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Mary llenó un vial con su sangre, le dio un temp, y le colocó un taquiobrazalete. Dunworthy la observó, preguntándose si se estaba ajustando a la verdad. No había dicho que Montoya pudiera marcharse después de los resultados de los análisis, sólo que tenía que quedarse allí hasta que estuvieran listos. ¿Y luego qué? ¿Los llevarían a un pabellón de aislamiento juntos o por separado? ¿O les administrarían algún tipo de medicación? ¿O harían más pruebas?

Mary le quitó a Montoya el taquiobrazalete y le tendió el último fajo de impresos.

– ¿Señor Latimer? Usted es el siguiente.

Latimer se levantó, con los papeles en la mano. Los miró confundido, luego los dejó sobre la silla en que había estado sentado y se dirigió a Mary. A mitad de camino, se dio la vuelta y regresó a por la bolsa de compras de Mary.

– Oh, gracias -dijo ella-. Déjela junto a la mesa, ¿quiere? Estos guantes están esterilizados.

Latimer soltó la bolsa, volcándola un poco. El extremo de la bufanda cayó al suelo. Metódicamente, la recogió.

– Me había olvidado por completo de que la había dejado allí -dijo Mary, observándole-. Con tanto ajetreo, yo… -se llevó a la boca la mano enguantada-. ¡Oh, Dios mío! ¡Colin! Me había olvidado de él. ¿Qué hora es?

– Las cuatro cero ocho -dijo Montoya, mirando su digital.

– Y él llegaba a las tres -exclamó Mary, levantándose y derribando los frascos de sangre.

– Al ver que no estabas allí, tal vez se haya ido a tu casa -dijo Dunworthy.

Mary sacudió la cabeza.

– Es la primera vez que visita Oxford. Por eso le dije que iría a recibirlo. No me he acordado de él hasta ahora -dijo, casi para sí.

– Bueno, entonces todavía estará en la estación de metro. ¿Voy y lo recojo?

– No. Has estado expuesto.

– Telefonearé a la estación, entonces. Puedes decirle que coja un taxi hasta aquí. ¿Adonde venía? ¿A Cornmarket?

– Sí, Cornmarket.

Dunworthy llamó a información, consiguió contactar a la tercera llamada, obtuvo el número en la pantalla, y llamó a la estación. La línea estaba ocupada. Pulsó la tecla de desconexión y volvió a marcar el número.

– ¿Colin es su nieto? -preguntó Montoya. Había apartado los papeles. Los demás no parecían prestar atención a este último incidente. Gilchrist iba llenando los impresos y ponía mala cara, como si todo aquello fuera un ejemplo más de negligencia e incompetencia. Latimer estaba pacientemente sentado junto a la bandeja, con la manga subida. La auxiliar seguía dormida.

– Colin es mi sobrino nieto -explicó Mary-. Venía en el metro para pasar la Navidad conmigo.

– ¿A qué hora se impuso la cuarentena?

– A las tres y diez -respondió Mary.

Dunworthy alzó la mano para indicar que había conseguido comunicar.

– ¿Es la estación de metro de Cornmarket? -dijo. Evidentemente, lo era. Se veían las puertas y a una muchedumbre tras un jefe de estación de aspecto irritado-. Es para informarme acerca de un chico que venía en el metro a las tres. Tiene doce años. Venía de Londres -Dunworthy colocó la mano sobre el receptor y preguntó a Mary-: ¿Qué aspecto tiene?

– Es rubio, con los ojos azules. Alto para su edad.

– Alto -dijo Dunworthy, intentando hacerse oír por encima del bullicio de la multitud-. Se llama Colin…

– Templer -añadió Mary-. Deirdre dijo que tomó el metro en Marble Arch a la una.

– Colin Templer. ¿Le ha visto?

– ¿Qué demonios quiere decir con eso? -gritó el jefe de estación-. Hay quinientas personas en esta estación y usted quiere saber si he visto a un niño pequeño. Mire este caos.

La visual mostró bruscamente una multitud congregada. Dunworthy la observó, buscando a un chico alto, con cabello rubio y ojos azules. Luego la imagen volvió al jefe de estación.

