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Badri puso de nuevo la expresión extraña y abstraída, como si estuviera considerando la respuesta.

– No -dijo, y se desplomó sobre la consola.

3

Oyó la campana mientras pasaba. Parecía débil y metálica, como la música ambiental que sonaba en la High en Navidad. Se suponía que la sala de control estaba insonorizada, pero cada vez que alguien abría la puerta de la antesala percibía el débil y espectral sonido de los villancicos.

La doctora Ahrens había llegado primero, y luego el señor Dunworthy, y las dos veces Kivrin estuvo convencida de que habían ido a decirle que no iba a hacer el viaje, después de todo. La doctora Ahrens casi había cancelado el lanzamiento en el hospital, cuando la vacuna antiviral de Kivrin se le inflamó en una gigantesca ampolla roja en la parte interior del brazo.

– No vas a ir a ninguna parte hasta que la hinchazón desaparezca -había dicho la doctora, y se negó a darle de alta. A Kivrin todavía le picaba el brazo, pero no estaba dispuesta a decírselo a la doctora Ahrens, porque ella bien podría decírselo al señor Dunworthy, quien estaba horrorizado desde que descubrió que iba a hacer el viaje.

Hace dos años le dije que quería ir, pensó Kivrin. Habían transcurrido dos años, y cuando el día anterior fue a mostrarle su disfraz, él todavía intentaba convencerla de lo contrario.

– No me gusta la forma en que Medieval está dirigiendo este lanzamiento -dijo-. Y aunque estuvieran tomando las precauciones adecuadas, una joven no tiene nada que hacer sola en la Edad Media.

– Todo está previsto -le dijo ella-. Soy Isabel de Beauvrier, hija de Gilbert de Beauvrier, un noble que vivió en el East Riding de 1276 a 1332.

– ¿Y qué está haciendo la hija de un noble en el camino de Oxford a Bath, sola?

– No lo estaba. Iba con mis sirvientes, camino de Evesham, para recoger a mi hermano, que está enfermo en el monasterio de allí, cuando fuimos asaltados por ladrones.

– Por ladrones -asintió ella, impaciente-, y transmisores de enfermedades, y caballeros bandidos, y otra gentuza peligrosa. ¿Es que no había personas agradables en la Edad Media?

– Todos estaban muy ocupados quemando a las brujas en la hoguera.

Ella decidió que sería mejor cambiar de tema.

– He venido a mostrarle mi disfraz -dijo, volviéndose despacio para que él observara su saya azul y la capa forrada de piel blanca-. Durante el lanzamiento llevaré el cabello suelto.

– No tienes nada que hacer vestida de blanco en la Edad Media -dijo él-. Sólo te ensuciarás.

Él no se mostró más optimista esta mañana. Paseaba por la estrecha zona de observación como un padre expectante. Ella estuvo preocupada toda la mañana, temiendo que de repente interrumpiera todo el proceso.

Había habido retrasos y más retrasos. El señor Gilchrist tuvo que repetirle una y otra vez cómo funcionaba el grabador, como si fuera una estudiante de primer curso. Nadie tenía fe en ella, excepto tal vez Badri, e incluso él fue enloquecedoramente cuidadoso, midiendo y volviendo a medir la zona de la red y borrando en una ocasión toda una serie de coordenadas que tuvo que volver a introducir.

Kivrin pensaba que nunca llegaría el momento de colocarse en posición, y después de haberlo hecho, fue aún peor, tendida allí con los ojos cerrados, preguntándose qué sucedía. Latimer le dijo a Gilchrist que le preocupaba la forma ortográfica del nombre que habían escogido, como si la gente de aquella época supiera leer, ¡cómo iba a importarles la ortografía! Montoya se acercó y le dijo la forma de identificar Skendgate por sus frescos del Juicio Final en la iglesia, algo que había dicho a Kivrin al menos una docena de veces antes.

Alguien, le parecía que Badri porque era el único que no le daba instrucciones, se inclinó y le movió un poco el brazo hacia el cuerpo, y le tiró de la falda. El suelo estaba duro, y algo se le clavaba en el costado, justo por debajo de las costillas. El señor Gilchrist dijo algo, y la campana empezó a sonar de nuevo.

