Kivrin se encontraba en el fondo de una depresión. La carretera se extendía empinada en ambas direcciones y, en lo que parecía ser el norte, los árboles se detenían a mitad de la colina. Kivrin se volvió y miró atrás. Desde allí distinguió la carreta, una leve mancha azul, pero nadie la descubriría. La carretera se hundía en los bosques a cada lado, y se estrechaba, convirtiéndola en un punto perfecto para el acecho de ladrones y asesinos.
Era el lugar adecuado para dar credibilidad a su historia, pero nunca la verían al pasar por la estrecha carretera, y si llegaban a ver la pequeña mancha azul, pensarían que era alguien que esperaba para asaltarlos y espolearían a sus caballos para huir.
A Kivrin se le ocurrió de repente que, acechando entre los matorrales, parecía más un asesino que una doncella inocente que acababa de ser golpeada en la cabeza.
Salió a la carretera y se llevó la mano a la sien.
– ¡Socorredme, pues me hallo en gran necesidad! -exclamó.
Se suponía que el intérprete traduciría automáticamente lo que dijera en inglés medio, pero el señor Dunworthy había insistido en que memorizara sus primeras palabras. Latimer y ella habían trabajado en la pronunciación toda la tarde del día anterior.
– ¡Socorredme, pues he sido robada por unos alevosos villanos!
Pensó en tenderse en el camino, pero ahora que estaba al descubierto comprendió que era aún más tarde de lo que pensaba, casi la puesta de sol, y si quería ver qué había más allá de la colina, era mejor que no se retrasara. Pero primero tenía que marcar su punto de encuentro con algún tipo de señal.
No había nada distintivo en los sauces que flanqueaban la carretera. Buscó una piedra para colocarla en un lugar desde donde pudiera ver la carreta, pero no encontró ninguna entre los matorrales situados al borde del camino. Finalmente, volvió a abrirse paso entre la maleza, enganchándose el cabello y la capa en las ramas de los sauces, cogió el pequeño cofre que era copia del que había en el Ashmolean, y volvió con él al borde de la carretera.
No era perfecto (era lo bastante pequeño para que alguien que pasara se lo llevara), pero sólo iba a llegar a la cima de la colina. Si decidía dirigirse a la aldea más cercana, volvería y haría una señal más permanente. Y pronto no pasaría nadie. Los empinados lados de los surcos estaban congelados, las hojas no habían sido tocadas, y la capa de hielo de los charcos estaba intacta. No había pasado nadie por la carretera en todo el día, tal vez en toda la semana.
Disimuló el cofre con hierbas y empezó a subir la colina. La carretera, a excepción del congelado barrizal del fondo, era más lisa de lo que Kivrin esperaba, y plana, lo cual significaba que los caballos la usaban bastante a pesar de su aspecto desierto.
Fue una escalada fácil, pero Kivrin se sintió agotada antes de haber dado unos pocos pasos, y la sien empezó a latirle de nuevo. Esperaba que sus síntomas de desplazamiento temporal no empeoraran: comprobó que estaba muy lejos de ninguna parte. O tal vez se trataba sólo de una ilusión. Todavía no había «asegurado su emplazamiento temporal exacto», y el camino, el bosque, no contenían nada que indicara con seguridad que se trataba de 1320.
Los únicos signos de civilización eran aquellos surcos, que significaban que podía estar en cualquier época después de la invención de la rueda y antes de las carreteras asfaltadas, y tal vez ni siquiera eso. Había caminos exactamente igual que éste apenas a diez kilómetros de Oxford, amorosamente conservados por el Fondo Nacional para los turistas americanos y japoneses.
Tal vez no hubiera viajado a ningún sitio, y al otro lado de la colina encontraría la Ml o la excavación de la señora Montoya, o una instalación de Iniciativa de Defensa Estratégica. Odiaría certificar mi emplazamiento temporal siendo atropellada por una bicicleta o un automóvil, pensó, y se colocó torpemente junto a la carretera. Pero si no he ido a ninguna parte, ¿por qué tengo este horrible dolor de cabeza y siento que no puedo dar ni un paso más?
