El claro estaba casi completamente oscuro, aunque lo poco que podía ver era aún muy diáfano; no era que los colores se apagaran, sino que se hacían más profundos hacia el negro. Los pájaros se disponían a dormir. Debían de haberse acostumbrado a ella. No hicieron tanta pausa en sus revoloteos y aleteos.
Kivrin recogió rápidamente las cajas dispersas y los barrilitos rotos, y los metió en el carro. Agarró el tiro de la carreta y empezó a empujarla hacia el camino. La carreta ofreció un poco de resistencia, luego se deslizó fácilmente sobre un puñado de hojas, y al final se atascó. Kivrin hizo palanca y tiró de nuevo. La carreta avanzó unos cuantos centímetros más y se ladeó. Una de las cajas se cayó.
Kivrin la recogió y rodeó la carreta, intentando ver dónde se había atascado. La rueda derecha estaba atascada contra una raíz de árbol, pero podría sacarla si conseguía una buena palanca. No podía hacerlo por aquel lado: Medieval había golpeado con un hacha el costado para que pareciera que se había roto al volcar, y habían hecho un buen trabajo: la dejaron reducida a astillas. Le dije al señor Gilchrist que debería haberme permitido traer guantes, pensó Kivrin.
Dio la vuelta hasta el otro lado, agarró la rueda y empujó. No se movió. Se apartó las faldas y la capa y se arrodilló junto a la rueda para poder empujarla con el hombro.
La pisada estaba delante de la rueda, en un pequeño espacio despejado de hojas, apenas de la anchura del pie. Las hojas se habían arremolinado contra las raíces de los robles a cada lado. No tenían ninguna huella que pudiera verse bajo la luz grisácea, pero la pisada en la tierra era perfectamente clara.
No puede ser una pisada, pensó Kivrin. El suelo está helado. Extendió la mano hacia la marca, pensando que podría tratarse de algún juego de luces y sombras. Los surcos helados de la carretera no tenían ninguna huella. Pero la tierra cedió fácilmente bajo su mano, y la huella era lo bastante profunda para poder palparla.
Había sido hecha por un zapato de suela blanda, sin tacón, y el pie era grande, más que el suyo. Un pie de hombre, pero los hombres del siglo XIV eran más menudos, más bajos, y sus pies ni siquiera eran tan grandes como el suyo. Aquél era el pie de un gigante.
Tal vez se trate de una pisada antigua, pensó descabelladamente. Tal vez es la pisada de un leñador, o de un campesino que buscaba a una oveja perdida. Tal vez es uno de los monteros del rey, y han estado cazando por aquí. Pero ésta no era la pisada de alguien que persiguiera un ciervo. Era la pisada de un hombre que había permanecido allí de pie durante largo rato, observándola. Le oí, pensó Kivrin, y un pequeño aleteo de pánico se alojó en su garganta. Le oí aquí de pie.
Todavía estaba arrodillada, sujetándose a la rueda para conservar el equilibrio. Si el hombre, fuera quien fuese, y tenía que ser un hombre, un gigante, estaba todavía en aquel claro, observando, debía de saber que ella había encontrado la huella. Se incorporó.
– ¿Hola? -llamó, y dio de nuevo un susto de muerte a los pájaros, que aletearon y piaron, hasta que volvió a reinar el silencio-. ¿Hay alguien ahí?
Esperó, escuchando, y le pareció que en el silencio percibía de nuevo la respiración.
– Hablad -dijo-. Hallóme en un apuro y mis siervos huyeron.
Magnífico, pensó. Dile que estás indefensa y completamente sola.
– ¡Holaaa! -gritó de nuevo, y empezó a recorrer cautelosamente el claro, escrutando los árboles.
Si el hombre se encontraba todavía allí, estaba tan oscuro que ella no lo vería. No distinguía nada más allá de los bordes del claro. Ni siquiera sabía con seguridad dónde se encontraba el bosquecillo y la carretera. Si esperaba más tiempo, estaría completamente oscuro y nunca podría llevar la carreta al camino.
