– Roche, por favor, bajad las piernas -rogó, apoyándose en las rodillas con todas sus fuerzas-. Tengo que abrir el furúnculo de la peste.
No le respondió. No estaba segura de que él pudiera contestar, de que sus músculos no se estuvieran contrayendo solos, como había hecho el clérigo, pero no podía esperar a que el espasmo pasara, si se trataba de eso. Podía reventar en cualquier momento.
Se retiró un instante y luego se arrodilló junto a sus pies, e introdujo la mano entre sus piernas dobladas, sujetando el cuchillo. Roche gimió; Kivrin bajó un poco el cuchillo y lo hizo avanzar despacio, con cuidado, hasta que tocó la buba.
La patada la alcanzó de lleno en las costillas y la derribó. Soltó el cuchillo, que resbaló ruidosamente sobre el suelo de piedra. La patada la dejó sin aliento, y Kivrin permaneció allí tendida, jadeando en busca de aire. Intentó sentarse. El dolor le acuchillaba el costado derecho, y cayó hacia atrás, sujetándose las costillas.
Roche gritaba, un sonido largo e imposible, como un animal torturado. Kivrin rodó lentamente sobre el costado izquierdo, apretándose las costillas, para poder verlo. El se mecía adelante y atrás como un niño, sin dejar de gritar, con las piernas encogidas protectoramente contra el pecho. No pudo ver la buba.
Kivrin intentó levantarse, apoyando la mano en el suelo hasta que quedó sentada a medias, y luego tanteó hasta que consiguió arrodillarse. Gritó, débiles gemidos que se perdían entre los gritos de Roche. Seguramente le había roto varias costillas. Escupió sobre la mano, temiendo ver sangre.
Cuando por fin consiguió arrodillarse, se sentó sobre los pies durante un minuto, intentando contener el dolor.
– Lo siento -susurró-. No pretendía haceros daño.
Avanzó de rodillas hacia él, usando la mano derecha para sostenerse. El esfuerzo la hizo respirar más profundamente, y cada inspiración le apuñalaba el costado.
– Tranquilo, Roche -susurró-. Ya voy. Ya voy.
Él levantó las piernas espasmódicamente ante el sonido de su voz, y Kivrin se retiró a un lado, colocándose entre él y la pared, fuera de su alcance.
Al darle la patada, había derribado una de las velas de Santa Catalina, que ahora yacía en un charquito amarillo junto al sacerdote, todavía ardiendo.
Kivrin la enderezó y le puso la mano en el hombro.
– Shh, Roche -dijo-. Tranquilo. Estoy aquí.
Él dejó de gritar.
– Lo siento -murmuró Kivrin, inclinándose sobre él-. No quería haceros daño. Sólo intentaba abrir la buba.
Roche levantó las rodillas con más ímpetu que antes. Kivrin cogió la vela roja y la sostuvo sobre su trasero desnudo. Veía la buba, negra y dura a la luz de la vela. No la había perforado. Levantó más la vela, intentando ver adonde había ido a parar el cuchillo. Se había perdido en dirección a la tumba. Extendió la vela, esperando distinguir un destello metálico. No vislumbró nada.
Empezó a levantarse, moviéndose con mucho cuidado para protegerse del dolor, pero a mitad de camino la asaltó, y ella gritó y se inclinó adelante.
– ¿Qué pasa? -preguntó Roche. Había abierto los ojos y tenía un poco de sangre en la comisura de los labios. Kivrin se preguntó si se habría mordido la lengua al gritar-. ¿Os he hecho daño?
– No -contestó ella, y volvió a arrodillarse a su lado-. No, no me habéis hecho daño -le limpió los labios con la manga de la pelliza.
– Debéis… -empezó él, y cuando abrió la boca brotó más sangre. Tragó saliva-. Debéis decir las oraciones para los muertos.
– No. No moriréis -volvió a limpiarle la boca-. Pero he de perforaros la buba antes de que reviente.
