Están tan preocupados por sus supuestas «emergencias», pensó Dunworthy, que a nadie le ha dado por preocuparse por Kivrin. Bien, ¿de qué había que preocuparse? Habían disimulado el grabador para que pareciera un espolón óseo y no causara un anacronismo cuando los contemporáneos decidieran cortarle las manos antes de quemarla en la hoguera.
Mary le tomó la tensión y luego le pinchó con la aguja.
– Si el teléfono vuelve a quedar disponible alguna vez -dijo, dándole un golpecito al apósito y volviéndose hacia Gilchrist, que se encontraba de pie junto a Montoya, con aspecto impaciente-, podrías llamar a William Gaddson y advertirle de que ha venido su madre.
– Sí -dijo Montoya-. El número del Fondo Nacional -colgó, y apuntó un número en uno de los folletos.
El teléfono sonó. Gilchrist, que se dirigía a Mary, se abalanzó hacia el aparato, agarrándolo antes de que Montoya pudiera cogerlo.
– No -dijo, y lo tendió a Dunworthy de mala gana.
Era Finch. Estaba en el despacho del administrador.
– ¿Tiene los archivos médicos de Badri?
– Sí, señor. La policía está aquí, señor. Están buscando sitio para meter a todos los retenidos que no viven en Oxford.
– Y quieren que los alojemos en Balliol -adivinó Dunworthy.
– Sí, señor. ¿A cuántos podemos aceptar?
Mary se había levantado, con el vial con la sangre de Gilchrist en una mano, y le hacía señas.
– Espere un momento, por favor -dijo Dunworthy, y cubrió el micrófono.
– ¿Os han pedido que alojéis a los retenidos? -preguntó Mary.
– Sí.
– No te comprometas a ocupar todas vuestras habitaciones. Puede que necesitemos espacio para los enfermos.
Dunworthy retiró la mano.
– Dígales que podemos alojarlos en Fisher y en las habitaciones que quedan en Savin. Si no ha asignado todavía habitaciones a las campaneras, dóblelas. Dígale a la policía que el hospital ha solicitado Bulkeley-Johnson como pabellón de emergencia. ¿Ha encontrado los archivos médicos de Badri?
– Sí, señor. Fue una odisea encontrarlos. El administrador los había archivado como Badri coma Chaudhuri, y las americanas…
– ¿Ha encontrado el número de la Seguridad Social?
– Sí, señor.
– Va a ponerse la doctora Ahrens -dijo antes de que Finch se embarcara a contar historias sobre las campaneras. Hizo un gesto a Mary-. Puede darle la información directamente.
Mary colocó un apósito sobre el brazo de Gilchrist y un monitor temp en el dorso de su mano.
– Llamé a Ely, señor -decía Finch-. Les informé de la cancelación del concierto de campanas y fueron bastante amables, pero las americanas todavía están muy molestas.
Mary terminó de introducir las lecturas de Latimer, se quitó los guantes y se acercó para recoger el teléfono.
– ¿Finch? Soy la doctora Ahrens. Dícteme el número de la Seguridad Social de Badri.
Dunworthy le tendió su lista de Secundarios y un lápiz, y ella lo apuntó y luego preguntó los registros de vacunas de Badri e hizo una serie de anotaciones que Dunworthy no supo descifrar.
– ¿Alguna reacción o alergia? -hubo una pausa -Muy bien, no. Puedo conseguir el resto del ordenador. Volveré a llamarle si necesito más información -le tendió el teléfono a Dunworthy-. Quiere hablar contigo otra vez -dijo, y se marchó, llevándose el papel.
– Están muy molestas -insistió Finch-. La señora Taylor amenaza con demandarnos por incumplimiento involuntario de contrato.
– ¿Cuándo fue la última dosis de antivirales de Badri?
Finch tardó bastante tiempo en buscarlo en sus documentos.
– Aquí está, señor. Catorce de septiembre.
– ¿Recibió la dosis completa?
– Así es, señor. Receptores análogos, impulsor de APM, y estacionales.
