y que había dejado la máscara de dirigente: Como hombre, usted ha tenido una vida llena, desde luego ha sido original. De hecho, hasta se podría decir que usted es un superhombre: ha dominado China con éxito, su sombra continúa cubriendo todavía hoy a más de mil millones de chinos, su influencia sigue siendo enorme y se extiende por todo el mundo, inútil negarlo. Podía matar a quien le viniera en gana, pero no podía obligar a que alguien repitiera lo que usted había dicho -eso es lo que le hubiera gustado decir a Mao.

También quería decirle que aunque la historia podía borrarse, él en aquella época tuvo que decir lo que Mao quiso que dijera; por eso, no conseguía borrar el odio que sentía personalmente hacia él. Más tarde, se diría a sí mismo: mientras Mao permanezca idolatrado como dirigente, emperador o dios, no volvería a este país. Poco a poco, ha ido teniendo claro que ningún hombre podía someter la voluntad de otro, a no ser que éste consintiera.

Finalmente, también quería decirle que se puede estrangular a un hombre, pero que, sea cual sea su debilidad, no se puede estrangular su dignidad. Si el hombre es hombre es porque posee un mínimo de dignidad personal que nadie puede aniquilar. Aunque el hombre sea como un gusano, sabemos que este insecto tiene su dignidad; si lo aplastamos, antes de morir puede hacerse el muerto, debatirse, intentar huir, y la dignidad del insecto no se puede destruir. Se elimina a un hombre como si fuera una brizna de paja, pero ¿alguna vez hemos visto a una brizna de paja intentar salvar su vida en el momento en que la van a cortar? Sin duda el hombre no es como la brizna de paja, pero lo que quiere demostrar es que, aparte de la vida, el hombre también posee su dignidad.