– Kepe from haire. Der fevreblau hast bifallen us.
– Kivrin -dijo Dunworthy, y se dirigió hacia ella.
– No se acerque -exclamó ella en inglés, alzando el palo como si fuera una escopeta. El extremo estaba roto.
– Soy yo, Kivrin, el señor Dunworthy -anunció él, todavía acercándose.
– ¡No! -Kivrin retrocedió, agitando la pala rota-. No comprende. Es la peste.
– No importa, Kivrin. Hemos sido vacunados.
– Vacunados -dijo ella, como si no supiera lo que significaba la palabra-. Fue el clérigo del obispo. Ya la tenía cuando vino.
Colin llegó corriendo y ella volvió a levantar el palo.
– No importa -repitió Dunworthy-. Éste es Colin. También le han puesto la vacuna. Hemos venido para llevarte a casa.
Ella le miró fijamente durante un largo minuto. La nieve caía a su alrededor.
– Para llevarme a casa -dijo, sin ninguna entonación en la voz, y miró la tumba a sus pies. Era más pequeña que las demás, y más estrecha, como si albergara a un niño.
Miró a Dunworthy, y tampoco había ninguna expresión en su rostro. Llego demasiado tarde, pensó él, desesperado, mirándola allí de pie con la ropa ensangrentada, rodeada de tumbas. Ya la han crucificado.
– Kivrin -dijo.
Ella dejó caer la pala.
– Tiene que ayudarme -pidió. Se volvió y se dirigió a la iglesia.
– ¿Está seguro de que es ella? -susurró Colin.
– Sí.
– ¿Qué le pasa?
Llego demasiado tarde, pensó Dunworthy, y se apoyó en el hombro de Colin. Nunca me perdonará.
– ¿Qué pasa? -se inquietó Colin-. ¿Se siente enfermo otra vez?
– No -contestó, pero esperó un momento antes de retirar la mano.
Kivrin se había detenido ante la puerta de la iglesia y se sujetaba de nuevo el costado. Un escalofrío recorrió a Dunworthy. La tiene, pensó. Tiene la peste.
– ¿Estás enferma? -preguntó.
– No -Kivrin retiró la mano y la miró, como si esperara encontrarla cubierta de sangre-. Me dio una patada -intentó abrir la puerta de la iglesia, dio un respingo, y dejó que lo hiciera Colin-. Creo que me rompió algunas costillas.
Colin abrió el pesado portón de madera, y entraron juntos. Dunworthy parpadeó contra la oscuridad, deseando que sus ojos se acostumbraran a ella.
Por las estrechas ventanas no entraba ninguna luz, aunque vio dónde se encontraban. Distinguió una forma baja y pesada a la izquierda (¿un cuerpo?), y las masas más oscuras de las primeras columnas, pero más allá estaba completamente oscuro. A su lado, Colin rebuscaba en sus abultados bolsillos.
Por delante, una llama aleteó, iluminando sólo a sí misma. Luego se extinguió. Dunworthy se dirigió hacia ella.
– Espere un momento -advirtió Colin, y sacó una linterna de bolsillo. Cegó a Dunworthy, haciendo que todo lo que rodeaba su difuso haz se volviera tan negro como cuando entraron. Colin apuntó con ella las paredes pintadas, las gruesas columnas, el suelo irregular. La luz reveló la forma que Dunworthy había confundido con un cuerpo. Era una tumba de piedra.
– Ella está allí -dijo Dunworthy, señalando hacia el altar, y Colin apuntó la linterna en esa dirección.
Kivrin estaba arrodillada junto a alguien que yacía en el suelo delante de la reja. Era un hombre, según vio Dunworthy mientras se acercaban. La parte inferior de su cuerpo estaba cubierta por una manta púrpura, y tenía las grandes manos cruzadas sobre el pecho. Kivrin intentaba encender una vela con un carbón, pero la vela se había consumido y no prendía. Pareció agradecida cuando Colin se acercó con la linterna. Los iluminó a los dos.
– Tienen que ayudarme con Roche -dijo ella, parpadeando ante la luz. Se inclinó hacia el hombre y le cogió la mano.
Cree que todavía está vivo, pensó Dunworthy, pero ella añadió, con aquella voz inexpresiva e indiferente:
– Murió esta mañana.
