Dunworthy miró la cuerda y la maraña de pelo. Estaba tan sucio que apenas era rubio.
– Apuesto a que los arrastraron hasta el patio de la iglesia porque no podían con ellos -añadió Colin.
– ¿Dejaste al caballo en el cobertizo?
– Sí. Lo até a una viga. Quería venir conmigo.
– Tiene hambre. Vuelve al cobertizo y dale un poco de heno.
– ¿Ha pasado algo? No estará sufriendo una recaída, ¿verdad?
Dunworthy no creía que Colin distinguiera el vestido azul desde donde se encontraba.
– No -respondió-. Debe de haber algo de heno en el granero. O avena. Ve a darle de comer al caballo.
– Muy bien -dijo Colin, a la defensiva, y corrió hacia el cobertizo. Se detuvo a mitad del prado-. No tengo que darle el heno, ¿verdad? -gritó-. ¿Puedo ponerlo en el suelo delante de él?
– Sí -dijo Dunworthy, mirándose la mano. Había sangre en la mano de la mujer también, y en el interior de su muñeca. Tenía el brazo doblado, como si hubiera intentado detener la caída. Dunworthy podía cogerla y darle la vuelta fácilmente. Sólo tenía que cogerla del codo.
Le levantó la mano. Estaba rígida y fría. Bajo la suciedad estaba roja y agrietada, con la piel levantada en una docena de sitios. No podía ser de Kivrin, y si lo fuera, ¿qué había vivido durante las dos últimas semanas para acabar en este estado?
Todo estaría en el grabador. Le volvió la mano suavemente, buscando la cicatriz del implante, pero la muñeca estaba demasiado sucia para distinguirla, si la había.
Y si la encontraba, ¿entonces qué? ¿Debía llamar a Colin y decirle que buscara un hacha en la cocina del senescal? ¿Debía cortar la mano muerta para poder oír la voz de Kivrin contando los horrores que le habían sucedido? No podría hacerlo, desde luego, como tampoco podía darle la vuelta al cuerpo y averiguar de una vez por todas si era Kivrin.
Colocó la mano junto al cuerpo, la cogió por el codo y le dio la vuelta.
Había muerto de una variedad bubónica. Descubrió una repugnante mancha amarilla en el costado de su saya azul, donde la buba de su brazo se había reventado. Tenía la lengua negra y tan hinchada que le llenaba toda la boca, como un objeto obsceno introducido entre sus dientes para ahogarla, y la cara pálida estaba abotargada y tumefacta.
No era Kivrin. Intentó levantarse, tambaleándose un poco, y entonces pensó, demasiado tarde, que debía haber cubierto el rostro de la mujer.
– ¡Señor Dunworthy! -gritó Colin, corriendo desesperadamente, y él lo miró a ciegas, indefenso.
– ¿Qué ha pasado? -acusó el niño-. ¿La ha encontrado?
– No -respondió él, bloqueándole el paso. No vamos a encontrarla.
Colin miró a la mujer. Su cara era de un azul pálido contra la nieve blanca y el brillante traje azul.
– La ha encontrado, ¿verdad? ¿Es ella?
– No -repitió Dunworthy. Pero podía serlo. Podía serlo. Y no podía dar la vuelta a más cuerpos, a pesar de que debería hacerlo. Sentía las rodillas de trapo, como si no pudieran soportar más su peso-. Ayúdame a regresar al cobertizo.
Colin permaneció donde estaba, obstinado.
– Si es ella, puede decírmelo. Lo soportaré.
Pero yo no, pensó Dunworthy. No podré soportarlo si está muerta. Volvió hacia la casa del senescal, apoyando una mano en la fría pared de piedra de la iglesia y preguntándose qué haría cuando llegara a espacio abierto.
Colin saltó a su lado, le cogió el brazo y lo miró ansiosamente.
– ¿Qué pasa? ¿Sufre una recaída?
– Sólo necesito descansar un poco -dijo él, y continuó, casi sin darse cuenta-: Kivrin llevaba un vestido azul cuando partió.
Cuando partió, cuando se tendió en el suelo y cerró los ojos, indefensa y confiada, y desapareció para siempre en esta cámara de los horrores.
