– ¿Qué? -dijo Colin-. ¿Vamos?
Era la única aldea visible, si era una aldea, y no parecía estar a más de un kilómetro de distancia. Si no era Skendgate, al menos estaba en la dirección adecuada, y si tenía una de las «características distintivas» de Montoya, podrían usarla para decidir dónde se hallaban.
– No te apartes de mi lado y no hables con nadie, ¿me entiendes?
Colin asintió, aunque estaba claro que no le escuchaba.
– Creo que la carretera está por aquí -dijo, y corrió al otro lado de la colina.
Dunworthy le siguió, intentando no pensar cuántas aldeas había, el poco tiempo que les quedaba, lo cansado que se sentía después de sólo una colina.
– ¿Cómo convenciste a William para que te inyectaran la estreptomicina? -preguntó cuando alcanzó a Colin.
– Me pidió el número de médico de tía Mary para poder falsificar las autorizaciones. Estaba en su maletín.
– ¿Y te negaste a dárselo a menos que accediera?
– Sí, y además le amenacé con contarle a su madre lo de sus novias -contestó el niño, y de nuevo echó a correr.
El camino que había visto era un sendero vallado. Dunworthy se negó a atravesar el campo que rodeaba.
– Debemos ceñirnos a los caminos -dijo.
– Por aquí es más rápido -protestó Colin-. No nos perderemos. Tenemos el localizador.
Dunworthy se negó a discutir. Continuó adelante, buscando un giro. Los estrechos campos daban paso a bosques y el camino se dirigía al norte.
– ¿Y si no hay un camino a la aldea? -preguntó Colin después de medio kilómetro, pero a la siguiente curva lo encontraron.
Era más estrecho que el anterior, y nadie lo había surcado desde la nevada. Avanzaron a trancas y barrancas, hundiendo los pies en la capa de hielo a cada paso. Dunworthy intentó ansiosamente divisar la aldea, pero el bosque era demasiado denso.
La nieve los obligaba a avanzar despacio y ya se había quedado sin aliento. La tensión en su pecho era como una correa de hierro.
– ¿Qué haremos cuando lleguemos allí? -preguntó Colin, avanzando sin esfuerzo sobre la nieve.
– Tú te quitas de en medio y me esperas. ¿Queda claro?
– Sí. ¿Está seguro de que éste es el camino correcto?
Dunworthy no estaba seguro de nada. El camino se curvaba hacia el oeste, apartándose del lugar donde creía que se encontraba la aldea, y por delante volvía a curvarse hacia el norte. Escrutó ansiosamente los árboles, intentando así avistar un destello de piedra o un techo de paja.
– Estoy seguro de que la aldea no estaba tan lejos -añadió Colin, frotándose los brazos-. Llevamos horas caminando.
No era tanto, pero sí al menos una hora, y no habían llegado siquiera a una choza, mucho menos a un aldea. Había varias, ¿pero dónde?
Colin sacó su localizador.
– Mire -indicó a Dunworthy la lectura-. Nos hemos desviado demasiado al sur. Creo que deberíamos volver al otro camino.
Dunworthy miró la lectura y luego el mapa. Estaban al sur del lugar de llegada, a más de tres kilómetros de distancia. Tendrían que desandar casi todo el camino, sin esperanza ninguna de encontrar a Kivrin en ese tiempo, y al final, no estaba seguro de poder llegar más lejos. Ya se sentía agotado, la tensión en su pecho aumentaba a cada paso, y sentía un brusco dolor en las costillas. Se giró y contempló la curva que tenían delante, intentando decidir qué debían hacer.
– Se me están congelando los pies -protestó Colin. Pisoteó la nieve y un pájaro salió volando, asustado. Dunworthy alzó la cabeza y frunció el ceño. El cielo se estaba nublando.
– Tendríamos que haber seguido ese sendero -se quejó Colin-. Habría sido mucho más…
– Calla.
– ¿Qué pasa? ¿Viene alguien?
– Shh -susurró Dunworthy. Retrocedió con Colin al borde del camino y volvió a prestar atención. Le había parecido oír un caballo, pero ahora no percibía nada. Tal vez había sido el pájaro.