Llegó a la cima de la colina y se detuvo, sin aliento. No había necesidad de apartarse del camino. Ningún coche lo había recorrido todavía. Ni ningún caballo o carreta tampoco. Y se encontraba, como había pensado, muy lejos de cualquier lugar. Allí no había árboles, y veía a kilómetros de distancia. El bosque donde se encontraba la carreta estaba a mitad de la colina y se extendía al sur y al oeste. Si Kivrin hubiera aparecido más al interior del bosque, se habría perdido.
También había árboles al este, siguiendo un río del que vislumbraba ocasionales destellos azules y plateados (¿el Támesis?, ¿el Cherwell?), y un bosquecillo de árboles salpicando todo el paisaje intermedio, más árboles de los que había creído que pudieran existir en Inglaterra. El Libro del Día del Juicio Final de 1086 informaba que sólo el quince por ciento de la tierra era bosque, y Probabilidad había calculado que las tierras despejadas para crear prados y asentamientos lo habrían reducido al doce por ciento en el siglo XIV. Ellos, o los hombres que habían escrito el Libro del Día del Juicio Final, habían subestimado las cifras. Había árboles por todas partes.
Kivrin no vio ninguna aldea. Los bosques estaban pelados, las ramas grises y negras a la luz del ocaso, y debería poder ver las iglesias y mansiones a través de ellos, pero no avistó nada que pareciera una población.
Pero tenía que haber asentamientos, porque había prados, y estrechas franjas valladas que eran claramente medievales. Unas ovejas pastaban en uno de los prados, y eso también era medieval, pero no pudo ver a nadie cuidándolas. Al este, a lo lejos, había una mancha cuadrada gris que tenía que ser Oxford. Entornando los ojos, Kivrin casi distinguió las paredes y la forma achaparrada de la torre de Carfax, aunque no veía ningún indicio de las torres de St. Frideswide's o de Osney con la escasa luz.
Decididamente, estaba oscureciendo. El cielo era de un pálido azul violeta con una pincelada de rosa cerca del horizonte occidental, y no se sorprendió porque mientras contemplaba seguía oscureciendo.
Kivrin se persignó y cruzó las manos en una oración, acercando los dedos a su rostro.
– Bien, señor Dunworthy, aquí estoy. Al parecer me encuentro en el lugar adecuado, más o menos. No estoy justo en la carretera de Oxford a Bath, sino a unos quinientos metros al sur, en un camino lateral. Diviso Oxford. Queda a unos quince kilómetros de distancia.
Dio su estimación de la estación y la hora del día que era, y describió lo que le parecía ver, y luego se detuvo y se cubrió el rostro con las manos. Debería decir al Libro del Día del Juicio Final lo que pretendía hacer, pero estaba desorientada. Tendría que haber una docena de aldeas en la llanura al oeste de Oxford, pero no veía ninguna, aunque los terrenos cultivados que les pertenecían estaban allí, y también la carretera.
No había nadie en el camino, que se curvaba al otro lado de la colina y desaparecía inmediatamente en un denso bosquecillo, pero un kilómetro más allá estaba la carretera donde debería haberla dejado el lanzamiento, ancha y lisa y verde claro, a la que este camino conducía claramente. Por lo que alcanzaba a ver, no había nadie en la carretera tampoco.
A la izquierda, a mitad de camino de Oxford, atisbo un movimiento distante, pero sólo se trataba de una fila de vacas que volvía a casa ante un puñado de árboles que debían de ocultar una aldea. No era la aldea que la señora Montoya quería que buscara: Skendgate se encontraba al sur de la carretera.
A menos que estuviera en un lugar completamente equivocado, lo cual no era el caso. Oxford se encontraba definitivamente al este, y el Támesis se curvaba al sur, dirigiéndose a lo que tenía que ser Londres, pero nada de eso le indicaba dónde quedaba la aldea. Podía estar entre este lugar y la carretera, alejada de la vista, o al otro lado, o en otro camino o sendero lateral. No había tiempo de comprobarlo.