Dunworthy tiritaba, apretando los dientes para que Colin no se diera cuenta.
Subió al burro al tercer intento, y pensó que se resbalaría de un momento a otro.
– Será mejor que guíe su mula -apuntó Colin, mirándolo con aire de desaprobación.
– No hay tiempo. Está oscureciendo. Monta detrás de Kivrin.
Colin condujo al caballo hasta la valla, se subió al dintel de la puerta, y montó tras Kivrin.
– ¿Tienes el localizador? -le preguntó Dunworthy, tratando de espolear al burro sin caerse.
– Conozco el camino -dijo Kivrin.
– Sí -respondió Colin. Lo alzó-. Y también la linterna -la encendió, iluminando el patio, como si buscara algo que hubieran dejado olvidado. Por primera vez pareció reparar en las tumbas-. ¿Es ahí donde enterraste a todo el mundo?
– Sí -dijo Kivrin.
– ¿Murieron hace mucho tiempo?
Ella hizo girar al caballo y empezó a subir la colina.
– No.
La vaca los siguió un trecho, bamboleando las ubres hinchadas, y entonces se detuvo y empezó a mugir penosamente. Dunworthy la miró. El animal volvió a mugirle, indeciso, y luego regresó a la aldea. Casi habían llegado a la cima de la colina y la nevada remitía, pero abajo, en la aldea, seguía nevando intensamente. Las tumbas quedaban completamente cubiertas y la iglesia estaba oscura. El campanario apenas era visible.
Kivrin ni siquiera miró atrás. Cabalgó decididamente hacia delante, muy erguida, con Colin detrás, que no se agarraba a su cintura, sino al respaldo de la silla. La nieve caía a ráfagas, y luego en copos sueltos, y cuando volvieron a internarse en el bosque, casi había cesado de nevar por completo.
Dunworthy siguió al caballo, procurando mantener su vivo ritmo, intentando no ceder a la fiebre. La aspirina no hacía efecto (la había tomado con demasiado poca agua), y notaba que la fiebre empezaba a apoderarse de él, aislándolo del bosque, del huesudo lomo del burro y de la voz de Colin.
El niño le hablaba alegremente a Kivrin, contándole sobre la epidemia, y por la forma en que lo exponía, parecía una aventura.
– Dijeron que había cuarentena y que teníamos que volver a Londres, pero yo no quise. Quería ver a tía Mary. Así que me colé a través de la barrera, y el guardia me vio y dijo: «¡Eh! ¡Alto!», y empezó a perseguirme, y yo corrí calle abajo hasta el pasaje.
Se detuvieron, y Colin y Kivrin desmontaron. Colin se quitó la bufanda; ella se subió la casaca manchada de sangre y se la ató alrededor de las costillas. Dunworthy sabía que el dolor debía de ser aún peor de lo que pensaba, que al menos debería intentar ayudarla, pero temía que si bajaba del burro no sería capaz de volver a subir en él.
Kivrin y Colin volvieron a montar y se pusieron en marcha de nuevo, frenando el ritmo en cada intersección y camino lateral para comprobar su dirección, Colin encogido sobre la pantalla del localizador y señalando, Kivrin asintiendo su conformidad.
– Aquí fue donde me caí del burro la primera noche -indicó Kivrin cuando se detuvieron en una bifurcación-. Estaba enferma. Creía que era un asesino.
Llegaron a otra bifurcación. Ya no nevaba, pero las nubes eran oscuras y pesadas.
Colin tuvo que enfocar la linterna sobre el localizador para leerlo. Señaló el sendero con la mano derecha, montó de nuevo tras Kivrin, y prosiguió el relato de sus aventuras.
– «Ha perdido el ajuste», dijo el señor Dunworthy, y entonces se lanzó sobre el señor Gilchrist y los dos cayeron. El señor Gilchrist actuaba como si lo hubiera hecho a propósito, y ni siquiera me ayudó a taparlo. Tiritaba como un poseso, y tenía fiebre, y yo no dejaba de gritar: «¡Señor Dunworthy! ¡Señor Dunworthy!»,pero él no me oía. Y el señor Gilchrist decía todo el rato: «Le considero personalmente responsable.»