– Hay una cuarentena temporal -gritó por encima del rugido que parecía intensificarse por momentos-, y tengo la estación llena de gente que quiere saber por qué han parado los trenes y por qué no hago algo al respecto. Ya no sé cómo impedir que destrocen este lugar. No puedo ocuparme de un niño.

– Se llama Colin Templer -gritó Dunworthy-. Su tía abuela tenía que encontrarse allí con él.

– Bien, ¿entonces por qué no lo hace y me quita un problema de encima? Tengo una muchedumbre enfurecida que quiere saber cuánto tiempo va a durar la cuarentena y por qué no hago nada -la comunicación se cortó bruscamente. Dunworthy se preguntó si había colgado o si algún comprador furioso le había arrancado el teléfono de la mano.

– ¿Le ha visto el jefe de estación? -preguntó Mary.

– No. Tendrás que enviar a alguien a recogerlo.

– Sí, claro. Enviaré a un miembro del personal -suspiró ella, y se marchó.

– La cuarentena se impuso a las tres y diez, y el chico no debía llegar hasta las tres -intervino Montoya-. Tal vez llegó tarde.

Esta posibilidad no se le había ocurrido a Dunworthy. Si la cuarentena se había declarado antes de que el tren llegara a Oxford, habría sido detenido en la estación más cercana y los pasajeros desviados o devueltos a Londres.

– Vuelva a llamar a la estación -pidió, tendiéndole el teléfono. Le dio el número-. Dígales que su tren salió de Marble Arch a la una. Haré que Mary telefonee a su sobrina. Tal vez Colin ya haya vuelto.

Salió al pasillo para pedirle a la enfermera que localizara a Mary, pero no estaba allí. Mary debía de haberla enviado a la estación.

No había nadie en el pasillo. Miró en la cabina que había utilizado antes y luego marcó el número de Balliol. Después de todo, cabía la remota posibilidad de que Colin hubiera ido al apartamento de Mary. Enviaría a Finch allí y, si no lo encontraba, que se dirigiera a la estación. Era muy probable que hiciera falta más de una persona para localizar al chico en aquel lío.

– Hola -dijo una mujer.

Dunworthy miró con el ceño fruncido al número que había marcado, pero no se había equivocado.

– Estoy intentando localizar al señor Finch en Balliol College.

– No está aquí ahora mismo -respondió la mujer, obviamente americana-. Soy la señora Taylor. ¿Quiere dejarle un mensaje?

Debía de ser una de las campaneras. Era más joven de lo que esperaba, poco más de treinta años, y parecía muy delicada para dedicarse a tocar campanas.

– ¿Podría decirle que llame al señor Dunworthy al hospital en cuanto regrese, por favor?

– Señor Dunworthy -ella lo anotó, y entonces alzó bruscamente la cabeza-. Señor Dunworthy -repitió con un tono de voz absolutamente distinto-, ¿es usted la persona responsable de que estemos prisioneras aquí?

No había ninguna buena respuesta a eso. No tendría que haber llamado al salón común. Había enviado a Finch al despacho del administrador.

– El Ministerio de Sanidad instaura cuarentenas temporales en casos de enfermedad no identificada. Es una medida preventiva. Lamento que les haya causado inconveniencias. He dado instrucciones a mi secretario para que su estancia sea agradable, y si hay algo que pueda hacer por ustedes…

– ¿Hacer? ¿Hacer? Puede llevarnos a Ely, eso es lo que puede hacer. Mis campaneras tenían que dar un concierto en la catedral a las ocho, y mañana debemos estar en Norwich. Vamos a tocar un repique en Nochebuena.

Dunworthy no estaba dispuesto a ser quien le anunciara que no iban a estar en Norwich al día siguiente.

– Estoy seguro de que en Ely ya son conscientes de la situación, pero puedo telefonear a la catedral y explicar…

– ¡Explicar! Tal vez le gustaría explicármelo a mí también. No estoy acostumbrada a verme privada de mis libertades civiles de esta forma. En Estados Unidos, nadie soñaría con decir dónde puedes y no puedes ir.