– ¿Ha tenido alguna vez una reacción a las antivirales?
– No, señor. No hay alergias en su historial. Ya se lo he dicho a la doctora Ahrens.
Badri había recibido todas las antivirales. No tenía historial de reacciones.
– ¿Ha ido ya al New College? -preguntó.
– No, señor. Voy para allá. ¿Qué hago con los suministros, señor? Tenemos jabón de sobra, pero andamos cortos de papel higiénico.
La puerta se abrió, pero no era Mary, sino el auxiliar que habían enviado a recoger a Montoya. Se dirigió al carrito y enchufó la tetera eléctrica.
– ¿Cree que debo racionar el papel higiénico, señor? -preguntó Finch-. ¿O coloco notas pidiendo a todo el mundo que modere el consumo?
– Lo que considere más oportuno -le respondió Dunworthy, y colgó.
Todavía debía de estar lloviendo. El médico llevaba el uniforme mojado, y cuando la tetera hirvió, colocó las manos enrojecidas sobre el vapor, como para calentarlas.
– ¿Ha terminado de usar el teléfono? -dijo Gilchrist.
Dunworthy se lo tendió. Se preguntó cómo sería el clima allí donde estaba Kivrin, y si Gilchrist había hecho que Probabilidad computara las posibilidades de que apareciera en medio de la lluvia. Su capa no era especialmente impermeable, y el viajero amistoso que en principio debía aparecer al cabo de una coma seis horas podría haberse guarecido en una hostería o un granero hasta que los caminos se secaran lo suficiente para ser transitables.
Dunworthy le había enseñado a Kivrin a encender fuego, pero le resultaría muy difícil con la leña mojada y las manos entumecidas. En el siglo XIV los inviernos eran fríos. Tal vez incluso estuviera nevando. La Pequeña Era del Hielo acababa de empezar en 1320, y el clima se fue haciendo tan frío que incluso el Támesis llegó a congelarse. Las bajas temperaturas y el clima variable habían causado tal desastre en las cosechas que algunos historiadores achacaban la Peste Negra a la desnutrición del campesinado. El clima fue malo, en efecto. En el otoño de 1348, en una parte de Oxfordshire llovió todos los días desde San Miguel hasta Navidad. Probablemente Kivrin yacía en una carretera mojada, medio muerta de hipotermia.
Y llena de sarpullidos, pensó, pues su chocho tutor se preocupaba demasiado por ella. Mary tenía razón. Parecía la señora Gaddson. Sólo le faltaba salir corriendo hacia 1320, abrir a viva fuerza las puertas de la red, como la señora Gaddson con el metro, y Kivrin se alegraría tanto de verle como William de ver a su madre. Y estaría tan necesitada de ayuda como él.
Kivrin era la estudiante más inteligente y llena de recursos que había tenido. Seguro que sabría guarecerse de la lluvia. Por lo que sabía, había pasado las últimas vacaciones con los esquimales, aprendiendo a construir un iglú.
Desde luego, había pensado en todos los detalles, incluso las uñas. Cuando fue a mostrarle su disfraz, le enseñó las manos. Tenía las uñas rotas, y había rastros de suciedad en las cutículas.
– Se que se supone que pertenezco a la nobleza, pero a la nobleza rural, y hacían muchas tareas de granja según los tapices de Bayeaux, y las damas del East Riding no tuvieron tijeras hasta el siglo XVII, así que me pasé la tarde del domingo en la excavación de Montoya, arañando entre los restos, para conseguir este efecto.
Sus uñas tenían un aspecto espantoso, muy auténtico. Desde luego, no había ningún motivo para preocuparse por un detalle menor como la nieve.
Pero no podía evitarlo. Si lograra hablar con Badri, preguntarle qué quiso decir con aquello de que «Algo falla», asegurarse de que el lanzamiento había salido bien y no se había producido demasiado deslizamiento, seguramente dejaría de preocuparse. Pero Mary no había podido conseguir el número de la Seguridad Social de Badri hasta que Finch telefoneó. Se preguntó si Badri estaría aún inconsciente. O algo peor.