Empezó a nevar de nuevo y el viento arreció. Dunworthy se aferró a la rígida crin del burro, tiritando.
– No querían decirme nada -proseguía Colin-, y cuando intenté ver a tía Mary, me dijeron que no se permitía la entrada a los niños.
Cabalgaban contra el viento, la nieve levantaba la capa de Dunworthy en frías ráfagas. Se inclinó hacia delante, hasta quedar casi tendido sobre el cuello del animal.
– El doctor salió -dijo Colin-, y empezó a susurrarle a la enfermera, y supe que estaba muerta.
Dunworthy sintió una súbita puñalada de pena, como si lo oyera por primera vez. Oh, Mary, pensó.
– No supe qué hacer, así que me quedé allí sentado, y la señora Gaddson, que es una persona necrótica, llegó y empezó a leerme la Biblia y a decirme que era la voluntad de Dios. ¡Odio a la señora Gaddson! -declaró Colin violentamente-. ¡Ella sí que se merecía la gripe!
Sus voces empezaron a resonar en el bosque, de forma que Dunworthy no tendría que haber captado las palabras, pero extrañamente le parecían cada vez más claras en el aire frío, y le pareció que deberían poder oírlos hasta Oxford, a setecientos años de distancia.
De pronto se le ocurrió que Mary no estaba muerta, que en aquel terrible año, en aquel siglo que era peor que un diez, aún no había muerto, y le pareció una bendición superior a nada que tuviera derecho a esperar.
– Y entonces oímos la campana -concluyó Colin-. El señor Dunworthy dijo que eras tú pidiendo ayuda.
– Lo era -asintió Kivrin-. Esto no funcionará. Se caerá.
– Tienes razón -contestó Colin, y Dunworthy advirtió que habían vuelto a desmontar y se encontraban junto al burro. Kivrin sujetaba la brida de cuerda.
– Tenemos que ponerle en el caballo -dijo Kivrin, y agarró a Dunworthy por la cintura-. Va a caerse del burro. Vamos. Baje. Le ayudaré.
Los dos tuvieron que ayudarle, Kivrin lo sujetó de una forma que por fuerza tenía que lastimarle las costillas, y Colin casi lo sostenía en vilo.
– Si pudiera sentarme un momento -jadeó Dunworthy, los dientes castañeteando.
– No hay tiempo -dijo Colin, pero lo ayudaron a llegar a un lado del camino y lo sentaron contra una roca.
Kivrin rebuscó bajo la camisa y sacó tres aspirinas.
– Tenga. Tómeselas -le ofreció ella, y se las tendió en la palma abierta.
– Eran para ti. Tus costillas…
Ella le miró fijamente, sin sonreír.
– Me pondré bien -dijo, y fue a atar al caballo a un matorral.
– ¿Quiere un poco de agua? -preguntó Colin-. Podría encender una hoguera y derretir nieve.
– Estaré bien -murmuró Dunworthy. Se metió las aspirinas en la boca y las tragó.
Kivrin ajustaba las cinchas, desatando las tiras de cuero con habilidad. Las sujetó y volvió junto a Dunworthy para ayudarlo a montar.
– ¿Listo? -dijo, y puso la mano bajo el brazo de Dunworthy.
– Sí -contestó él, y trató de levantarse.
– Esto ha sido un error -se lamentó Colin-. Nunca conseguiremos auparlo.
Pero lo lograron, le pusieron los pies en los estribos y las manos alrededor del pomo de la silla, luego lo empujaron, y al final Dunworthy incluso los ayudó un poco, al tender una mano para que Colin se sentara delante de él.
Ya no tiritaba, pero no estaba seguro de que eso fuera una buena señal.
Cuando volvieron a ponerse en marcha, Kivrin por delante a lomos del burro mientras Colin empezaba a charlar de nuevo, Dunworthy se apoyó en la espalda del muchacho y cerró los ojos.
– Pues he decidido que cuando acabe el colegio, voy a ir a Oxford para ser historiador como tú -decía Colin-. No quiero venir a la Peste Negra, sino a las Cruzadas.