Por favor, por favor, pensó Kivrin, al tiempo que se preguntaba si la doctora Ahrens había decidido de pronto que necesitaba otra vacuna o si Dunworthy se había marchado corriendo a la Facultad de Historia y conseguido cambiar el baremo de nuevo a diez.

Fuera quien fuese debía de tener la puerta abierta, pues aún oía la campana, aunque no lograba identificar la canción. No se trataba de una canción. Era un lento y firme tañido que se detenía y continuaba, y Kivrin pensó, lo he conseguido.

Yacía sobre el costado izquierdo, con las piernas torpemente extendidas como si hubiera sido derribada por los hombres que la habían asaltado, el brazo cubriéndole a medias la cara para protegerse del golpe que le había manchado el rostro de sangre. La posición del brazo debería permitirle abrir los ojos sin ser vista, pero no los abrió todavía. Permaneció inmóvil, intentando escuchar.

A excepción de la campana, no había ningún otro sonido. Si se encontraba tendida en una carretera del siglo XIV, tendría que haber pájaros y ardillas, al menos. Probablemente su súbita aparición o el halo de la red, que dejaba en el aire durante varios minutos partículas parecidas a escarcha, los había hecho enmudecer.

Tras un largo minuto, un pájaro trinó, y luego otro. Algo se movió cerca, se detuvo y volvió a moverse. Una ardilla del siglo XIV o un ratón de campo. Hubo un movimiento más leve, probablemente el viento en las ramas de los árboles, aunque no notaba ninguna brisa en el rostro, y en lo alto, desde muy lejos, el distante sonido de la campana.

Se preguntó por qué doblaba. Podía estar llamando a vísperas. O a maitines. Badri le había advertido que no sabía cuánto deslizamiento habría. Había querido retrasar el lanzamiento mientras hacía una serie de comprobaciones, pero el señor Gilchrist aseguró que Probabilidad había predicho un deslizamiento medio de seis coma cuatro horas.

Kivrin no sabía a qué hora había llegado. Eran las once menos cuarto cuando salió de la sala de preparación (había visto a la señora Montoya mirar su digital y le preguntó qué hora era), pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado después. Le habían parecido horas.

El lanzamiento estaba previsto para mediodía. Si había saltado según lo previsto y Probabilidad tenía razón en lo del deslizamiento, debían de ser las seis de la tarde, lo cual era demasiado tarde para vísperas. Y por cierto, ¿por qué seguía doblando la campana?

Podía estar llamando a misa, o a un funeral o una boda. Las campanas repicaban casi constantemente en la Edad Media, para avisar de invasiones o incendios, para ayudar a un niño perdido a encontrar el camino de vuelta a la aldea, incluso para detener tormentas. Podía estar sonando por cualquier motivo.

Si el señor Dunworthy se encontrara aquí, estaría convencido de que se trataba de un funeral. «La esperanza de vida en el siglo XIV era de treinta y ocho años -le había dicho-, y sólo llegabas a esta edad si sobrevivías al cólera, la viruela y la gangrena; y si no comías carne podrida o bebías agua contaminada o te atropellaba un caballo. O te quemaban en la hoguera por bruja.»

O si te mueres congelada, pensó Kivrin. Empezaba a sentirse aterida, aunque sólo llevaba allí tendida un ratito. Fuera lo que fuese lo que la pinchaba en el costado, le había atravesado las costillas y le hería el pulmón. El señor Gilchrist le había indicado que permaneciera tendida durante varios minutos y luego se levantara tambaleándose, como si recuperara el sentido. A Kivrin le pareció que varios minutos no era suficiente, teniendo en cuenta la valoración que Probabilidad había hecho del número de personas en la carretera. Seguro que pasarían bastantes minutos antes de que un viajero pasara por allí, y ella no estaba dispuesta a renunciar a la ventaja que le proporcionaría el hecho de parecer inconsciente.