– No -respondió él, y Kivrin no supo si quería decir que no lo hiciera o que no se marchara. El sacerdote apretaba los dientes, y entre ellos manaba sangre.
Kivrin se sentó, con cuidado para no gritar, y le apoyó la cabeza en su regazo.
– Requiem aeternam dona eis -Roche emitió un sonido borboteante, le alzó la cabeza, colocó debajo la capa púrpura, y le secó la boca y la barbilla con la pelliza. Estaba empapada en sangre. Extendió la mano para coger su alba.
– No -dijo él.
– No me iré. Estoy aquí.
– Rezad por mí -pidió, y trató de unir las manos sobre el pecho-. Rec… -se atragantó con la palabra que intentaba pronunciar, que terminó en un sonido borboteante.
– Requiem aeternam -rezó Kivrin. Cruzó las manos-. Requiem aeternam dona eis, Domine.
– Et lux…
La vela roja se apagó y la iglesia se llenó del penetrante olor a humo. Kivrin se volvió hacia las otras velas. Sólo quedaba una encendida, la última de las velas de cera de lady Imeyne, casi consumida ya.
– Et lux perpetua.
– Luceat eis -prosiguió Roche. Se detuvo y trató de lamerse los labios ensangrentados. Tenía la lengua hinchada y rígida-. Dies irae, dies illa -deglutió de nuevo e intentó cerrar los ojos.
– No le hagas sufrir más -susurró ella en inglés-. Por favor. No es justo.
– Beata -le pareció que decía, y Kivrin intentó pensar la siguiente línea, pero no comenzaba con «bendita».
– ¿Qué? -preguntó, inclinándose.
– En los últimos días -dijo, con la voz nublada por la lengua hinchada.
Kivrin se acercó más.
– Temía que Dios nos olvidara por completo -jadeó él.
Y lo ha hecho, pensó Kivrin. Le limpió la boca y la barbilla con la punta de la pelliza. Lo ha hecho.
– Pero en Su gran misericordia no nos olvidó -volvió a deglutir-. Envió a Su santa para que viviera entre nosotros.
Levantó la cabeza y tosió, y la sangre los manchó a ambos, empapando el pecho de él y las rodillas de Kivrin. Ella la frotó frenéticamente, intentando detenerla, intentando levantarle la cabeza, y no pudo ver nada entre las lágrimas.
– Y no sirvo de nada -se lamentó.
– ¿Por qué lloráis?
– Me salvasteis la vida, y yo no puedo hacer nada para salvar la vuestra -contestó, la voz prendida en un sollozo.
– Todos los hombres deben morir -dijo Roche-, y nadie, ni siquiera Cristo, tiene poder para salvarlos.
– Lo sé.
Kivrin se llevó la mano al rostro, intentando contener el llanto. Las lágrimas se acumularon en su mano y cayeron goteando sobre el cuello de Roche.
– Sin embargo, me habéis salvado -suspiró él, y su voz sonó más clara-. Del miedo -inspiró, borboteando-. Y de la falta de fe.
Kivrin se secó las lágrimas con el dorso de la mano y cogió la del padre Roche. La sintió fría, ya rígida.
– Soy el más bendito de los hombres por teneros aquí conmigo -murmuró él, y cerró los ojos.
Kivrin se movió un poco para apoyar la espalda contra la pared. Fuera estaba oscuro, no entraba luz ninguna por las estrechas ventanas. La vela de lady Imeyne borboteó y luego prendió otra vez. Kivrin movió la cabeza de Roche para que no le lastimara las costillas. El sacerdote gimió y sacudió la mano como para liberarse de la de Kivrin, pero ella le sujetó. La vela aleteó, adquiriendo un súbito brillo, y los dejó sumidos en la oscuridad.
Creo que no conseguiré volver, señor Dunworthy. Roche me ha dicho dónde está el lugar, pero me he roto algunas costillas, creo, y todos los caballos han desaparecido. Me parece que no podré montar el burro de Roche sin silla.