Colin iluminó el cuerpo. Las manos cruzadas estaban casi tan púrpuras como la manta, pero su rostro aparecía pálido y completamente sereno.
– ¿Quién era, un caballero? -preguntó Colin, asombrado.
– No. Un santo.
Colocó la mano sobre la mano de él, ya rígida. Sus dedos eran callosos y ensangrentados, con las uñas negras de suciedad.
– Tienen que ayudarme.
– ¿Ayudarte a qué? -preguntó Colin.
Quiere que la ayudemos a enterrarlo, pensó Dunworthy, y no podemos. El hombre al que había llamado Roche era corpulento. Aunque consiguieran cavar una tumba, los tres no serían capaces de levantarlo, y Kivrin nunca los dejaría ponerle una cuerda alrededor del cuello para arrastrarlo hasta el patio de la iglesia.
– ¿Ayudarte a qué? -repitió Colin-. No nos queda mucho tiempo.
No les quedaba nada de tiempo. Ya era tarde, y les resultaría imposible encontrar el camino en el bosque después de oscurecer. No había forma de saber cuánto tiempo podría mantener Badri el intermitente en marcha. Había dicho veinticuatro horas, pero no parecía lo bastante recuperado para durar dos, y ya habían transcurrido casi ocho. Y el suelo estaba congelado, y Kivrin tenía las costillas rotas, y los efectos de la aspirina se estaban acabando. Empezó a tiritar de nuevo en la gélida iglesia.
No podemos enterrarlo, pensó, mirándola allí arrodillada. ¿Cómo voy a decírselo cuando he llegado tarde para todo lo demás?
– Kivrin -dijo.
Ella palmeó amablemente la mano rígida.
– No podremos enterrarlo -dijo con aquella voz tranquila, inexpresiva-. Tuvimos que poner a Rosemund en su tumba, después de que el senescal… -miró a Dunworthy-. Intenté cavar otra esta mañana, pero el suelo está demasiado duro. Rompí la pala. Dije la misa de difuntos por él y traté de tocar la campana.
– Te oímos -asintió Colin-. Fue así como te encontramos.
– Deberían haber sido nueve golpes, pero tuve que parar -se llevó la mano al costado, como si recordara el dolor-. Tienen que ayudarme a tocar el resto.
– ¿Por qué? -se extrañó Colin-. No creo que quede nadie vivo para oírla.
– No importa -dijo Kivrin, y miró a Dunworthy.
– No tenemos tiempo. Pronto oscurecerá, y el lugar de encuentro está…
– Yo la tocaré -dijo Dunworthy. Se levantó-. Quédate aquí -ordenó, aunque ella no hizo ningún ademán por levantarse-. Yo tocaré la campana.
– Está oscureciendo -insistió Colin y echó a correr para alcanzarlo. La luz de su linterna bailaba locamente sobre las columnas y el suelo mientras corría-. Usted dijo que no sabía cuánto tiempo podrían mantener la red abierta. Espere un momento.
Dunworthy abrió la puerta, parpadeó para protegerse del brillo de la nieve, pero había oscurecido mientras estaban en la iglesia, el cielo era gris y olía a nieve. Cruzó rápidamente el patio en dirección al campanario. La vaca que Colin había visto cuando entraron en la aldea se coló entre la valla y se dirigió hacia ellos, hundiendo las pezuñas en la nieve.
– ¿Qué sentido tiene tocar la campana cuando no hay nadie para oírla? -preguntó Colin, y se detuvo para apagar su linterna. Luego corrió para volver a alcanzarlo.
Dunworthy entró en la torre. Estaba tan fría y oscura como la iglesia, y olía a ratas.
La vaca asomó la cabeza y Colin pasó por su lado y se apoyó contra la pared curva.
– Usted es el que no para de decir que tenemos que volver, que la red va a cerrarse y dejarnos aquí -insistió-. Usted es el que dijo que no teníamos tiempo ni para encontrar a Kivrin.
Dunworthy permaneció allí un momento, dejando que sus ojos se acostumbraran a la luz y tratando de recuperar el aliento. Había caminado demasiado rápido y la tensión en su pecho había vuelto. Miró a la cuerda. Colgaba por encima de sus cabezas en la oscuridad, y había un nudo de aspecto grasiento a un palmo del extremo deshilachado.