Condujo a Colin detrás de un árbol.
– Quédate aquí -susurró, y se arrastró hasta que divisó la curva.
El caballo negro estaba atado a un matorral. Dunworthy retrocedió rápidamente hasta un grupo de abetos y se quedó quieto, intentando ver al jinete. No había nadie en el camino. Esperó, tratando de acallar su propia respiración para atender cualquier ruido, pero no vino nadie, y no captaba más que los pasos del caballo.
Estaba ensillado y la brida estaba repujada de plata, pero parecía delgado: las costillas se le marcaban contra la cincha, que estaba suelta, y la silla se ladeó un poco mientras el animal retrocedía. El caballo agitó la cabeza, tirando enérgicamente de las riendas. Era evidente que intentaba liberarse, y cuando Dunworthy se acercó descubrió que no estaba atado, sino enganchado en las zarzas.
Salió al camino. El caballo volvió la cabeza hacia él y empezó a relinchar salvajemente.
– Tranquilo, tranquilo -murmuró, acercándose con cuidado a su flanco izquierdo. Le puso la mano en el cuello, y el caballo dejó de relinchar y empujó a Dunworthy con el hocico, buscando comida.
Él buscó hierba entre la nieve, pero la zona alrededor del matorral estaba casi pelada.
– ¿Cuánto tiempo llevas atrapado aquí, amigo? -preguntó. ¿Había caído su jinete alcanzado por la plaga mientras cabalgaba, o había muerto, y el caballo había echado a correr, presa del pánico, hasta que las riendas se quedaron enganchadas en los matorrales?
Se internó un poco en el bosque, buscando huellas, pero no encontró ninguna. El caballo empezó a relinchar de nuevo, y Dunworthy regresó a liberarlo, arrancando de paso las briznas de hierba que asomaban entre la nieve.
– ¡Un caballo! ¡Apocalíptico! -exclamó Colin, que se acercó corriendo-. ¿Dónde lo ha encontrado?
– Te dije que te quedaras donde estabas.
– Lo sé, pero oí relinchar al caballo, y pensé que tal vez tenía problemas.
– Razón de más para que me obedecieras -le tendió la hierba a Colin-. Dale de comer esto.
Se inclinó sobre el matorral y cogió las riendas. En sus esfuerzos por liberarse, el caballo había retorcido las riendas alrededor de las zarzas. Dunworthy tuvo que retirar las ramas con una mano y extender la otra para desatarlas. Se llenó de arañazos en cuestión de segundos.
– ¿De quién es este caballo? -preguntó Colin, mientras ofrecía al animal un puñado de hierba desde una distancia de varios pasos. El caballo, hambriento, intentó morderla y Colin saltó hacia atrás-. ¿Está seguro de que es manso?
Dunworthy acababa de hacerse un profundo corte cuando el caballo se abalanzó hacia la hierba, pero logró liberar la rienda. Se la envolvió en la mano sangrante y cogió la otra.
– Sí -dijo.
– ¿De quién es este caballo? -repitió Colin, acariciándole tímidamente el hocico.
– Nuestro -tensó la cincha y aupó a Colin tras la silla, pese a sus protestas, luego montó él.
El caballo, sin advertir todavía que estaba libre, volvió la cabeza con aire acusador cuando Dunworthy lo espoleó amablemente, pero luego comenzó a trotar por el camino nevado, feliz de encontrarse libre.
Colin se agarró con fuerza a la cintura de Dunworthy, justo donde le dolía, pero cuando avanzaron un centenar de metros se enderezó y preguntó:
– ¿Cómo lo guía? ¿Y si quiere que vaya más rápido?
No tardaron nada en llegar a la carretera principal. Colin quería volver al sendero y cortar a campo través, pero Dunworthy hizo girar al caballo hacia el otro lado. La carretera se bifurcaba un kilómetro más allá, y tomó por el camino de la izquierda.
Parecía más transitado que el primero, aunque el bosque al que conducía era aún más tupido. El cielo estaba ahora completamente nublado y empezaba a soplar viento.