Pero no podía moverla. Fuera quien fuese quien la había observado entre los dos árboles, sabía que la carreta estaba allí. Tal vez incluso la había visto aparecer, salida de la nada como un ser conjurado por un alquimista. Si ése era el caso, probablemente había salido corriendo para preparar la pira que Dunworthy estaba tan seguro era del agrado del populacho. Pero si así hubiera sido, el hombre habría dicho algo, aunque fuera sólo «¡Pardiez!» o «¡Padre celestial!», y ella le habría oído abrirse paso entre los matorrales mientras se marchaba corriendo.
No había corrido, lo cual significaba que no la había visto aparecer. La había encontrado más tarde, tendida de modo inexplicable en mitad del bosque junto a una carreta aplastada. ¿Qué había pensado? ¿Que la habían atacado en el camino y la habían arrastrado hasta allí para ocultar toda prueba?
¿Entonces, por qué no había intentado ayudarla? ¿Por qué había permanecido allí, silencioso como un roble, lo suficiente para dejar una marca de su pisada, y luego había vuelto a marcharse? Tal vez pensó que estaba muerta. La habría asustado su cuerpo yaciente. Hasta el siglo XV, la gente creía que los espíritus malignos tomaban posesión inmediata de cualquier cadáver que no hubiera sido adecuadamente enterrado.
O tal vez había ido en busca de ayuda, a una de aquellas aldeas que Kivrin había oído, tal vez incluso a Skendgate, y ahora estaba en camino con la mitad del pueblo, todos ellos con antorchas.
En tal caso, debería quedarse donde estaba y esperar su regreso. Debería incluso volver a tenderse. Cuando los aldeanos llegaran, tal vez especularían acerca de ella y luego la llevarían al pueblo, dándole muestras del idioma, tal como pretendía su plan original. ¿Pero, y si volvía solo, o con amigos que no tuvieran intención ninguna de ayudarla?
No podía pensar. El dolor de cabeza se había extendido desde las sienes a detrás de los ojos. Mientras se frotaba la frente, ésta empezó a latirle. ¡Y tenía tanto frío! La capa, a pesar de su forro de piel de conejo, no era nada cálida. ¿Cómo había sobrevivido la gente a la Pequeña Era del Hielo vestida tan sólo con ropas como aquélla? ¿Cómo habían sobrevivido los conejos?
Al menos podría hacer algo respecto al frío. Podría recoger madera y encender una fogata, y si la persona de la huella volvía con malas intenciones, podría mantenerlo a raya con una rama ardiente. Y si había ido a buscar ayuda y no encontraba el camino en la oscuridad, el fuego lo guiaría hasta ella.
Volvió a recorrer el claro, en busca de leña. Dunworthy había insistido en que aprendiera a encender fuego sin yesca o pedernal.
– ¿Gilchrist pretende que vayas por la Edad Media en pleno invierno sin saber encender fuego? -había dicho, enfurecido, y ella le defendió, le dijo que Medieval no esperaba que pasara tanto tiempo al aire libre. Pero tendrían que haber tenido en cuenta el frío que haría.
Los palos le enfriaban las manos, y cada vez que se agachaba para recoger uno, le dolía la cabeza. Por fin, dejó de agacharse y simplemente se detuvo y fue arrancando ramas secas, manteniendo la cabeza recta. Eso fue un ligero alivio, pero no mucho. Tal vez se sentía así porque tenía mucho frío. Tal vez el dolor de cabeza y la dificultad para respirar se debían al frío. Tenía que encender el fuego.
La madera parecía helada; nunca ardería. Y las hojas también estarían húmedas, demasiado para usarlas como yesca. Tendría que utilizar leña seca y un palo afilado. Formó un montoncito con la leña junto a las raíces de un árbol, cuidando de mantener la cabeza recta, y volvió a la carreta.
El lateral aplastado de la carreta tenía varios trozos rotos de madera que podría utilizar. Se clavó dos astillas en la mano antes de poder arrancar los pedazos, pero la madera al menos estaba seca, aunque también fría. Había un trozo grande y afilado justo sobre la rueda. Se inclinó para cogerlo y estuvo a punto de caerse, jadeando ante el súbito mareo.