Colin abrió la puerta del cobertizo y ayudó a entrar a Dunworthy, sujetándole el brazo con ambas manos. El caballo, que mordisqueaba un saco de avena, irguió la cabeza.
– No encontré heno -dijo Colin-, así que le di grano. Los caballos comen grano, ¿verdad?
– Sí -contestó Dunworthy, apoyándose en los sacos-. No dejes que se lo coma todo. Se atiborrará y acabará reventando.
Colin se acercó al saco y empezó a apartarlo del alcance del caballo.
– ¿Por qué creyó que era Kivrin?
– Vi el vestido azul. El vestido de Kivrin era de ese mismo color.
El saco era demasiado pesado para Colin. Tiró de él con las dos manos y la tela se partió por el lado, esparciendo avena sobre la paja. El caballo la mordisqueó ansiosamente.
– No, quiero decir que toda esa gente murió de peste, ¿no? Y ella fue inmunizada. Así que no pudo contagiarse. ¿De qué más podría morirse?
De esto, pensó Dunworthy. Nadie podría sobrevivir a esto, viendo a niños y bebés morir como animales, apilados en zanjas y cubiertos de tierra, arrastrados con una cuerda pasada alrededor de sus cuellos muertos. ¿Cómo podría haber sobrevivido a semejante horror?
Colin consiguió apartar el saco del alcance del caballo. Lo dejó caer junto a un pequeño cofre y se plantó ante Dunworthy, algo cansado.
– ¿Está seguro de que no sufre una recaída?
– No -dijo él, pero empezaba a tiritar.
– Quizá sólo está cansado. Repose, ahora mismo vuelvo.
Salió y cerró tras él la puerta del cobertizo. El caballo mordisqueaba la avena derramada, con bocados ruidosos y voraces. Dunworthy se levantó, agarrándose al travesaño, y se inclinó sobre el pequeño cofre. Los cierres de metal habían perdido el brillo y el cuero de la tapa tenía un pequeño arañazo, pero por lo demás parecía nuevo.
Se sentó y abrió la tapa.
El senescal lo usaba para guardar las herramientas. Había un rollo de cuerda de cuero y una cabeza de pico oxidada. El forro azul del que Gilchrist había hablado en el pub estaba rasgado donde se había apoyado el pico.
Colin regresó, cargando con el cubo.
– Le he traído un poco de agua. La cogí del arroyo -soltó el cubo y buscó un frasquito en el bolsillo-. Sólo tengo diez aspirinas, así que no puede sufrir una recaída. Se las escatimé al señor Finch.
Cogió dos.
– Conseguí también sintamicina, pero temía que no se hubiera inventado todavía. Supuse que tendrían que contentarse con aspirina -le tendió las pastillas a Dunworthy y acercó el cubo-. Tendrá que usar la mano. Me pareció que los cuencos de los contemporáneos estarían llenos de gérmenes de la peste.
Dunworthy tragó la aspirina y cogió con la mano agua del cubo para tragársela.
– Colin -dijo.
El muchacho acercó el cubo al caballo.
– Creo que ésta no es la aldea. Fui a la iglesia y la única tumba que encontré es de una dama -sacó el mapa y el localizador de otro bolsillo-. Hemos ido demasiado al este. Creo que estamos aquí -señaló una de las marcas de Montoya-, de manera que si volvemos al otro sendero y cortamos camino hacia el este…
– Vamos a volver al lugar del lanzamiento -dijo Dunworthy. Se levantó con cuidado, para no tocar la pared ni el cofre.
– ¿Por qué? Badri dijo que teníamos un día como mínimo, y sólo hemos comprobado una aldea. Hay muchas más. Podría estar en cualquiera de ellas.
Dunworthy desató al caballo.
– Podría coger el caballo e ir a buscarla -propuso Colin-. Podría cabalgar muy rápido, mirar en todas esas aldeas y volver y decírselo en cuanto la encontrara. O podríamos dividirnos las aldeas y encargarnos de la mitad cada uno, y quien la encontrara primero enviaría algún tipo de señal. Podríamos encender un fuego o algo así, y el otro lo vería y acudiría.
– Está muerta, Colin. No la encontraremos.
– ¡No diga eso! -exclamó Colin, y su voz sonó aguda e infantil-. ¡No está muerta! ¡Se vacunó!